Il cinema è chiuso: entre la evocación y el recuerdo
Como le hubiese gustado a Walt Disney el comienzo de Luca con esa canción, a modo de telón teatral ascendiendo sobre el icónico castillo y el más simbólico flexo:
«Non ti fidar
di un bacio a mezzanotte
se c’è la luna non ti fidar.
Perché, perché
la luna a mezzanotte
riesce sempre a farti innamorar».*
Habría que retrotraerse a 1948 cuando Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941) se estrenó en Italia y los creadores de Un bacio a mezzanotte (1952), Quartetto Cetra, doblaron los coros de la película. Disney quedó tan encantado con sus voces que incluso les mandó una carta de felicitación por su trabajo, abriendo la vereda a nuevos proyectos de doblaje como Música, maestro (Make Mine Music!, Clyde Geronimi, Bob Cormack, Hamilton Luske, Josh Meador y Jack Kinney, 1946) estrenándose un año después, o Tiempo de melodía (Melody Time, Wilfred Jackson, Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Jack Kinney, 1948) haciéndolo tres años más tarde en suelo transalpino. Y es que la voz de Lucia Mannucci, acompasada por las voces masculinas del grupo («po-po-po-pá»), encanta tanto como la luz de la luna, protagonista absoluta del hechizo por el cual «uno no debe fiarse de un beso a medianoche si hay una luna, porque la luna de medianoche siempre se las arregla para hacer que te enamores».*
Será cuestión de segundos pero suficientes para establecer las coordenadas de por dónde irá el relato, porque una vez que aparezca las primera imagen, un bote, el «Gelsomina», aventurándose a mar abierto, de noche, acompañado por el fulgor de la luz de la luna rebotando sobre su superficie, dejando atrás la pequeña bahía de Portorosso, la tonada se fundirá fugaz con el peculiar diálogo que mantienen un par de pescadores, poco menos que una conversación entre el «mito» y el «logos». Giacomo (Giacomo Gianniotti), el joven pescador, temeroso, cuestiona la zona de pesca próxima a una isla, territorio del «mito», donde parece ser que ha habido avistamientos de monstruos marinos; mientras Tommaso (Gino La Monica), el veterano, le frena en seco con su personal «logos», explicándole que es solo una gran mentira, que esa área no deja de ser una de las mejores zonas para capturar peces. Pero lo «extraordinario» siempre estará listo para cualquier «razón», cuestionándola. Sobre un mapa veremos las diferentes representaciones monstruosas, como si los alrededores de la isla nos recordasen a los límites de una terra incognita medieval, aquella que una vez traspasada haga ver dragones. Lo «maravilloso» se refuerza con la presencia de uno de ellos, Alberto Scorfano (Jack Dylan Grazer), guía y «celestino» de Luca Paguro (Jacob Tremblay), el protagonista de la fábula, cuando en su búsqueda de objetos en la superficie, cual Wall-E (Andrew Staton, 2008), es pillado in fraganti haciendo que casi le pesquen.
En la recopilación de relatos gráficos llevada a cabo por Kazu Kibuishi, a modo de antología, llamada Flight (Villard Books, 2007), su primera historia era un poema visual llamado Air and Water de Kean Soo, inspirado ligeramente en Antoine de Saint-Exupéry y su pasión por volar y donde Casarosa homenajeaba a cierto personaje «miyazakiano», cuyo nombre sería más tarde topominizado en el escenario donde Luca, Alberto y Giulia (Emma Berman) vivirán su coming of age: Porco Rosso (Kurenai no buta, Hayao Miyazaki, 1992). Pero, además, y observando la página de la izquierda, comprobamos el singular estilo de su creador: el detalle con el que afila su pincel para poder agarrarse a cualquier minucia que implique una evocación, ya no sólo de otros creadores, sino también aquello que es recordado, traído a su imaginación. Sin bocadillos y sin prácticamente palabras, las que hay corresponden al poema y están ubicadas en los márgenes de las viñetas, deja caer todo el significado en la expresividad del dibujo, atrayéndonos a ese interior, a esa pequeña cabina del piloto, habitada por mecanismos que pueblan el poema. Lo pequeño resulta simbólico en el proceso evocador, aquello diminuto que ha sucedido en el gran pretérito de nuestras vidas, se revuelve contra el olvido para desafiarlo y poder persistir en la memoria. La luna es también otro ejemplo de maridaje entre evocar y recordar, sin dejar de lado a Saint-Exupéry, pero esta vez poniendo el timón en su obra literaria, concretamente en El principito (Le petit prince, 1946, Éditions Gallimard), nos traslada a otra fábula donde la escenografía marítima, diría que mediterránea, reverberará en Luca de muchas maneras, pero hay una que nos hará imaginar un curioso diálogo entre ambas propuestas utilizando como elemento conector algunos objetos que habitan en sus relatos.
