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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Sin tiempo para morir

    Del tiempo, de la muerte

    Crítica ★★☆☆☆ de «Sin tiempo para morir», de Cary Joji Fukunaga.

    EEUU, 2021. Título original: «No time to die». Dirección: Cary Joji Fukunaga. Guion: Neal Purvis, Robert Wade, Phoebe Waller-Bridge y Cari Joji Fukunaga. Productor ejecutivo: Chris Brigham. Co-productores: Daniel Craig, Andrew Noakes y David Pope. Música: Hans Zimmer. Dirección de fotografía: Linus Sandgren. Montaje: Tom Cross y Elliot Graham. Vestuario: Suttirat Anne Larlarb. Intérpretes: Daniel Craig, Léa Seydoux, Rami Malek, Lashana Lynch, Ralph Fiennes, Ben Whishaw, Naomi Harris. Duración: 163 minutos.

    | Aviso: este texto revela contenido significativo de la trama. Retornen tras el visionado del filme. |

    I. De la redención, el deseo de muerte y el fantasma

    Bond nunca fue una figura crística. Merece la pena señalar esa idea para trazar algunas líneas maestras que expliquen el imposible cierre de Sin tiempo para morir, su traición manifiesta a las anteriores películas de la saga Craig, y por el camino, la desconexión inevitable entre una apuesta demasiado fuerte —la de Mendes— y el sonorísimo pinchazo que vaciará minicines y empañará, qué vamos a hacerle, el que hubiera sido uno de los tramos más notables de la franquicia.

    Y decía: Bond nunca fue una figura crística, no necesitó redención alguna, y de hacerlo, nunca pasó por su cuerpo ni encarnó espiritualidad o eticidad alguna más allá del vacío negro de los intereses del gobierno británico. Bond era el engranaje, la herramienta, y cuando sufría alguna herida personal —especialmente en esa curva que va de Al servicio de su majestad (On Her Majesty´s Secret Service, Peter Hunt, 1969) a 007: Alta tensión (The Living Daylights, John Glen, 1987)— la enunciación casi siempre optaba por encogerse de hombros y darle una pátina extrañamente romántica, neurótica, de una poesía seca y concreta. Su herencia no eran los mesías, sino más bien los héroes descaradamente físicos, elásticos, los espadachines del Hollywood clásico, los espías socarrones de la Serie B que le copiaban y le amamantaban a la vez. Formaba parte de un territorio narrativo donde la acción se agotaba en sí misma, la épica no necesitaba justificación alguna sino que, simplemente, se desvelaba.

    Es peliagudo afirmar que Craig le otorgó profundidad al personaje. Tanto Lanzeby como Dalton, en sus respectivas y breves andaduras, comenzaron un proceso de encarnación que culminó de manera explícita en el prólogo de Casino Royale (Martin Campbell, 2006). Aquellos lavabos en blanco y negro con un agente apenas esbozado, torpe, que mataba mal en una serie de imágenes cargadas de grano y de impureza visual. Era un Bond que ya nacía herido de Vesper, que culminaba su presentación con —digámoslo claro—, la pérdida de su gran amor, y que, por lo tanto, arrastraría un duelo durante el resto de sus películas como los otros Bond habían arrastrado relojes, amantes, copas o cigarrillos.

    El Bond había nacido herido, pero cuidado, eso no justifica en modo alguno que la redención ya esbozada al final de aquella primera película tuviera que pasar, como finalmente ha concluido Fukunaga —y aquí, debo advertir, desvelaré importantes cuestiones de la trama— con la paternidad y la inmolación absoluta. Bond, por lo visto, era un mártir del amor. De tal modo, podría pensarse, que en la primera película murió su capacidad de amar y, paradójicamente, en la última se dejó matar por poner en riesgo a su (otra) mujer amada.

    Demasiadas mujeres, que diría el poeta. Y sin embargo, muy poco deseo. Para qué seguir velando una tumba después de —suponemos— concebir a una hija. Para qué inventarse una trama de nano-bots y amenazas internacionales si se acaba concluyendo lo más simple, lo más neurótico: Bond se mata porque no puede tocar a la mujer que ama. Bien. Salvo que Bond, en esencia, se ha pasado ya cuatro películas persiguiendo un cuerpo que no puede tocar —el de Vesper— y que aquí se configura en una tumba explosiva, una tumba que no mata del todo, pero que escribe bastante bien —también lo hacen los créditos— la cuestión del tiempo y de la necesidad del duelo.

