La lámpara no alumbra para el que duerme
El cine de Cristi Puiu.
Artículo creado en colaboración con Atalante Cinema,
distribuidora responsable del estreno de Malmkrog en España.
La película puede verse en cines desde el 1 de octubre.
Texto creado por Raúl Álvarez (Madrid).
distribuidora responsable del estreno de Malmkrog en España.
La película puede verse en cines desde el 1 de octubre.
Texto creado por Raúl Álvarez (Madrid).
En la película colectiva Los puentes de Sarajevo (Les ponts de Sarajevo, 2014) se encuentra uno de los títulos más incisivos del cineasta rumano Cristi Puiu (Bucarest, 1967). Conocido indistintamente como Réveillon o Das Spektrum Europas, este cortometraje muestra la breve conversación que mantiene en la cama un matrimonio, entrado ya en años, durante la madrugada de una Nochebuena, sobre la visión que se ofrece del pueblo rumano en un libro acerca de la Primera Guerra Mundial escrito por un judío alemán. En apenas doce minutos, Puiu aprovecha el centenario del comienzo de la Gran Guerra (1914-2014), efeméride que inspira todas las piezas que conforman Los puentes de Sarajevo, para señalar algunas de las contradicciones políticas, culturales e ideológicas que marcaron y aún marcan el devenir de los países que integran el viejo continente. En concreto, el difícil encaje de los judíos y su participación crucial en los principales hitos de la historia de Europa en el siglo XX.
Si la reflexión es tan audaz como acerada, y, en último término, incómoda para los apelados, no menos apreciable es su puesta en escena, que sintetiza de manera ejemplar las claves de estilo más representativas del cine de Puiu. A saber: unidad de espacio-tiempo, plano fijo, profundidad de campo, interpretaciones naturalistas, iluminación suave, ausencia de música extradiegética y el empleo de una puerta como elemento divisor entre distintos planos de acción. Los mismos recursos que pautan el ritmo gomoso de obras mayores como Aurora (Un asesino muy común) (Aurora, 2010) o Malmkrog (2020) recrean aquí el desarrollo de una charla informal, entre la vigilia y el sueño, con latigazos de humor negro, que bien podría evocar el célebre proverbio rumano: «La lámpara no alumbra para el que duerme». Inmejorable definición también para la trayectoria de un cineasta cuyas películas despliegan ante el público un teatro de la vida, de tono a la vez realista y poético, que planea ineluctable entre los claroscuros de la memoria, como ese espectro de Europa al que alude el nada inocente título Das Spektrum Europas.
Porque de muertos trata fundamentalmente el cine de Puiu. Difuntos de todo tipo y condición –pasados, presentes y futuros– que remiten directa o indirectamente a todo aquello que a su alrededor es decadente y ruinoso, estéril y miserable, enfermizo, cerúleo y cadavérico. Los chavales tratados como carne de cañón que protagonizan Bienes y dinero (Marfa si banii, 2001), el muerto en vida que es el señor Lazarescu, en La muerte del señor Lazarescu (Moartea domnului Lazarescu, 2005), el asesino de Aurora, el patriarca difunto de Sieranevada (2016) o los fantasmas de la Belle Époque rusa que habitan el palacio de Malmkrog. Son algunos ejemplos de la querencia de Puiu por los lazos que conectan la vida y la muerte. Ligaduras en forma de puertas, muchas puertas, incontables puertas por las que transitan sin descanso estos y otros memorables personajes. Criaturas febriles, en fin, de una Creación detrás de la que puede esconderse Dios o el diablo; Puiu, un hombre de fuertes convicciones religiosas, no cierra la puerta a ninguno de los dos. En este sentido místico su obra podría considerase en los mismos términos que la de Martin Scorsese.
«El cine es en manos de Puiu ciertamente una lámpara que no alumbra para el que duerme, pero tampoco ilumina al que está despierto. Por esta razón cada una de sus películas empieza y termina de repente, como si algo o alguien encendiera y apagara una luz en el infinito. El tejido de la vida es demasiado precioso para ensuciarlo con elipsis».
Estos referentes temáticos carecerían de significado expresivo si no se vincularan con la que, a mi juicio, es la clave de bóveda sobre la que se construye visualmente su cine: la mirada pictórica de la modernidad. No puede ser de otra manera cuando hablamos de un director que estudió Pintura en la Escuela Superior de Artes Visuales de Ginebra antes de formarse como cineasta en esta misma institución, entre 1992 y 1996, llegando incluso a escribir una tesis doctoral que lleva por título Notes on a Poetic Realist Cinema. Fue allí donde descubrió, como él mismo ha confesado en varias ocasiones, a John Cassavetes y el cine directo, a Éric Rohmer y François Truffaut, a Frederick Wiseman y Raymond Depardon, a Renoir y Jean Eustache.
Diría que mi cine es una expresión de la forma en que entiendo su trabajo. Y también la forma en que entiendo cómo hacer películas, porque estoy siguiendo sus pasos. Paso a paso, me interesa ir más allá para descubrir cosas que no pudieron descubrir en su propio trabajo (…). Para mí, el cine es menos una forma de arte que una técnica para investigar la realidad (Cummins, 2006).