Luca, Enrico Casarosa.
Aquí tenemos un momento importante en La luna, una intersección se le aparece al pequeño protagonista de la historia, cuando tiene que decidir qué herramienta escoger para realizar su trabajo. Ambas elecciones recaen en una escoba, por un lado la que observamos en el plano de arriba, que representa a su abuelo imitando su barba, y por otro la que escenifica a su padre imitando su bigotillo. Al final un evento imprevisible hará escoger al niño su opción, sin necesidad de elegir las existentes, y ese mismo evento nos regalará un micromomento extraordinario: siempre veremos a los dos adultos refunfuñar y nunca podemos mirar sus ojos porque su correspondiente barba y bigote, tan espesos, nos lo impiden, quizá también a ellos mismos les obstaculiza ver las cosas de otra manera, a modo de anteojeras equinas. La actitud del niño ante el evento hará, por primera vez, que tanto el abuelo como el padre, sorprendidos del hecho, «abran sus ojos» y podamos mirárselos, revelándonos de esta manera que solamente uno es dueño de su destino, por muy niño que sea, y que solo uno es el que tiene la potestad de su elección, sin presiones, incluidas las familiares, de ningún tipo. Saltamos de ficción, una escoba, en el lado izquierdo del plano, asoma en una esquina de la casa de Giulia cuando decide traer a sus nuevos amigos a conocer a su padre Massimo (Marco Barricelli). Como si ese detalle nos hiciera regresar a esa primera aventura, mágicamente nos la evoca, y por si fuera complicado poder observarla, siempre nos quedará la efigie titánica del padre de la niña para recordarnos que si no es el mismo personaje de La luna, al menos debe ser uno de proximidad hereditaria. De esta manera, es normal que también en Luca germine su caladero referencial.
Dentro del recuerdo homenajeado, destaca todo un sustrato obvio donde quizá Miyazaki parezca aglutinarlo todo, sobre todo cuando los protagonistas aparezcan en Portorosso, pero también no tenemos que olvidarnos de su callejero, auténtico mapa creativo artístico italiano (por ejemplo en el plano correspondiente a Luca, el nombre de la calle que pasan es Via De Amicis, en claro homenaje al escritor Edmondo De Amicis y su famoso Corazón, Cuore, 1886), pero no nos detendremos en el juego autorreferencial porque, bajo mi punto de vista, existe algo mucho más subterráneo, como si se tratase de «esas profundidades» adonde los padres de Luca quieren mandarlo, más interesante que se va construyendo alrededor de esa evocación y ese recuerdo del que hemos hablado, solidificándose en una gran masa arquitectónica. Pero antes tenemos que salir un momento de la película, de su análisis también, para escuchar lo que le decía Rafael Azcona a David Trueba en su documental Oficio de guionista (2007), porque, aunque no lo parezca, nos regalará una valiosa pista acerca del modo de mirar Luca:
Le decía el maestro al director: «Yo a lo que me dedico, en la medida de lo posible, es a un cine que viene de la vida en cambio hay un cine que viene del cine. Ese a mí no me interesa nada». Tarea difícil la de observar los alrededores, ser consciente de su poder evocador, tratar la vida como si fuese un escenario, sin ser consciente de ello quizá, pero nutriéndose de momentos, sucesos, que van amoldando los recuerdos de cada uno, dejando entrever un quicio por donde la ficción pueda penetrar imbricándose con la «realidad», otorgándole un cierto grado de veracidad en aquello que cuenta o una cierta credibilidad en aquello que pueda sugerir. Luca se desarrolla en una época estival de una zona costera italiana, presumiblemente en los años cincuenta del siglo pasado. El tiempo cálido (de)muestra que algunas sociedades pueden vivir más afuera que otras, que en unas germinan seres más extrovertidos que introvertidos. La vida borbotea en cada rincón de Portorosso, sus gentes se (inter)relacionan trabajando, jugando o riendo al ritmo de los rayos solares. El centro de la plaza, auténtico ágora social, es el lugar del encuentro, todo el mundo coincide allí, independientemente de su posición social, y es el lugar donde alberga una serie de edificios entre los que destaca uno por su centralidad y su condición. Ubicado justo en el centro mismo de la plaza, el cinema tiene frontalmente una fuente, ligeramente escorada hacia la izquierda, y la propia bahía saludándolo, pero además, lo que más llama la atención, es que siempre está cerrado. La vida no deja de fluir alrededor del mismo, pero el cinema permanece apartado, sellado para sus habitantes, quizá alguno se quede contemplando alguna de sus carteleras pero poco más de atención le prestarán. Esto para los amantes de la cinefilia es poco más que un sacrilegio, cualquiera que haya visto Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore, 1988) sabe de lo que hablo.