    Por decirlo con mayor claridad: si el duelo de Vesper, como se sugiere, es definitivo y configura absolutamente el personaje, la buena de Madeleine (Léa Seydoux) hace honor a su nombre cinematográfico como la heredera del personaje de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) y no es sino el mal fantasma, la proyección de la mujer deseada, lo que ocupa el lugar de la muerta, el amor necrófilo, lo que viste la cama mientras vamos tirando esperando el retorno de un tiempo definitivamente perdido. Bond se decide a olvidar en el prólogo. Sin embargo Fukunaga, en su infantilización ridícula de los grandes temas que puntúan la saga, no quiere caer en la cuenta de que no olvida el hombre que quiere, sino el hombre que puede, y que lo que su metraje sugiere —-que una hija con otra mujer permite dejar atrás al fantasma de la mujer amada— no es sino una idiotez, una profunda imbecilidad imperdonable.

    Bond no muere, digámoslo claro, para salvar a su mujer y a su hija.

    Bond muere para reunirse con Vesper en el más allá. Lo que ha sido, nos guste más o menos, su verdadero deseo durante las cuatro películas anteriores de la saga. Que la enunciación intente convencernos de lo contrario mediante esa conexión telefónica y ese homenaje final es de un mal gusto y una ingenuidad propia del signo de los tiempos.

    II. Todo el tiempo del mundo

    Apunta Raúl Álvarez en su excelente crítica sobre la película1 los intertextos que se plantean con la ya citada Al servicio de su majestad, así que me voy a permitir llevar su idea un poco más lejos. En aquella película, que ha sido siempre la gran obra dislocada, el patito feo, la cinta más (afortunadamente) incomprensible de toda la saga, la película se puntuaba de manera irónica con aquella promesa: Tener todo el tiempo del mundo, referencia irónica a la muerte final de Teresa Bond (Diana Rigg) y al desplome afectivo y desgarrador del agente secreto en los títulos de crédito. La pregunta que flota a lo largo de todas las películas de la saga Craig se fundamenta, en efecto, por la relación con el tiempo —un problema que, dicho sea de paso, le importaba un pito a los Bonds de Sean Connery o de Pierce Brosnan—, y de ahí la acumulación de muertos y de villanos con los que se abrochaba el final de Spectre (Sam Mendes, 2015), película que no en vano comenzaba con un Bond disfrazado de muerte «encapsulado» o «atrapado» en un suntuoso plano secuencia. Tiempo-cinematográfico, pero también tiempo escrito en la dirección de arte: todo era muerte, todo apuntaba al duelo, todo era la ausencia de cuerpo-Vesper, y de ahí también que la cosa se desplomara en un desfile de villanos reconstruidos, tramas plegadas, una especie de álbum de fotos emborronado que concluía con la promesa de un amor. Spectre, de hecho, lo anunciaba con toda claridad desde su propio título: Espectro. Es decir, de nuevo: Vesper.

    La diferencia entre Mendes y Fukunaga es que el primero manejó como nadie la tensión entre el tiempo y el cuerpo de Bond, llevando las películas a una madurez y una precisión enunciativa que no volveremos a ver en muchísimo tiempo. Si Skyfall (2012) era el pasado imposible de suturar, la infancia, la casa de los padres, el arranque del relato, Spectre era en pura lógica el final, la clausura, el todavía en el que Bond hubiera podido descansar en una aperturidad de futuros. El fantasma seguía allí, sin duda, pero estaba cómodamente confinado en esos planos finales en los que Madeleine y él se arrastraban entre las luces tremendas de un final apoteósico. Eran películas que hablaban de la vejez, películas amargas, secas, películas implacables en muchos sentidos. Incluso en su desmesura.

    Lo de Fukunaga es, por lo tanto, incomprensible. Su Bond, al contrario del amargo personaje de Mendes, hace constantemente bromas y chascarrillos sobre su edad: ah, qué vamos a hacerle, uno ya está mayor, pero no tanto. Su cuerpo parece haberse reconstruido por arte de magia, ya no hay apenas apuntes sobre el crepúsculo físico o intelectual del viejo y querido agente secreto. En muchos sentidos, Fukunaga intenta aquí resucitar al Bond de Roger Moore, el intrépido canallita gracioso, siempre de buen humor, siempre con un chistecito sin ingenio en la punta de la lengua. Sin embargo, Fukunaga también olvida el final de Moore, cuando en Octopussy (John Glen, 1983) el célebre agente secreto termina disfrazado de payaso y llorando a lágrima viva después de salvar a la humanidad en un disparatado y dolorosísimo espectáculo circense.