Notables e influyentes nombres a la vista de su cine, sin duda, pero insuficientes para comprender el alcance y calado humanista de sus imágenes, concebidas siempre a partir de cuestiones relativas a la moral, la religión, el poder, la guerra y la lucha de clases en la Rumanía post Ceaucescu. Una película como La muerte del señor Lazarescu, por ejemplo, es indescifrable sin tener en mente el teatro del absurdo de Ionesco, su dramaturgo favorito. Tanto en Trois exercises d’interprétation (2013) como en Malmkrog adapta Los tres diálogos y el relato del Anticristo, del filósofo y escritor ruso Vladímir Soloviov, quien, junto con Dostoievski y Kafka, figuran entre sus prosistas de cabecera. La poesía de George Bacovia y Virgil Mazilescu, a quienes Puiu denomina acertadamente «poetas del silencio desesperado» (Cummins, 2006), ayuda a comprender mejor la definición de los protagonistas de Aurora, empezando por el asesino que interpreta el propio Puiu. Y por fin llegamos a la pintura, el primer amor artístico del cineasta rumano, con dos nombres ineludibles para penetrar en su manera netamente moderna de planificar y componer: Velázquez y Giorgio Morandi.
En efecto, entre el barroco, el primer futurismo, el novecentismo y la pintura metafísica, Puiu ha forjado una mirada particular, de raíz pictórica, que distingue sus imágenes de las de Rohmer, el espejo al que con más frecuencia suele enfrentársele. De forma sutil en su debut, Bienes y dinero, y de manera obvia a partir de La muerte del señor Lazarescu y principalmente Aurora, se pueden rastrear signos plásticos, trasladados al lenguaje cinematográfico, inherentes y definitorios de la pintura de ambos maestros. No sería exagerado afirmar que en cada filme de Puiu hay una versión de Las meninas (1656) y de alguno de los bodegones típicos de Morandi. En otras palabras, sus imágenes se proyectan desde la cercanía de los objetos cotidianos, que registra mediante planos medios que destacan su volumen geométrico, a la manera de Morandi, sí, pero también de Cézanne, hasta la lejanía espacial y temporal en la que imbuye a sus personajes cuando los filma en planos con mucha profundidad de campo, demostrando con ello una comprensión profunda del retrato de grupo barroco.
Puiu tiene la intuición conceptual y la habilidad técnica de unir ambos tipos de plano mediante paneos que sitúan al espectador ante una o varias puertas colocadas en el plano medio de la acción. Siempre con mimo obsesivo, cada una de estas puertas, que pueden permanecer abiertas o semiabiertas en posición fija, o, por el contrario, abrirse y cerrarse de manera constante, véase si no el caso extremo de Sieranevada, estas puertas, decía, tienen una significación poética que trasciende su función compositiva. A diferencia de Rohmer, muy dado también a jugar con puertas y ventanas para evocar estados de ánimo y sugerir juegos sentimentales, Puiu emplea este elemento en la puesta en escena con el propósito de convertir el punto de vista de la cámara, y correlativamente al espectador, en un personaje más de la narración. No a la manera del cine rodado cámara en mano, todo lo contrario, sino desde el estatismo testimonial. Uno no ve las películas de Puiu; forma parte de ellas y participa de la historia en primera persona. Con una particularidad maravillosa, quizá única en el cine contemporáneo. En cada uno de sus filmes el director otorga al espectador un papel concreto, de tal manera que el campo visual que enseña la cámara se corresponde con la mirada de ese «personaje» cuya corporeidad se ha transferido a la ficción. También con la de sus gestos y movimientos, en la medida en que la cámara, cuando se mueve, lo hace con la naturalidad y ligereza de una cabeza que gira o un cuerpo que avanza o retrocede. «Intento usar lentes que no deforman la imagen, sino que se acercan a lo que vemos y como lo vemos en la vida real» (2011, VV.AA.).
«Uno no ve las películas de Puiu; forma parte de ellas y participa de la historia en primera persona. Con una particularidad maravillosa, quizá única en el cine contemporáneo. En cada uno de sus filmes el director otorga al espectador un papel concreto, de tal manera que el campo visual que enseña la cámara se corresponde con la mirada de ese «personaje» cuya corporeidad se ha transferido a la ficción».
En Bienes y dinero el espectador es un pasajero más de la furgoneta que conducen los jóvenes protagonistas, asistiendo incrédulo desde el asiento trasero a cada infortunio del viaje. La muerte del señor Lazarescu impone la mirada lúgubre de la Muerte, acechante en cada escena como una sombra insondable. Pocas películas, de hecho, han recreado con tanta maestría la presencia de la parca, cuya ominosa naturaleza enfrenta la invisibilidad de su ser con la visibilidad de sus víctimas. En el mencionado Réveillon la cámara, convertida en ojo de la memoria histórica, contempla a ese matrimonio de probables intelectuales desde la impasibilidad que otorga el olvido. Aurora, un filme ante todo sobre la conciencia, juega con la idea de que ésta fuera de carne y hueso, motivo por el cual Puiu sitúa la cámara en cada momento a la distancia que mejor representa las intenciones morales del protagonista.
