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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Maixabel

    La víctima frente al verdugo

    Crítica ★★★★☆ de «Maixabel», de Icíar Bollaín.

    España, 2021. Título original: «Maixabel». Dirección: Icíar Bollaín. Guion: Icíar Bollaín, Isa Campo. Producción: Juan Moreno, Guillermo Sempere, Koldo Zuazua. Productoras: Kowalski Films, Feel good Media, ETB, Movistar+, TVE. Fotografía: Javier Agirre. Música: Alberto Iglesias. Montaje: Nacho Ruiz Capillas. Reparto: Blanca Portillo, Luis Tosar, María Cerezuela, Urko Olazabal, Tamara Canosa, Arantxa Aranguren, Mikel Bustamante, Bruno Sevilla, Jone Laspiur.

    Si por algo se ha caracterizado el cine de Icíar Bollaín ha sido por dar voz a quien, muchas veces, no la han tenido. Con una carrera de más de 25 años como realizadora –como actriz había debutado en una de las obras maestras de nuestro celuloide, El sur (Víctor Erice, 1984), a la tierna edad de dieciséis años, y, desde entonces se habían sucedido notables trabajos en obras como Tierra y libertad (Ken Loach, 1995), Leo (José Luis Borau, 2000) o Nos miran (Norberto López Amado, 2002)– que comenzó brillantemente con la fresquísima Hola, ¿estás sola? (1995), Bollaín ha demostrado una gran sensibilidad a la hora de tratar temas “incómodos” en sus películas, de esos por los que muchos espectadores preferirían mirar hacia otro lado para no querer ver unas realidades que, lamentablemente, están presentes en cada esquina de nuestra sociedad. En Flores de otro mundo (1999) mostró las dificultades que un puñado de mujeres inmigrantes vivían para integrarse en España. En Te doy mis ojos (2003) –su película más aclamada y redonda hasta la fecha– removió conciencias con el durísimo retrato de una mujer maltratada por su marido (un impresionante Luis Tosar que, en su calidad de actor fetiche de la directora, se atrevió a poner rostro a uno de los personajes más monstruosos de nuestro cine, visceral encarnación de la violencia machista que cada año acaba con tantas vidas en todo el mundo). En Mataharis (2007), También la lluvia (2010) –que abordó el tema de la Guerra Boliviana del Agua, marcando paralelismos con la brutal colonización del siglo XVI–, Katmandú: un espejo en el cielo (2011), El olivo (2016), Yuli (2018) o La boda de Rosa (2020), todas cargadas, en mayor o menor manera, de buenas dosis de denuncia social o política, sus protagonistas seguían siendo personajes fuertes e inconformistas, enfrentados a situaciones injustas y circunstancias adversas que no lograban achantarles en sus plausibles empeños. Icíar Bollaín eleva muchísimo más la apuesta en su último largometraje, Maixabel (2021), que llega a las salas de cine después de recibir el aplauso de quienes la disfrutaron en el Festival de San Sebastián, donde se llevó el Premio Cine Vasco.

    Lo que cuenta Maixabel no es fácil. No lo es para todas aquellas familias que han perdido a alguien víctima de la violencia de ETA, evidentemente. Son heridas que nunca terminan de cicatrizar, que continúan abiertas once años después de que la banda terrorista comunicara un alto el fuego general que había dejado un reguero de 854 cadáveres y más de 3000 heridos a lo largo de cinco décadas de terror. “El pueblo que no conoce su historia, está condenado a repetirla”. Esta sentencia tan certera, aboga por la importancia de la memoria histórica para no volver a cometer en el futuro los errores que marcaron el pasado, y es en eso, exactamente, en lo que la película de Bollaín pretende hacer hincapié. Un largo capítulo de la historia de España que, al igual que la triunfal miniserie para HBO Patria (Félix Viscarret, Óscar Pedraza, 2020), Bollaín vuelve a poner de actualidad, no con la intención de reabrir odios y reproches, sino para apostar por el diálogo con el fin de acercar posturas, aun cuando estas no pueden estar más lejanas e irreconciliables, en beneficio de una convivencia futura más llevadera. Maixabel pone en imágenes una historia real, enclavada en 2014, poco conocida y muy necesaria para entender que la empatía y la capacidad del ser humano para perdonar y dejar el odio atrás, para comenzar de nuevo a construir, no conocen límites. La de varios asesinos arrepentidos y desvinculados de la banda terrorista mientras cumplían condena en una cárcel de Álava, que se prestaron voluntarios para participar en encuentros con víctimas de su violencia, a quienes responderían cualquier pregunta que quisieran hacerles. Desde su contundente prólogo, la directora y su coguionista Isa Campo dejan claro que su intención no es la de restar atrocidad al asesinato a sangre fría que los terroristas (Ibon Etxezarreta, Luis Carrasco y Xabier Makazag) cometieron aquel 29 de julio de 2000, cuando se acercaron al político socialista Juan María Jaúregui por la espalda en una cafetería de Tolosa y le dispararon dos tiros en la nuca. De hecho, vemos a los asesinos vanagloriarse de ello y cómo se encararon con los jueces durante su procesamiento, ante la mirada de la desconsolada viuda.

