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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Dune

    Ejercicios de realidad cinematográfica

    Crítica ★★★★☆ de «Dune», de Denis Villeneuve.

    Estados Unidos, 2021. Título original: «Dune». Dirección: Denis Villeneuve. Guion: Jon Spaihts, Denis Villeneuve y Eric Roth. Productora: Warner Bros Picture y Legendary. Productor: Cale Boyter, Joseph M. Caracciolo Jr., Mary Parent y Denis Villeneuve. Música: Hans Zimmer. Fotografía: Greig Fraser. Montaje: Joe Walker. Reparto: Oscar Isaac, Zendaya, Timothée Chalamet, Jason Momoa, Rebecca Ferguson, Josh Brolin, Javier Bardem y Stellan Skarsgard.

    «La Naturaleza ama ocultarse».
    «Para comprender basta estar despierto antes que dormido».
    Heráclito.


    En varios momentos, Paul Atreides (Timothée Chalamet) tiene visiones o sueños de un sitio donde se supone no ha estado y no conoce. En ellos siempre encuentra a su oráculo particular, una joven con ojos azules. La adaptación de Denis Villeneuve de Dune (2021) empieza precisamente con esa joven, Chani (Zendaya), y su voz en off como inquietante maestra de ceremonias hablándonos (¿al espectador?) o hablando (¿al protagonista?) sobre Arrakis, es decir, propone comenzar el relato con una duda, un recelo, de lo que se está mostrando. ¿Sueño o realidad? El misterio reside en su propia materialidad, el enigma está enclaustrado en el interior de esos primeros planos de Arrakis, en esas motitas blancas que danzando en el aire reflejan a la especia melange. Sigue hipnotizándonos Chani con su voz: «mi planeta es tan bonito cuando se pone el sol y sobre la arena se puede ver la especia flotar». No deja de resultar paradójico que circunscrito dentro de los límites del género, la ciencia ficción y fantasía, es decir al otro lado de la «realidad», podamos descubrir la «verdad», ser testigos de su desvelamiento.

    La revista cultural Jot Down, en su versión audiovisual, hace un par de años comenzaba una serie de entrevistas. La primera fue entre Antonio Escohotado y Marta Peirano acerca de quién decide la verdad. El filósofo se preguntaba «¿en qué se distingue la realidad de cualquier otra cosa». Y él mismo, aliándose con su traviesa prepotencia de niño repelente Vicente, respondía frente a la periodista: «En el infinito pormenor que la rodea. Toda cosa real es interminable, en el espacio, en el tiempo, en los detalles. Toda cosa fantaseada, por ejemplo una utopía, un sueño, una fantasía, ¿a qué ahí no hay infinitud por ninguna parte? Preguntas al personaje que sale en un sueño de qué color son sus calcetines y no lo sabes porque no es real. Cualquier cosa real, aunque sea un fragmento… Fíjate cuando entra un rayo de sol en una habitación y de repente aparecen cositas que flotan, todas se mueven. Si a cada una de ellas las sometemos a un microscopio, encontraríamos semicontinentes como Tasmania. Esa es la realidad, lo inagotable, lo que no necesita que nosotros lo veamos». Ver la especia revolotear caóticamente por las dunas escenifica el pensamiento de Escohotado y además ser testigo, suscita más preguntas que respuestas, entre otras muchas cosas porque es la primera vez que se detalla la melange tan gráficamente. Ni Lynch con su versión «dinodelaurentiniana» (Dune, 1984), ni la versión televisiva de Harrison en el 2000 se pararon a pensar en esas cosas. Precisamente la monumentalidad de Villeneuve, que también es la de Frank Herbert, se nutre desde el sustrato más insignificante: «Siempre me ha fascinado la idea de ver algo en miniatura pero al mismo tiempo expandido hasta el macrocosmo».