El tratamiento supuestamente realista, documental, de Trois exercises d’interprétation es en realidad la subjetividad racionalizada de un director, el propio Puiu, quien, parafraseando a Pirandello, busca a sus personajes. En la línea de La muerte del señor Lazarescu, Sieranevada se vuelca en otra mirada fúnebre, en este caso, la del padre difunto en cuya memoria se ha reunido su familia. Malmkrog, por último, invita al espectador a adoptar el punto de vista de alguno de los sirvientes que atienden la reunión social que plantea la historia. La única excepción a esta estrategia formal se encuentra curiosamente en uno de sus títulos más premiados, el cortometraje Cigarettes and coffee (Un cartus de kent si un pachet de cafea, 2004). Salvo pinceladas en los dos o tres primeros minutos de metraje, Puiu se limita a filmar de manera convencional el diálogo que mantienen dos hombres en una cafetería, llegando incluso a utilizar el manido plano-contraplano como recurso para exponer la opinión de ambos.
En cualquier caso, el hecho significativo es la capacidad probada del director para crear e introducir en el cine de autor un nuevo lenguaje realista. Desesperante para unos, fascinante para otros, esta suerte de orografía visual propone un estudio fílmico de la realidad a partir de sus contornos y relieves tanto físicos como humanos, en un intento premeditado por dar continuidad a la antropología de la imagen de Rudolf Arnheim. No por casualidad Film as Art fue el libro que guio la tesis doctoral de Puiu:
El cine es un instrumento para investigar lo real, para investigar la vida (…). Entonces el cine puede ser una especie de dispositivo antropológico para que mires el mundo fuera de ti y el mundo dentro de ti, dentro de tu cabeza, eso es algo que las películas de ficción te permiten hacer (White, 2010).
El cine es en manos de Puiu ciertamente una lámpara que no alumbra para el que duerme, pero tampoco ilumina al que está despierto. Por esta razón cada una de sus películas empieza y termina de repente, como si algo o alguien encendiera y apagara una luz en el infinito. El tejido de la vida es demasiado precioso para ensuciarlo con elipsis.
Bienes y dinero, o el fin de la inocencia
«Marfa si banii», 2001
Hay documentados dos cortometrajes dirigidos por Puiu en su época de estudiante. Uno es Before Breakfast (1995), que fue seleccionado para el Festival de Locarno de ese año, y el otro es 25.12. Bucharest, North Railway Station (1996), por el que recibió un diploma de reconocimiento en la Escuela Superior de Artes Visuales de Ginebra. Hoy por desgracia ilocalizables, se puede suponer no obstante que el director ensayó en ambas piezas algunas de las características temáticas y formales que se encuentran en su ópera prima, Bienes y dinero. Puiu dirigió la película sin apenas ayuda del gobierno rumano, ya que por entonces era un autor desconocido que acababa de regresar de Suiza. No le fue mejor con sus compatriotas tras el estreno del filme, dado que la historia retrata un país empobrecido y azotado por las mafias, el mercado negro y la especulación. Planea en las imágenes esa sensación de caos y deriva habituales en el cine producido en los países de Europa del Este después de la caída de los regímenes comunistas.
La nominación en Cannes a mejor ópera prima cambió para siempre la suerte de la película y la de Puiu, abriendo además la puerta a la nueva ola de cine rumano que se consolidó años más tarde gracias a los éxitos de La muerte del señor Lazarescu, 12:08 al este de Bucarest (A fost sau n-a fost?, Corneliu Porumboiu, 2006), Cómo celebré el fin del mundo (Cum mi-am petrecut sfarsitul lumii, Catalin Mitulescu), El papel será azul (Hartia va fi albastra, Radu Muntean, 2006), 4 meses, tres semanas, dos días (4 luni, 3 saptamini si 2 zile, Cristian Mungiu, 2007) y California Dreamin’ (Cristian Nemescu, 2007). El debut de Puiu alumbró por tanto la estancia a oscuras donde se guardaban los deseos y frustraciones de una generación de cineastas que había soportado primero la dictadura de Ceaucescu y luego la depresión económica y social que trajo consigo la entrada descontrolada del capitalismo en Rumanía. De todo ello se hace eco directa o indirectamente Bienes y dinero, relato breve y conciso que acompaña a tres jóvenes (dos chicos y una chica) durante un viaje a Bucarest con el propósito de entregar una bolsa llena de supuestos medicamentos. Ovidiu (Alexandru Papadopol) sueña con abrir su propio negocio, y está convencido de que este sencillo encargo le procurará fácilmente el dinero que necesita para ello.
El viaje es una excusa –siempre lo es en ficción– para retratar una nación deprimida, anclada en un tiempo inconcreto, en la que conviven los vestigios del comunismo con la falsa ilusión de prosperidad que promete el dinero rápido. Puiu, cineasta que se olvida pronto de los argumentos, se centra en mostrar en cada escena esa tensión, construida modélicamente a partir del contraste entre el paisaje físico y material –todo es feo y viejo– y la ambición inconsciente del trío protagonista. En ese abismo que separa la realidad de la fantasía se mueve como un personaje más la cámara en mano del director, que aquí muestra por primera y última vez en su cine una versión más libre y salvaje de su estilo naturalista. También, y es importante destacarlo, un buen conocimiento de las claves del thriller gansteril lumpen y la aventura de iniciación. Puiu podría haber sido un sólido director de género, no cabe duda, pero su singularidad le condujo felizmente a imbricar la ortodoxia en un lenguaje experimental.