Puede que «il cinema è chiuso» pero eso no significa que las historias dejen de producirse a través de un valiente ejercicio de evocación y recuerdo. Casarosa parece decirnos al final que lo más importante es recordar, algo por otra parte sentenciado por el de Rímini con su inagotable Amarcord (Federico Fellini, 1973).
El colmo no se hará esperar, incluso los protagonistas y antagonistas de Luca dan la espalda al cinema. Es como si lo que tienen de frente, el contraplano, es mucho más interesante que lo que se esconde en esos soportales que sirven de base a la sala. Es más, si cogiésemos la cartelera de 20.000 lenguas de viaje submarino, pareciese estar troceada en los diferentes planos en los que aparece, nunca lo hace al completo como sí lo hace el póster de la película de Wyler por ejemplo, pero el de Fleischer parece fragmentado. ¿Una sintomatología cinéfila tal vez? ¿No se supone que un cinema es el lugar de la ilusión, el entretenimiento, la diversión, el drama? Entonces ¿porque esta aptitud de rechazo? Como si su cierre fuese la expresión máxima de su olvido. Solamente puede haber un motivo para tal desconcierto: la vida se ha convertido en una película, cuyos protagonistas ya no son aquellos que pululaban por Cinecittà, sino la gente de la calle conviviendo con sus problemas y en algunos casos sobreviviéndolos. Esto lo sabía muy bien, y con mucha más antelación que otros, Pasolini cuando decidió rodar los rostros de los habitantes de las «borgates romanas» en sus primeras películas como Accattone (1961) o Mamma Roma (1962), mezclándolos con actores de la talla de Anna Magnani o mucho antes que el boloñés, hablando de la «Nannarelle», Rossellini y sus Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945), Paisà (1946) o Alemania año cero (Germania anno zero, 1948). Bien, ¿qué nos quiere decir Casarosa con esto? Que no hace falta ir a ver 20.000 leguas de viaje submarino para sentirse identificado con la aventura marítima, ya tenemos a Luca vestido con un buzo o en su forma monstruosa, cuando se sumerge en las profundidades, para saberlo o por ejemplo no hará falta ver a Gregory Peck o Audrey Hepburn andar en vespa porque Luca y Alberto ya lo han soñado antes. A los habitantes de Portorosso y a los actantes de Luca no les hace falta un cinema porque ellos mismos son protagonistas de sus propias ficciones, el drama de sentirse traicionado (Alberto), la angustia de la impotencia (Giulia), el ejercicio del poder más despótico (Ercole – Saverio Raimondo), incluso la fantasía no nace del cinema, va al pueblo en forma de monstruos marinos. Puede que «il cinema è chiuso» pero eso no significa que las historias dejen de producirse a través de un valiente ejercicio de evocación y recuerdo. Casarosa parece decirnos al final que lo más importante es recordar, algo por otra parte sentenciado por el de Rímini con su inagotable Amarcord (Federico Fellini, 1973).