El difícil camino de la serie B
Crítica ★☆☆☆☆ de «Prisoners of the Ghostland», de Sion Sono.
EE.UU. y Japón. 2021. Título original: «Prisoners of the Ghostland». Director: Sion Sono. Guion: Aaron Hendry y Reza Sixo Safai. Productores: Nate Bolotin, Brian David Cange, Tamotsu Kanamori, Yasuo Kawashima, Mari Matsuda. Productoras: Patriot Pictures, Eleven Arts, Baked Studios, Boos Boos Bang Bang, RLJE Films, Untitled Entertainment, XYZ Films. Fotografía: Sohei Tanikawa. Música: Joseph Trapanese. Montaje: Taylor Levy. Reparto: Nicolas Cage, Sofia Boutella, Nick Cassavetes, Bill Moseley. Tak Sakaguchi, Young Dais, Charles Glover. Duración: 103 minutos.
En la que acaso sea la imagen más potente de Prisoners of the Ghostland, la figura de Nicolas Cage pedaleando sobre una bicicleta con cestillo a través de un páramo radioactivo, podría resumir a la perfección los últimos años de carrera de un actor que toma el dinero y corre de rodaje en rodaje de serie B. Se conocen y se comprenden sus motivos para hacerlo; no así los que han conducido a Sion Sono a tomar las riendas de esta película que patina en casi todos sus aspectos dramáticos y narrativos. Podría pensarse que han sido unas breves vacaciones tras el ataque al corazón que sufrió en 2019, un entretenimiento a la espera de reunir fuerzas para proyectos mayores. Cuesta creerlo si reparamos en que este mismo cineasta, con mimbres parecidos, fue capaz de filmar prácticamente a la vez ¿Por qué no jugamos en el infierno? (Jigoku de naze warui, 2013) y Tokyo Tribe (2014), dos cintas desinhibidas en las que sacaba punta a los códigos del cine de acción japonés de serie B. Sin tomarse en serio a sí mismo, sabía tomarse en serio el cine de derribo en su vertiente natural de divertimento.
Los problemas de Prisoners of the Ghostland empiezan precisamente por su condición de filme insulso, desustancializado, carente de sentido del humor –o, peor, de un humor sin gracia–, sin tono, sin estilo, sin acción; no hay ideas en marcha salvo un par de pinceladas en el retrato de ese Japón alternativo que ha emergido de las ruinas de un desastre nuclear. Tanto Samurai Town como Ghostland, los dos escenarios principales de la película se prestaban a un relato distópico-fantástico con más enjundia, si no en el alcance de la historia, sí al menos en sus posibilidades estéticas y alegóricas. Es inevitable pensar en este sentido en la distancia que hay entre la propuesta de Prisoners y sus referentes más evidentes, desde 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1981) hasta Peligrosamente unidos (Wedlock, Lewis Teague, 1991), pasando por la serie Mad Max. También, y es sintomático de la desgana con que parece escrita y dirigida, de piezas teóricamente menores inscritas en el cine futurista de acción y artes marciales de la Canon, en particular las producciones de Albert Pyun protagonizadas por Van Damme y Olivier Grunner.
Sono se muestra incapaz no ya de elevarse si no de igualar el sentido endiabladamente lúdico de ese cine que primero alimentaba las sesiones dobles de las salas y luego las estanterías de los videoclubes. Lo trágico es que están todos los elementos, pero ni se invoca su espíritu ni se les da la forma adecuada. Si hablamos de personajes, no convence la composición de Héroe (Nicolas Cage), sosa encarnación del antihéroe de vuelta de todo, harto de la vida y a cuestas con un trauma del pasado. Hace falta muy poco para que Cage encienda el piloto automático en esta clase de películas, y aquí es flagrante su desánimo. Tampoco se acierta en la definición del Gobernador (Bill Moseley), típico villano sádico y hortera con pintas de cowboy, que dirige los bajos fondos de Samurai Town desde un burdel conceptualizado desde la sensibilidad de un escaparatista de centro comercial. La única luz en este apartado irradia de Sofia Boutella, que aporta a su Bernice la energía y el convencimiento que le falta al resto de intérpretes. En cuanto al planteamiento del drama, apenas hay sorpresas en el desarrollo de un guion que abusa de situaciones predecibles –la identidad de los fantasmas y la redención final de Héroe se ven a kilómetros de distancia– y en cambio escatima lecturas contemporáneas sobre el heroísmo femenino y evita plantear cualquier debate en torno a la problemática de la energía nuclear en Japón.
▼ Prisoners of the Ghostland, Sion Sono.
Festival de Sundance & Oficial Fantàstic Competición del Festival de Sitges.
Festival de Sundance & Oficial Fantàstic Competición del Festival de Sitges.
«De largo su peor película, Prisoners of the Ghostland desdibuja el horizonte creativo de un autor que hasta ahora se había manejado a su antojo en cualquier género y registro con cierta tradición en su país, del pinku eiga al anime, y, sobre todo, que había encontrado en la rabia adolescente una metáfora perfecta para hablar de sexo, crimen y violencia».
Lo poco que se cuenta, en definitiva, está mal contado porque el guion de Aaron Hendry y Reza Sixo Safai no va a ninguna parte, y porque además la puesta en escena brilla por su ausencia. Para colmo, el montaje avanza a machetazos y las escenas de acción, poquísimas, están resueltas de manera tosca. No hace falta volver la mirada a una cima como Love exposure (Exposición del amor) (Ai no mukidashi, 2008) para recordar que Sion Sono conoce mejor que bien su oficio. Productos pequeños como Suicide Club (El club del suicidio) (Jisatsu sakuru, 2001) o Coldfish (Tsumetai nettaigyo, 2010) ofrecen de sobra evidencias de un estilo, aquí perdido, que lo condujo a ser considerado uno de los mejores cineastas de su generación. De largo su peor película, Prisoners of the Ghostland desdibuja el horizonte creativo de un autor que hasta ahora se había manejado a su antojo en cualquier género y registro con cierta tradición en su país, del pinku eiga al anime, y, sobre todo, que había encontrado en la rabia adolescente una metáfora perfecta para hablar de sexo, crimen y violencia. Seguro que vuelve.
© Revista EAM / Sitges Film Festival