El director se reserva para el final las dos escenas que representan mejor la intención primordial de su cine: «Si una película no se convierte en una pregunta, está mal planteada porque entonces intenta manipular» (2011, VV.AA.). Cuando Ovidiu contempla los cuerpos muertos de sus perseguidores comprende a lo que ha estado jugando durante todo el día; es un niño en un mundo de hombres violentos. Este abrupto fin de su inocencia tiene un corolario magistral cuando su madre le sirve para cenar un plato de patatas fritas que han sobrado de la comida. Ovidiu sueña con superar la pobreza de su hogar y llegar a donde no lo hicieron sus padres. Hasta ese momento, que nunca llegará porque el viaje resulta un fracaso, es solo un chaval que come sobras. ¿Es eso a lo que está abocada Rumania?
Rumanía, 2001. Título original: «Marfa si banii». Dirección: Cristi Puiu. Guion: Cristi Puiu, Razvan Radulescu. Director de fotografía: Silviu Stavilã. Compañía productora: Mandragora Movies. Intérpretes: Alexandru Papadopol, Dragos Bucur, Ioana Flora, Luminita Gheorghiu, Razvan Vasilescu, Doru Ana, Constantin Draganescu, Serban Georgevici. Duración: 90 minutos.
La muerte del señor Lazarescu,
o la desintegración de un país
«Moartea domnului Lazarescu», 2005
Puiu ha manifestado en varias ocasiones su rechazo a las metáforas en el cine. «No tiene sentido fabricar metáforas. Los signos y las señales están por todas partes. Todo está ahí, solo tienes que abrir los ojos» (2011, VV.AA.). Es este un asunto complejo y discutible, porque cuestiona la que quizá sea la característica esencial de las imágenes; su capacidad, aun no premeditada, para sugerir y señalar lo que no se ve, o lo que se ve de manera indirecta. En otras palabras, el realismo no existe. Cualquier imagen es, por su propia naturaleza, poética. Berger (2016) lo describió inmejorablemente cuando afirmó que detrás de cada imagen se esconde el fantasma de otra imagen. Según él, no se trata solo de localizar los referentes icónicos de una imagen, como si fuera un juego, sino de rascar su superficie hasta encontrar la verdad enterrada en ellas. De modo que, lo quiera o no, Puiu fabrica también metáforas, y una de las más potentes en su filmografía es La muerte del señor Lazarescu. Al fin y al cabo, en su tesis doctoral propone precisamente un cruce de caminos entre el realismo y la poesía.
Crónica implacable de un desahucio vital, la película narra el periplo de un hombre mayor (Ion Fiscuteanu) por hasta tres hospitales de Bucarest, durante una noche de perros, que se queja de varios síntomas en la cabeza y el abdomen. Su afición a la bebida provoca que nadie le tome en serio, ni vecinos ni médicos, hasta que los síntomas se agravan y revelan varias enfermedades potencialmente mortales. Solo una enfermera se mantiene a su lado hasta el final, confiando en la palabra de un individuo que se está muriendo sin saberlo. La crudeza y el verismo de las imágenes confieren a la cinta el distintivo tono documental del cine de Puiu. Sin embargo, la historia se presenta desde el principio como una excusa para describir en segundo plano la desintegración del régimen comunista en la Rumanía de finales del siglo XX y principios del XXI. Si Bienes y dinero ofrece una visión de esa época por parte de una juventud desnortada, La muerte del señor Lazarescu decanta la mirada de los padres y abuelos que conocieron el auge y caída de Ceaucescu.
De nuevo, un tiempo inconcreto –la acción transcurre en 2004 pero podría hacerlo en 1984– sirve de marco brumoso a un Puiu más metafórico de lo que a él le gustaría, es probable, pero tan brillante como despiadado en la tarea de retratar un país en descomposición. Se suele apuntar a Kafka y Ionesco como influencias literarias en la escritura del guion, pues el itinerario del pobre señor Lazarescu remite claramente a las convenciones narrativas del absurdo; y, es cierto, Lazarescu parece un personaje de El castillo o Las sillas. El quid de la cuestión, y aquí volvemos al tema de las metáforas visuales, es que tanto Kafka como Ionesco utilizaron el absurdo para denotar algunas problemáticas de su presente histórico, y Puiu les sigue en ese empeño siquiera de manera inconsciente. El fondo es la forma. A través del derrumbe físico y psicológico de su protagonista, La muerte del señor Lazarescu se erige en parábola lacerante sobre el declive de una nación enferma que se resiste a reconocer sus patologías. Se muere Lazarescu, y se muere Rumanía, porque nadie atiende las señales de la enfermedad.