    Las palabras del escritor, extraídas de una conversación con el profesor Willis E. McNelly en 1969 sobre el origen de Dune (1965, editorial Chilton Company y en España editorial Acervo en 1975), reflejan esa consolidación narrativa en lo nimio. La grandilocuencia de Dune descansa en sus fragmentos, su infraestructura reside en sus piezas. El director canadiense lo ha conseguido, nos ha hecho ser coparticipes de una realidad cinematográfica, en esos primeros minutos del armazón creativo del filme nos ha compartido su secreto, nos apunta a esas partículas de especia en suspensión y nos invita, de alguna manera, a vivir la experiencia en Arrakis como si fuésemos el propio Paul Atreides. Ahora sí que se entiende un poco mejor el concepto de especia, donde quedaba un tanto difuso en la versión lyncheniana y no digamos del esbozo de la jodorowskiana, y también comprenderemos el viaje que emprende el protagonista, la actitud que va formándose en el héroe que no es otra que su despertar. Paul pone su primer pie en Arrakis y la superficie arenosa parece temblar, como si fuese una ramificación del cuerpo del gusano de arena desplazándose debajo de las dunas. Ya no existirá marcha atrás, la credibilidad no se cuestiona, como si fuese otra faceta de Paul, esta vez de cariz negativo, la dictatorial que veremos desarrollarse a lo largo de las páginas de Herbert en las sucesivas novelas y que aquí es escenificada en un reproche a su progenitora, Lady Jessica (Rebecca Ferguson). Estamos preparados para la verdad de las cosas, es decir, para su «realidad».

    Dune, Denis Villeneuve.
    La grandilocuencia de Villeneuve y Herbert.

    El director canadiense lo ha conseguido, nos ha hecho ser coparticipes de una realidad cinematográfica, en esos primeros minutos del armazón creativo del filme nos ha compartido su secreto, nos apunta a esas partículas de especia en suspensión y nos invita, de alguna manera, a vivir la experiencia en Arrakis como si fuésemos el propio Paul Atreides.


    «Los sueños cuentan buenas historias pero lo que importa pasa cuando no dormimos». Duncan Idaho (Jason Momoa) intenta dar una explicación a las visiones de su señor y amigo Paul. De alguna forma esta frase conecta con la de Heráclito que abría este texto, refuerza el hecho defensivo, el motivo de alerta al que tiene que estar sometido el joven si quiere sobrevivir en Arrakis. Paul tiene que despertar, su vida en Caladan ha sido un dulce sueño, tiene que confrontarse con la realidad más dura, la traición y la destrucción de los suyos. La caída de la Casa Atreides en Arrakis responde a la Parca, de alguna manera se refleja en su lema «No hay llamada que ignoremos, ni fe que traicionemos», Paul tiene que morir para poder renacer, de hecho será dado por muerto y en su proceso de vuelta del más allá, en su transformación de Kwisatz Haderach, será fundamental su Madre, un miembro de la hermandad Bene Gesserit que le ha introducido en sus artes telepáticas. Una vez caída la estirpe Atreides, el papel que jugará el desierto se tornará capital. Hasta ese momento, con las visiones y los libros audiovisuales, se iba confeccionando un carácter exótico del planeta desierto, una mirada exterior con su gente y su cultura, pero será una vez traspasadas las inefectivas murallas escudos de Arrakeen, cuando Paul realmente se inmiscuya en Arrakis, solamente cuando su vida esté en peligro podrá empezar a darse cuenta de la realidad que lo rodea, como si fuese esa tienda de campaña fremen que almacena el sudor y las lágrimas de una noche infinita en el desierto.

    Habría que resaltar que la idea del desierto no es caprichosa, no es algo accesorio como si fuesen esas colecciones de planetas que inundan la biografía de Star Wars, aquí también ayuda a representar esa realidad cinematográfica. Frank Herbert fue un estudioso de las religiones, su padre fue Jesuita, y como todos sabemos muchas de ellas se crearon en una atmosfera desértica, desde la cristiana hasta la musulmana pasando por la hebrea; pero además está el gusto del escritor por la figura mesiánica que en la propuesta de Villeneuve solamente podremos vislumbrar un poco. Y esto nos lleva a arrancar el motor referencial que une a Herbert con Villeneuve, que no es otro que T. E. Lawrence y David Lean, o mejor dicho, su biografía conocida bajo el título de Los siete pilares de la sabiduría (1926) y su adaptación cinematográfica Lawrence de Arabia (1962). Para el creador de Dune, el libro de Lawrence fue una importante inspiración sobre la concepción del término líder. De alguna manera el discurso de Herbert: «Los líderes amplifican sus errores por aquellos que les siguen sin cuestionarlos», reverbera en la historia de Paul Atreides como si fuese el teniente británico uniendo a las diversas tribus arábicas frente al enemigo turco y para el director, la presencia cinematográfica del desierto en el filme de Lean fue crucial. El desierto no es simplemente una geografía a descubrir, es una experiencia y, por tanto, construirla implica también una vivencia, creativa y física que se puede ver en toda la película. La sensación megalítica es casi barroca, la opción de poder rodar con cámaras Imax da sus frutos cuando se deshace de la versión 3D ortopédica que algunos cines han exhibido para sus bolsillos. Herbert también incide en el decorado del poder: «Y los líderes carismáticos tienden a acumular seguidores, estructuras de poder y esas estructuras de poder son tomadas por gente corruptible».