    Esta mujer, la Maixabel del título, es la gran protagonista de la cinta. Una persona rota por el dolor de haber perdido a su esposo cuando este había viajado hasta Tolosa para celebrar sus bodas de plata. Pero, también, una mujer valiente y abierta a sentarse ante los verdugos, mirarles a los ojos y escuchar lo que tienen (y necesitan) decirle. Blanca Portillo está admirablemente contenida en una de esas interpretaciones que nacen desde el respeto y la admiración hacia la persona real a quien rinde homenaje. Sus miradas navegan con maestría desde la indignación y la rabia hasta la compasión, mostrando a una Maixabel Lasa frágil y cercana en sus escenas familiares –maravillosa la contribución de la joven María Cerezuela en el papel de la hija, sobre todo en ese dramático momento en que, sin palabras, recibe la noticia de la muerte de su padre, lanzando un grito desgarrador capaz de encoger el alma del espectador– y a otra más entera y fuerte en sus careos, primero con Luis Carrasco (Urko Oloazabal, magistral en su pulso interpretativo ante la gran Portillo), y, finalmente (y ya fuera de las paredes de la prisión), con Ibon Etxezarreta, personaje que le ofrece a Luis Tosar una nueva oportunidad de demostrar por qué es uno de los grandes actores de nuestro cine. Ambos intérpretes, Oloazabal y Tosar, consiguen el reto de humanizar a estos asesinos que una vez lucharon por una causa nacionalista e independentista en la que creían, pero que nunca se pararon a pensar en los monstruosos métodos. Resulta chocante oírles explicar cómo, antes de su proceso de autocrítica y aceptación de la culpa, no se sentían responsables de ese dolor, escudándose en que sus crímenes no respondían a cuestiones personales, sino que eran objetivos, para ellos anónimos, que se les encargaba hacer desaparecer, sin más. Escucharles confesar que echaban a suertes a quién le correspondería apretar el gatillo en cada misión y cómo ese hacerlo era considerado un privilegio, es algo capaz de indignar y herir la sensibilidad de cualquiera. Pero lo hacen como un acto de sinceridad a alma descubierta, no temiendo dibujar el monstruo que una vez fueron ante la viuda de su víctima para buscar un perdón más fácil.

    Maixabel, Icíar Bollaín.
    Sección oficial del Festival de San Sebastián.

    «Esta es una de las grandes películas del año, una lección de gran cine que se aleja de cualquier afán manipulador para emocionar al espectador y, al mismo tiempo, invitar a la reflexión».


    Más allá del trasfondo político que hay detrás de la historia, que, como su directora dice, daría para muchas películas más, lo que ofrece Maixabel es algo mucho más universal. Habla de personas y de los caminos que tienen que recorrer para sanar sus heridas. Víctimas y verdugos deben recorrer sus diferentes viajes, las primeras para encontrar un sentido a una barbarie que, desde luego, no la tiene, y los segundos, para tratar de enmendar, dentro de lo posible, parte del daño causado, una vez que se han convertido en unos despojos de la sociedad en la que son señalados como traidores por sus ex compañeros de ETA y odiados por el resto. Una historia de arrepentimiento, perdón y redención no demasiado alejada de la ofrecida por Tim Robbins en aquella magnífica Pena de muerte (1995), donde el asesino encarnado por Sean Penn, en el corredor de la muerte, expiaba sus culpas mediante las conversaciones que mantenía con la monja que le dio su Oscar a Susan Sarandon. Ambos relatos cuentan cómo, en última instancia, el mayor enemigo de estos criminales, son ellos mismos, y cómo los años entre cuatro paredes hacen que realicen un exámen de conciencia que les hace sentirse más próximos a sus víctimas y avergonzarse enormemente de lo que hicieron. Maixabel es una obra más que difícil, espinosa, susceptible a crear encendidos debates en unos tiempos en los que el diálogo se está volviendo a perder en nuestro país, pero regala un hermoso mensaje de esperanza en el ser humano que merece prevalecer por encima de cualquier otra lectura errónea que se le pueda hacer. Bollaín ha alcanzado una madurez como directora total, tanto en el trabajo con los actores (todos y cada uno de los secundarios están perfectos), como en el modo en que afronta las escenas más cruciales (las dos reuniones de la protagonista con sus victimarios, jugando al plano/contraplano para exprimir cada gesto estas personas) y la sutileza con la que refleja el tormento interior de sus criaturas –no solo en esa prodigiosa escena en la que Tosar recorre en coche unas calles en las que cada lugar le recuerda los crímenes cometidos, con esos sonidos de disparos o explosiones resonando en su cabeza, sino también en aquellas más intimistas que Ibon comparte con su madre, donde detecta en la cansada mirada de la anciana cuánto dolor creó a su familia–. Esta es una de las grandes películas del año, una lección de gran cine que se aleja de cualquier afán manipulador para emocionar al espectador y, al mismo tiempo, invitar a la reflexión.


    José Martín León |
    © Revista EAM / Madrid


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