Y son muchas. La más representativa, la ruptura de la solidaridad obrera que se desarrolla a lo largo del metraje. Los vecinos del señor Lazarescu, pese a ser tan miserables como él, habitantes todos de un ruinoso bloque de viviendas estatales, ponen distancia frente al dolor de su amigo. Tomándole por un simple borracho, ironizan acerca de sus dolencias, critican el estado de sus ropas y de su piso, y muestran asco y aborrecimiento ante los signos físicos de su malestar. Solo quieren que llegue la ambulancia y se lo lleve cuanto antes, como si la pobreza fuera algo ajeno a sus vidas. El espectador asiste posteriormente a una ridícula y a la vez lamentable guerra de clases entre el personal médico de los hospitales y la pareja de enfermeros que traslada al señor Lazarescu de centro en centro. Importa más la jerarquía y el estatus en la escala sanitaria que el sentido común, incluso si eso conlleva la desatención a un paciente. Llamadas, papeleo, protocolos… La vida se ahoga en un trámite sin fin.
Al anciano Lazarescu se lo traga ese agujero negro social, administrativo y burocrático que condena a cualquier individuo a ser un número, un código de barras. La única defensa del protagonista frente a esta incomprensión generalizada consiste en repetir incansablemente su nombre completo, Dante Remus Lazarescu, a todo aquel que se lo pregunta. Se trata de una oración por su supervivencia. Por esta razón al final de la película, el señor Lazarescu, incapaz ya de pronunciarlo, se convierte en un ser inerme y desahuciado. Su persona se reduce a un cuerpo desnudo, su alma desaparece, y los gusanos reclaman el botín.
Rumanía, 2005. Título original: «Moartea domnului Lazarescu». Dirección: Cristi Puiu. Guion: Cristi Puiu, Razvan Radulescu. Director de fotografía: Andrei Butica, Oleg Mutu. Música: Andreea Paduraru. Compañía productora: Mandragora Movies. Intérpretes: Ioan Fiscuteanu, Luminita Gheorghiu, Mimi Branescu, Dana Dogaru, Florin Zamfirescu, Mihai Bratila, Monica Dean, Bogdan Dumitrache. Duración: 153 minutos.
Aurora, un asesino muy común,
o el proceso de personalización del asesinato
«Aurora», 2010.
Una de las conclusiones más significativas del análisis de la posmodernidad que propone Lipovetsky en La era del vacío tiene que ver con lo que él denomina proceso de personalización. Se refiere de este modo al efecto individualizador que han tenido y tienen las sociedades del bienestar que se desarrollaron tras la Segunda Guerra Mundial, y por el cual un individuo se piensa así mismo y piensa el mundo desde una absoluta subjetividad que se rinde al placer en todas sus manifestaciones. La conciencia de lo colectivo queda así anulada por una nueva conciencia de carácter hedonista que cuestiona incluso los límites de la moral y la ética, sacrificados en el altar del culto a la personalidad. El bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la justicia y la injusticia, cualquier dialéctica conceptual pierde su sentido ortodoxo frente a esta forma de ser y estar que empuja al individuo a demandar una libertad plena, redimida de cualquier obligación. El posmoderno es un ciudadano que solo quiere unos derechos: los suyos. De los tres ideales de la modernidad asociados a la Revolución francesa, la posmodernidad privilegia la libertad, el valor estrella del individualismo, frente a la igualdad y la fraternidad, de naturaleza común y solidaria.
Esta reflexión resulta pertinente para entender el cambio de rumbo que supone Aurora en la carrera de Puiu, un director que de aquí en adelante se muestra más interesado en filmar manifiestos filosóficos que películas de tinte realista. En este caso, la historia de un tipo corriente que planifica con extrema frialdad el asesinato de aquellos a quienes considera culpables de su divorcio, es una excusa para retratar las características del hombre posmoderno. Y lo hace, de nuevo, situando la acción en esa Rumanía de principios del siglo XXI en la que el capitalismo se abre paso a codazos entre los restos del socialismo de la era Ceaucescu. Viorel, su protagonista, interpretado por el propio Puiu, podría ser analizado desde otros puntos de vista; acaso el más evidente sea el psicológico en tanto en cuanto no deja de ser un psicópata. Sin embargo, la aproximación filosófica y/o sociológica arroja luz sobre una nota recurrente en el cine del director rumano a partir precisamente de Aurora: la denuncia de un presente enfermo que arroja a los individuos poco a poco a los brazos del fascismo. Lo explica claramente Puiu: «Un individuo que está atascado en su propia filosofía, que no es lo suficientemente flexible como para hacer concesiones, puede terminar matando a alguien, suicidándose o abandonando la vida en comunidad» (White, 2010).
Hay una conexión obvia entre la personalidad de Viorel y la de ese hombre posmoderno que, según Lipovetsky, solo está pendiente de sus obsesiones y necesidades, convencido de que su forma de actuar es la correcta, que el mundo iría mejor si todos pensaran como él, que lo comunitario, lo civilizado, lo normativizado, en fin, asfixia la expresión individual de sus deseos. Los dos, Puiu y Lipovetsky, enfrentan al público cada uno a su manera con una paradoja que ayuda a entender buena parte del cine de autor contemporáneo europeo. A saber, que el individualismo produce a la vez indiferencia al otro y sensibilidad al dolor del otro. Viorel es consciente del valor de la vida, pero en su conducta ya no manda un sentido superior del orden ético o la moral. Prima una inclinación egoísta, se diría incluso infantil, vaciada de cualquier razonamiento o lógica, que le lleva a atender solo sus impulsos. Los asesinatos no solucionarán su fracaso vital, y él lo sabe, pero satisfacen un instinto primario de venganza que le produce placer. Viorel mata porque quiere y puede hacerlo, a la manera de ese superhombre nietzscheano que aspiraba a ser únicamente un Ello. Sin filtros.