    Octopussy (1983), John Glen,
    Roger Moore.
    La imagen de aquel Bond, hoy casi olvidada, es mucho más demoledora y punzante que esa incomprensible explosión final de Sin tiempo para morir, esos misiles que parecen fuegos artificiales de fiesta mediterránea y ese fundido a blanco con el que, bueno, parece que la cosa queda clausurada y el espectador puede recoger con inmensa paciencia sus achiperres y salir de la sala. Resulta paradójico que un guionista como Fukunaga, que ha sido capaz de arrojarse a las cimas del miedo sin red y con exquisitos resultados, aquí fuera tan torpe, tan pacato, tan poco incisivo.

    III. De una forma sin forma

    Al fin y a la postre, las coordenadas del dispositivo formal de la película no encajan, de igual manera que no encaja el propio tamiz narrativo. De hecho, uno se siente casi tentado de agradecer a Fukunaga que permitiera que las cosas sucedieran de manera casi automática, plana, sin recurrir al inevitable plano secuencia de turno para lucir palmito —uno intuye que, después de lo de Mendes, aquí se impuso milagrosamente el pudor. Las escenas de acción se ruedan con la precisión de un artesano impecable, haciendo que la cámara responda con todo sentido al espacio —véase la persecución inicial—, de la misma manera que las escenas sentimentales tiran de etalonaje desmesurado y efectos de atardecer hortera. La película comienza impostando usos del Slasher —con cortes de montaje de máscara y ventana incorporados, cómo no—, se desploma hacia el melodrama de bajo presupuesto y, en sus mejores momentos, mira de refilón a los diseños que Paul Inglis ha desarrollado en los últimos años (nota bene: Inglis ya había dirigido el arte de Skyfall y su sombra sigue siendo alargada). Sus composiciones no alcanzan la espectacularidad épica de un Villeneuve, sino que se acumulan en maquetas de andar por casa —véase la pobreza del interior de la mansión del villano de turno, diseñada con tal pereza y tan falta de originalidad que hasta los arcos redondos que hubieran podido servir para referenciar la propia apertura de la saga se malgastan en planos incomprensiblemente mal construidos, o a lo peor, disimulados con contraluces intermitentes en los que se masca la chapuza visual. El uso de la frontalidad o de la escalaridad de plano es simplemente sonrojante —como en el primerísimo primer plano de Bond en su supuesta anagnórisis, como si no hubiera más remedio que abismarse en su rostro para descifrar, oh sorpresa, lo que el espectador ya sabe de sobra por mucho que los diálogos lo nieguen torpemente, esto es, que su hija es su hija y punto pelota. Maravillas del tiempo que Bond no tiene, su descubrimiento de la paternidad es automático y el agente psicópata se convierte, por decisión de montaje, en un estupendo pater familias capaz de detenerse a recoger un peluche o de afirmar, con voz emocionada: Son… mi… familia.

    «Bond hubiera debido vivir para siempre con sus fantasmas o morir definitivamente en su nombre. Lo demás es la promesa de redención de los mesías, los visionarios, los profetas y el mal Hollywood. El perdón de los pecados, la compasión, la redención, la esperanza. Pero ya lo decía al principio: Bond no es una figura crística y por eso, precisamente, pudimos confiar en él durante tantos años.


    Sin embargo, si ustedes han visto las anteriores películas de la saga, ya saben que todo eso no es más que una patraña forzada de Fukunaga: Su familia son los muertos. Sus padres, su hermano, su mujer amada, los hombres que mató, el propio Félix Leiter (Jeffrey Wright). Su tiempo es el tiempo de la muerte, y por eso lo de Sin tiempo para morir está ya mal formulado desde el comienzo: Bond tiene, precisamente, únicamente tiempo para morir. Pero para morir, como debe ser, con sus propios muertos, para volver a ellos, los que fueron las cuerdas invisibles que dirigieron sus manos, sus disparos, sus besos, su sexo, su desesperación, su desgarro, su inteligencia. Los que aquí se cambian de manera fláccida y bobalicona por esa niña en la que se quiere hacer caer el peso de toda la muerte de su propio padre. Mal legado deja Bond a su hija, ya puestos.

    No. Bond hubiera debido vivir para siempre con sus fantasmas o morir definitivamente en su nombre.

    Lo demás es la promesa de redención de los mesías, los visionarios, los profetas y el mal Hollywood. El perdón de los pecados, la compasión, la redención, la esperanza. Pero ya lo decía al principio: Bond no es una figura crística y por eso, precisamente, pudimos confiar en él durante tantos años.


    Aarón Rodríguez Serrano |
    © Revista EAM / Castellón


    Referencias:

    1 ÁLVAREZ, Raúl (2021). «007 no es solo un número». Cine Divergente.

    El perdón Fantasías de un escritor Memoria Clara Sola
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