Una joven se retuerce sobre el cadalso real
Crítica ★★★☆☆ de «Spencer», de Pablo Larraín.
Chile, 2021. Título original: «Spencer». Dirección: Pablo Larraín. Guion: Steven Knight. Productores: Jonas Dornbach, Maren Ade, Janine Jackowski, Juan de Dios Larraín, Pablo Larraín, Paul Webster. Productoras: Fabula, Komplizen Film, Shoebox Films, Filmnation Entertainment. Distribuidora: Neon. Fotografía: Claire Mathon. Montaje: Sebastián Sepúlveda. Música: Jonny Greenwood. Reparto: Kristen Stewart, Jack Farthing, Timothy Spall, Sally Hawkins, Sean Harris, Richard Sammel, Amy Manson, Ryan Wichert, Michael Epp, Wendy Patterson. Duración: 111 minutos.
Entendiendo esta historia al son «una fábula sobre una tragedia real» (así nos lo indica una cartela inicial), como toda buena tragedia, Spencer encontrará su comienzo con la llegada a escena del coro de intérpretes; una presentación ordenada, como Dios manda. Una llegada funesta, o eso intuimos por el desfilar pausado de un convoy de camiones sobre la línea del horizonte de una carretera rural: el plano recordaría a aquella mítica llegada del pastor Powell a la granja donde se esconden las dos criaturas de La noche del cazador, gracias a una composición que transfiere todo el enorme peso visual del suelo debajo de la carretera a los vehículos que sobre ella circulan… Ello nos suspende en una expectativa que retoma la siguiente imagen, tan divertidamente inquietante como el resto de metraje. Vamos a atender a la misma carretera, ahora, en un contrapicado que nos coloca a ras de la gravilla que pisarán los vehículos a punto de llegar. Eso sí, el que primero cruce nuestra vista no será un camión sino un faisán que, tan atolondrado como todos los de su clase, pasee por el plano, inadvertido de las enormes ruedas que desde el fondo de la imagen se acercan. Llega el primer camión, que no lo atropella por centímetros aun si lo deja clavado en su sitio. Luego pasa el segundo, el tercero, el cuarto. Toda la caravana, y el faisán a cada coche está a punto de morir, y a cada coche sobrevive hasta el siguiente. Si una rueda tocara el faisán, las butacas del cine quedarían pringadas de unas vísceras nada propias del décor que de la nueva película de Pablo Larraín esperamos. Sin embargo, resulta imposible asistir a tan impepinable sentencia de muerte sin experimentar, por lo menos, un ligero escalofrío.
Habrémonos detenido tanto en la descripción de dicha obertura, primero, porque es en la primera canción que las óperas, hogar de lo trágico por antonomasia, despliegan todo su repertorio. Aquí, la afiladísima crueldad de la condena del faisán resulta deliciosa y clarividente, pues en dos imágenes auspicia la suave tortura que, sobre Diana Frances Spencer, la faisana de la Familia Real británica, va a perpetrarse. Luego, porque demuestra que se necesita de inteligencia, pero también de un afilado sentido del humor (siempre a la distancia justa), para reelaborar cuentos ya contados: qué mejor candidata, entonces, que la pericia de Pablo Larraín, que venía de convertir a Jackie Kennedy en una muñeca de trapo furiosa y encadenada a un sistema tan meloso como punzante. A principios de los 90 la opresión seguirá ahí, aunque sea Navidad, aunque todo vaya (más o menos) bien. Más o menos, claro, porque la plebeya que se infiltró en la Casa Real gracias a su matrimonio con el príncipe Charles había sido expulsada moralmente de su seno mucho tiempo atrás. La película de Larraín seguirá los tres días de celebraciones navideñas en familia que encerraron a Lady Di en la enorme finca de Sandringham, un breve periodo de divertimentos, cazas y banquetes… Pero solo quedará carcasa, para cuando la cámara fije al fin su objetivo en los sedosos pliegues de la soga real.
A años del accidente que acabó con la vida de la Princesa del pueblo, la muerte se cierra ya, quieta y muda, alrededor de su nuca. El truco aquí consiste en pura maña audiovisual. Por ende, Diana comparece a la mansión de Sandringham como si condujera hacia el Hotel Overlook, encuadrado su coche bajo el resguarde todopoderoso de una cámara cenital. A su llegada, las líneas rectas de los edificios dibujan patrones de dimensiones exageradas y una frialdad sobrehumana: es la misma energía que emana del séquito de mayordomos y militares que desfilan, en composiciones rectísimas, al adentrarse en la finca real. Esto es, pareciera que el mundo marcha imparable, y que es cosa de ella si quiere resistirse a él. Los compases suspendidos de Johnny Greenwood, violines al canto, alargan aquellas notas preparatorias que suenan antes de asestar el primer golpe de cuerdas, como si siguieran a Diana, en pleno acecho. También la cámara va siempre por detrás, igual que en una película de miedo. Dentro del edificio, la veremos moverse bien de forma totalmente frontal o justo por detrás, superando la multitud de puertas, cuadros y cortinas que adornan los pasillos del casoplón. Diana va y viene, movida a golpes sucesivos de espanto y de determinación, por el dinamismo de un cuerpo atravesando infinitas capas de colores y texturas en constante fuga. Pero sus piernas no lograrán llevarla nunca a ninguna parte, siempre tendrá por delante más puertas, más cuadros, más cortinas.
▼ Spencer, Pablo Larraín.
Competición | Venezia 78.
Competición | Venezia 78.
«Larraín demuestra su músculo como sólido narrador audiovisual, aunque al final de la cinta se pierda un poco en el automatismo. Quizás entonces el mayor logro de su puesta en escena se encuentre en Kristen Stewart, la aliada perfecta».
Larraín demuestra su músculo como sólido narrador audiovisual, aunque al final de la cinta se pierda un poco en el automatismo. Quizás entonces el mayor logro de su puesta en escena se encuentre en Kristen Stewart, la aliada perfecta. De buenas a primeras, el acento británico forzado, un peinado rubio despampanante y un armario acorde a la época trasladan su registro actoral a aquella presencia amanerada propia de la llamada escuela de la imitación, tan de moda en biopics colectagalardones. En efecto, Stewart imita, en su interpretación lleva al extremo la gestualidad del personaje, que resulta incluso exagerada, manierista. Para empezar, Larraín procura bañar siempre a su personaje de una luz potente y directa, desgajándola del mundo que habita y poniéndola debajo del foco público de forma bastante literal (quien haya subido alguna vez a un escenario sabrá cómo se siente estar bañado por focos de luz ante la oscuridad absoluta). Miedo escénico vuelto al revés, giro foucaultiano al canto, parecería que el público a oscuras siempre está ahí, observándola. Luego está, claro, la rigidez en el acting de todo el resto de elenco, de una lentitud casi marciana… ¿Cómo no va a parecer histriónica la forma de moverse de una persona normal en un mundo regido por la extremísima pulcritud y decoro?
© Revista EAM / 78ª edición de la Mostra de Venecia