Son fascinantes al respecto las escenas que recrean el apego obsesivo de Viorel por sus discos, libros y juguetes de infancia y adolescencia. Signos de una Arcada perdida, le procuran gozo y seguridad después de cada asesinato. Conforman, en definitiva, un refugio psíquico y material ante un mundo en el que reafirma su identidad a través de la violencia. Son además los únicos elementos que guardan cierta armonía en escenarios desorganizados y sucios, como la casa de su madre o su piso de soltero. Todo va bien mientras sus coches en miniatura estén perfectamente alineados, y sus libros y discos luzcan en una estantería por orden alfabético. La cámara acompaña a Viorel por estos y otros espacios con la naturalidad habitual en el cine de Puiu, testigo omnisciente de la acción, que se acerca y se aleja de sus criaturas con la minuciosidad de un entomólogo. Esta cualidad desemboca en un estilo ferozmente descriptivo, contrario a las elipsis, que aproxima su narrativa a la de escritores como Cormac McCarthy. Puiu no filma la realidad, hace inventario de ella.
Rumanía, Francia, Suiza, Alemania, 2010. Título original: «Aurora». Dirección: Cristi Puiu. Guion: Cristi Puiu. Director de fotografía: Viorel Sergovici. Música: Andre Rigaut. Compañías productoras: Mandragora Movies, Bord Cadre Films, Coproduction Office, Essential Filmproduktion, Romanian National Center for Cinematography. Intérpretes: Cristi Puiu, Clara Voda, Catrinel Dumitrescu, Luminita Gheorghiu, Valentin Popescu, Gheorghe Ifrim. Duración: 181 minutos.
Sieranevada,
o la búsqueda de una verdad incómoda
«Sieranevada», 2016.
La deriva discursiva de Puiu hacia un cine antropológico, metafísico, de preguntas y respuestas acerca de los grandes temas existenciales cristaliza de manera magistral en Sieranevada. La historia, que surgió de la propia experiencia del director tras la muerte de su padre, sitúa al espectador en el centro de una comida familiar en honor de un difunto. La tradición ortodoxa afirma que el alma de un fallecido vaga durante 40 días antes de irse definitivamente, y dicha comida tiene lugar justamente el último día de ese periodo de tiempo. Puiu coloca «la cámara en el lugar del muerto» (Rapold, 2016), como si éste, desde su presencia espectral, fuera testigo de las charlas que mantienen su esposa, la hermana de esta, sus hijos y sus yernos. Durante casi tres horas, el cineasta representa esta peculiar idea mediante un dispositivo visual en el que destaca la ductilidad de la puesta en escena. Los personajes entran y salen constantemente de las habitaciones de la casa familiar, pasean sin rumbo por los pasillos, charlan de esto y lo otro, sestean, beben vino, pican algo de comida, hablan por teléfono, entran al cuarto de baño, ríen, riñen, se tiran los trastos a la cabeza y, por fin, se reconocen en sus defectos y virtudes.
El tema de las reuniones familiares como microcosmos de cuestiones en torno a las raíces y la identidad es un motivo recurrente en la narrativa universal, ya sea literatura, teatro o cine. Puiu lo explota, desde luego, y esa parece ser la motivación principal de su protagonista, Lary (Mimi Branescu), un médico en crisis que apenas disimula el fastidio que le causa su esposa y el resto de los parientes reunidos para honrar la memoria de su padre. Pronto, sin embargo, el director traiciona las convenciones de esta clase de historias y, en su lugar, plantea una conmovedora reflexión sobre la verdad, en particular, sobre la necesidad de indagar y conocer la verdad inherente a cada ser humano. En dos ámbitos: la verdad de las historias que componen nuestra historia personal, lo que somos, y la verdad de los hechos que caracterizan nuestro mundo, lo que vivimos.
Necesitamos confiar en algún tipo de verdad. Y miras a tu alrededor y es imposible encontrarlo. Seguimos diciendo que esto es verdad, y seguimos olvidándonos y dejándonos elegir el camino cómodo, y no nos hacemos preguntas que pongan nuestras propias decisiones en la discusión y no las decisiones de los demás (Zeitchick, 2016).