    La «realidad» se va edificando trozo a trozo, o mejor dicho, se va difuminando imagen por imagen y lo que partió como una injerencia natural en el orbe humano, la intromisión de las dunas afectando a ciertos tramos de una autopista perdida en Florence, Oregón, atrayendo la curiosidad del escritor, es también una crónica ficticia sobre las aspiraciones del ser humano por controlar la naturaleza, algo a lo que está irremediablemente forzado a perder.


    Esa escenografía de poder es el hábitat de las Casas que podrían hacernos recordar a las de otro escritor, George R. R. Martin, cuya obra, Canción de hielo y fuego, también ha sido adaptada al medio visual. Pero no confundamos las cosas, si hoy en día la Casa Lannister o la Casa Stark nos suenan es porque antes hubo una Casa Harkonnen, Atreides o Corrino. Todas conforman una miríada de esferas de dominio, que funcionan como faros que alumbran el mundo de Poniente. Puede que dentro de cada universo existan diferencias notables, sustanciales, pero no hay duda que tanto el mundo de Arrakis como el de Westeros conforman vasos comunicantes cuyas diégesis beben de la imaginación de sus creadores contextualizadas bajo un pasado histórico a su medida, a su connivencia, al fin y al cabo no dejan de ser interpretaciones fantásticas cuyos puntos de partida se generan desde una «realidad» concreta y contemporánea. Esa representación del control tiene que ser material, visible, y el Dune de Villeneuve sigue ese patrón, es su manera de aproximarse o justificar esa intervención sobre la melange: «quien controle la especia controlará el universo». Una influencia que ya nos lo recordaba Herbert en la entrevista citada cuando hablaba de los orígenes de su obra en el lejano 1953 del siglo pasado: «Todo nació de un artículo sobre el control de las dunas de arena, […]. Cómo controlar el flujo, la corriente de las dunas de arena».

    Pero no solamente es un control físico sino psíquico como nos lo escenifica la figura del Mentat, auténticos seres humanos computadoras o el arte de la orden Bene Gesserit que ya hemos nombrado. La «realidad» se va edificando trozo a trozo, o mejor dicho, se va difuminando imagen por imagen y lo que partió como una injerencia natural en el orbe humano, la intromisión de las dunas afectando a ciertos tramos de una autopista perdida en Florence, Oregón, atrayendo la curiosidad del escritor, es también una crónica ficticia sobre las aspiraciones del ser humano por controlar la naturaleza, algo a lo que está irremediablemente forzado a perder. Los Harkonnen han estado esquilmando Arrakis durante años por orden del Emperador y ahora serán los Atreides, por un mismo mandato imperial quienes les suplanten. El planeta cambiará de amo pero seguirá siendo explotado por el hombre, uno extranjero, ajeno a sus reglas, a sus costumbres fremen, a los habitantes del desierto, aquellos que viven sepultados en sietch para poder sobrevivir y que serán la pieza estratégica para conseguir la paz en Dune y el germen de la rebelión contra el Emperador.

    Agua y arena, elementos reales que al mismo tiempo se superponen uno sobre otro o viceversa. Imagen y reflejo, un plano que los emparenta: la mano de Paul mojándose en su planeta de nacimiento y después sumergiéndola en la arena del planeta que lo acogerá. Las dunas de Arrakis y las olas de Caladan no dejan de ser representaciones de un mismo ecosistema y de un gesto, construir una «realidad» donde la inmersión es total, donde nos ahogamos en un espacio por un tiempo limitado y nos olvidamos de todo lo demás. Solamente construyendo una alteridad se puede llegar al concepto cinematográfico de realidad. No estamos tan lejos de aquellos espectadores que se levantaban de sus asientos o giraban sus cabezas por temor a que fuesen arrollados por una locomotora en La llegada de un tren a la estación de La Ciotat (L’arrivée d’un train en gare de La Ciotat, Auguste y Louis Lumière, 1895).


    José Amador Pérez Andújar |
    © Revista EAM / Madrid


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