En el caso de la identidad personal, esa confusión es en muchos casos una cuestión de supervivencia alienada, como pone de manifiesto la evolución de cada uno de los personajes. Ninguno es quien finge o aparenta ser al inicio de la película, sino que actúan según el guion que dictan las normas sociales. Es más, están juntos, pero apenas se miran a los ojos. Puiu es un maestro construyendo este tipo de paradojas en las relaciones sociales; la gente se habla de espaldas, de soslayo o a través de puertas. Y se habla mucho, sí, pero a menudo de cuestiones banales en diálogos de besugos. En Sieranevada este es un efecto calculado e intencionado para mostrar un teatro del absurdo donde la comunicación no es sinónimo de sinceridad. A medida que avanza la narración, Puiu decapa a sus personajes hasta dejarlos desnudos ante el espejo de su conciencia; solo en ese momento se sientan todos a comer. Y la cámara, el muerto, con ellos. Es curioso que un director alérgico a las metáforas sea capaz de crear una imagen alegórica tan potente.
En cuanto a la(s) verdad(es) del mundo, la película introduce como vectores de reflexión y debate los atentados del 11S y el ataque terrorista a la redacción de Charlie Hebdo. En concreto, uno de los cuñados de Lary se muestra obsesionado por esclarecer ambos hechos, puesto que desconfía de las versiones oficiales. Ajeno a la colmena familiar que zumba a su alrededor, consulta de manera compulsiva en su móvil información y vídeos que no duda en compartir con el resto de los parientes. Le importa más saber si las Torres Gemelas fueron dinamitadas o no, que si uno de sus familiares es un maltratador y un marido infiel. Hacia esa diferencia de prioridades dirige Puiu su incisiva mirada y, de paso, apunta uno de los problemas sociales acuciantes en las sociedades contemporáneas: la apatía existencial. ¿Por qué lo lejano nos resulta cercano y, en cambio, lo próximo nos resulta distante? El bello plano final ofrece una respuesta que evoca además una de las observaciones más comentadas de Tocqueville: «Los hombres se sacrifican raramente unos por otros, pero muestran una compasión general para todos los miembros de la especie humana» (Tocqueville, 1961, p. 174. Citado en Lipovetsky, 2020, p. 236).
Rumanía, Francia, Bosnia Herzegovina, Croacia, Macedonia, 2016. Título original: «Sieranevada». Dirección: Cristi Puiu. Guion: Cristi Puiu. Director de fotografía: Barbu Balasoiu. Música: Andre Rigaut. Compañías productoras: arte France Cinéma, Alcatraz Film, Mandragora Movies. Intérpretes: Mimi Branescu, Bogdan Dumitrache, Catalina Moga, Dana Dogaru, Petra Kurtela, Sorin Medeleni, Tatiana Iekel, Marian Ralea, Simona Ghita, Andi Vasluianu, Judith State, Iulian Puiu, Silvia Nastase, Rolando Matsangos, Ioana Craciunescu. Duración: 173 minutos.
Trois exercises d’interprétation y Malmkrog,
o la inocencia de la filosofía
«Trois exercices d'interprétation», 2013 | «Malmkrog» (2020).
La hoy ilocalizable Trois exercises d’interprétation y Malmkrog componen un díptico que adapta, como ya se apuntó, Los tres diálogos y el relato del Anticristo, del filósofo ruso Vladímir Soloviov, figura que ejerció notable influencia en la obra y el pensamiento de sus contemporáneos Tolstoi, Pasternak y Dostoievski. Ejercicio fascinante de epistemología, Puiu ensaya en la primera de estas películas una aproximación libre en forma de taller de interpretación actoral, que el director organizó realmente en el estudio francés Chantiers Nomade en 2012. Los actores reunidos, intérpretes de sí mismos y de sus papeles, discuten con Puiu la mejor manera de aproximarse a los personajes descritos por Soloviov en cada uno de los tres diálogos, que en la película se corresponden a su vez con las piezas tituladas The Cat is On the Chair, The Mouse is Under the Table y The Monkey is On the Branch. De este modo, la investigación y el ensayo actorales se alternan con discusiones en torno a la guerra, la moral y la religión, los tres temas cardinales de la obra de Soloviov, ofreciendo al público como resultado un filme híbrido entre el documental, la dramatización, la ficción realista, el videoensayo y la performance.
A la densidad de las conversaciones, que se desarrollan en escenarios improvisados, casuales, típicos de escuela de interpretación, se enfrenta una realización dinámica y ligera que capta magníficamente la espontaneidad calculada de cada ensayo. El humo del tabaco, la comida y la bebida, guiones desparramados por las mesas, diversos objetos dispuestos aquí y allá, todos los elementos del atrezo dibujan, escena tras escena, versiones fílmicas de los bodegones de Morandi. La materialidad y el sonido de estos objetos funciona además como contrapunto orgánico a la evanescencia de la fotografía y la iluminación, concebidas para dotar a la película de una atmósfera onírica. En conjunto, Trois exercises d’interprétation demuestra el interés de su director por la filosofía rusa de raíz religiosa, profundamente moral, abierta en canal ante un espectador que si lo desea puede abstraerse de la palabra y entregarse al oleaje de las imágenes. También, y no es menos importante, la película confirma una de las tesis más firmes de Puiu sobre el oficio de actor: «La única obligación que tiene un actor es ser» (2011, VV.AA.).
En Malmkrog, por su parte, la sombra de Soloviov se materializa en una ficción de época bellamente ambientada que representa de un modo teatral una reunión de la alta sociedad en un castillo transilvano. Un terrateniente, un político, una condesa, un general y su esposa conversan afablemente sobre la autoridad, el progreso, la moralidad y el Anticristo mientras un ejército de silenciosos sirvientes los atiende con finos manjares y bebidas. Dividido en seis episodios, uno por cada protagonista –a las cinco figuras nobles hay que añadir el jefe del servicio–, el filme plantea el reto de enfrentarse al que es el trabajo con mayor carga dialéctica y verbal en la carrera de Puiu; prácticamente una conversación continua durante más de tres horas sobre cuestiones filosóficas de gran calado. Cuesta seguir con atención las disquisiciones de Soloviov, máxime cuando el guion reproduce palabra por palabra la obra del filósofo ruso, pero a cambio Puiu entrega su trabajo más refinado y minimalista en lo visual. Una miniatura lujosa y detallada que se sirve la filosofía, la inocente filosofía, para representar la lucha de clases. Porque eso es en último término la película, una crónica en segundo plano del histórico conflicto entre amos y siervos, resuelto hacia la mitad del metraje con un tiroteo en off. El ruido quiebra el silencio.
Es evidente la influencia de Velázquez y otros maestros barrocos en la composición de cada plano de este fresco que coquetea sin disimulo con la expresividad del tableau vivant. Más estatuas que personas, los actores se mueven en una baldosa –si se mueven– para componer unos personajes de una pieza, monolíticos, enrocados en unas convicciones que defienden con tensa calma. Hay desdén bajo la pátina educada de sus elegantes palabras, orgullo y vanidad, incomprensión mutua, exhibicionismo vacuo, flirteo intelectual. Decadencia. Su última fortaleza frente al cambio que se avecina es la pureza del pensamiento filosófico, pero este solo existe en los libros, en las palabras, no en sus hábitos ni en sus acciones. ¿Libertad? ¿Hermandad? ¿Fe piadosa? ¿Caridad? Nikolái (Frédéric Schulz-Richard) y sus invitados hablan de bondad en un plano utópico que, en todo caso, admitiría en su cielo solo a las clases privilegiadas. Su desprecio hacia los sirvientes revela el auténtico rostro de sus convicciones y su carácter. En ese contraste se posa la mirada seccionadora de Puiu, que recompensa la paciencia del público con un plano final que expresa magistralmente el idealismo platónico que guía la obra de Soloviov. No son sino sombras lo que vemos.
Rumanía, Francia, 2013. Título original: «Trois exercices d'interprétation». Dirección: Cristi Puiu. Guion: Cristi Puiu. Fotografía: Luchian Ciobanu. Compañías productoras: Chantiers Nomades, Mandragora Movies. Reparto: Frédéric Schulz-Richard, Agathe Bosch, Diana Sakalauskaité, Marina Palii, Ugo Broussot. Duración: 200 minutos.
Rumanía, Serbia, Suiza, Suecia, Bosnia y Herzegovina, Macedonia del Norte, 2019. Título original: «Malmkrog». Dirección: Cristi Puiu. Guion: Cristi Puiu, adaptando a Vladímir Soloviov. Fotografía: Tudor Panduru. Compañías productoras: Mandragora Movies, SENSE Production. Reparto: Ludivine Anberrée, Marion Bottollier, Ugo Broussot, Anne-Marie Charles, Anne Courpron, Perrine Guffroy, Hillary Keegin, Nathalie Meunier, Barnabé Perrotey, Jean-Benoit Poirier, Diana Sakalauskaité, Patrick Vaillant. Duración: 157 minutos.
Cigarettes and coffee , o un epílogo en corto
«Un cartus de kent si un pachet de cafea», 2004.
Un hombre mayor se sienta en una mesa de una cafetería de Bucarest. Delante de él, un tipo más joven, trajeado, conocido suyo, le pregunta si ha traído la mercancía. Se refiere al cartón de tabaco y al paquete de café con los cuales pretende sobornar al hombre que le ha prometido un trabajo a su amigo. «Como en los viejos tiempos», le dice el veterano. «Como siempre», replica él. La esencia trágica del cine de Puiu está contenida en esta pieza que habla de la supervivencia como primer instinto del hombre. Todas las demás inclinaciones están subordinadas a la conservación de uno mismo. Para sobrevivir, los personajes de Puiu tienen que encontrarse a sí mismos. Es la maldición del hombre contemporáneo: buscar, buscar, buscar.
© Revista EAM / Madrid
Bibliografía:
- Berger, John (2016). Modos de ver. Barcelona: Gustavo Gili.
- Lipovetsky, Gilles (2020). La era del vacío. Barcelona: Anagrama.
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Rapold, Nicolas (2016). Cannes Interview: Cristi Puiu. En Film Comment Online.
- Cummins, Mark (2006). Cristi Puiu. A painful case. En Film Comment Online.
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VV.AA. (2011). Cristi Puiu on Romania, its cinema, and his own work. En East European Film Bulletin.
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White, Rob (2010). Cristi Puiu Discusses Aurora. En Film Quarterly, vol. 64, nº2.
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Zeitchik, Steven (2016). Romania continues an unlikely cinematic domination at Cannes, with a pair of rival directors. En Chicago Tribune (25/05).