La vuelta a casa (II)
Segunda crónica de la 27ª edición del Festival Ibérico.
Si juntásemos todos los finales de la mayoría de los títulos de John Ford, o de otros cineastas norteamericanos cuyos propósitos coexistan en una misma línea dentro del western o dentro de los márgenes del cine clásico, hallaríamos en sus happy end una excelsa pasión por la historia, por el pasado y el presente, las raíces, o en el caso concreto de Ford por sus orígenes irlandeses, las canciones populares o la liturgia militar. Cualquiera de estos paradigmas ofrece desenlaces en función de la manera que tenemos de asociar los recuerdos y filmar la vuelta al hogar, sintaxis que muchos cineastas han llevado a cabo por medio del montaje. Me viene a la memoria todo el periplo existencial y vital de un director como Nicholas Ray que pasó fuera de Estados Unidos buena parte de sus años de crisis. El director de 55 días en Pekín (1963) volvería a integrarse en su mundo a través de un proyecto experimental llamado Nunca volveremos a casa (1973), en el que grabaría miles de horas junto a sus alumnos del Harpur College de Nueva York en un montaje eterno en el que no dejaría de trabajar hasta su muerte. Una especie de obra inacabada que mutaba en cada salto de pista o de corte en el montaje. Ray indagaría en el sentido mismo de la fragmentación cinematográfica, con una crepuscular dicotomía entre el fondo y la forma en el que alternar múltiples formatos y texturas. A lo largo de los años la película se ha ido revalorizando como testimonio de una mente prodigiosa, librándose de toda conjetura o ética artística. Cuando vemos los trabajos a competición, los cortometrajes de esta edición para ser mas exactos, comprobamos que las narrativas están siempre sujetas a una brillante idea de montaje, y una libertad creativa mucho más flexible debido al carácter multifuncional y heterogéneo del formato corto. Godard decía que «el cine es la belleza que dura poco», por eso fanáticos del montaje como Ford o Ray darían beneplácito y razón a esta (nueva) edad dorada del cortometraje. En un momento de incertidumbre en el mundo de la exhibición y la cultura, que muchos grandes directores estén volviendo al corto, o que muchas de estas películas incluso gocen de estrenos multitudinarios en salas de cine, supone un indicativo importante del nivel en el que nos movemos.
Nos movemos dentro de un coche mientras la ciudad se asoma a las ventanillas erguida en formas verticales. La poética de la noche da rienda suelta en Interior taxi noche (Silvia Rey, Ibán del Campo, 2020), basada en la experiencia de uno de los directores y grabada como homenaje al programa de TV de cámara oculta Taxicab Confessions. Horas de rodaje que surgen y brotan como un bello retrato de la soledad, con la ciudad de trasfondo indagando en poéticas afines a los reflejos de cineastas de la talla de Martin Scorsese o Jim Jarmusch, obcecados y preocupados por los garitos de copas, el jazz, las noches en vela, las conversaciones interminables con un extraño, etc.… El grano del formato, y la sensación constante de imagen vaporosa, hacen de la propuesta un nostálgico obsequio a la ciudad de Nueva York, y a la vida errante e inestable de muchos directores de cine.
Dar Dar (Paul Urkijo Alijo, 2020), retoma manifestaciones del horror contemporáneo y sigue la tendencia de su director de entablar diálogos con un terror local, basado en las tradiciones y leyendas negras de las zonas más rurales. Urkijo con amplia experiencia en el cortometraje y autor del largo Errementari (2017), mantiene intactas sus obsesiones y filias con un relato en el que priman los estímulos visuales, desde el elegante uso del blanco y negro o de la iluminación, hasta la majestuosidad de los encuadres. Una cinta que apenas necesita coyuntura de los diálogos apostando fuerte por el torrente expresivo de la puesta en escena. Aquí el hogar es un estado de miedo, opresión, dada la usencia de la madre, que saldrá diariamente al exterior para cazar y una niña que albergará los fantasmas de su interior en medio de la soledad. Evoca a un tipo de terror atmosférico, muy en la bisectriz de otros títulos de terror recientes como Babadook (2014), Nunca apagues la luz (2016), o al fantástico de Guillermo del Toro.
▼ O nosso reino, Luis Costa; Dar Dar, Paul Urkijo.
Purasangre, César Tormo; Interior taxi noche, Silvia Rey, Ibán del Campo.
Purasangre, César Tormo; Interior taxi noche, Silvia Rey, Ibán del Campo.
Godard decía que «el cine es la belleza que dura poco», por eso fanáticos del montaje como Ford o Ray darían beneplácito y razón a esta (nueva) edad dorada del cortometraje. En un momento de incertidumbre en el mundo de la exhibición y la cultura, que muchos grandes directores estén volviendo al corto, o que muchas de estas películas incluso gocen de estrenos multitudinarios en salas de cine, supone un indicativo importante del nivel en el que nos movemos.
Si hay algo que me gusta, y mucho, del nivel de los cortometrajes de este año, es cómo se integra crítica social para remover conciencias sin caer en el subrayado o en el ingenuo panfleto ideológico. Por un lado, L´Estrany (Oriol Guanyabens Pous, 2020) (imagen de cabecera), aborda el espinoso tema de la pederastia sabiendo hacer uso de las miradas fuera de campo y un estilo perfectamente integrado en los entornos salvajes de la naturaleza. Sobrecoge su punzante retrato del dolor a través de planos fijos como el de la tienda de campaña, filmado en registros nórdicos, con decisiones que harían las delicias de un Michael Haneke o Lars Von Trier. El director potencia el relato bajo el punto de vista del niño, aunque solo sea porque la elipsis narrativa cae del lado de la víctima. En otro espectro, o lado de la balanza tenemos Ehiza (Colectivo Hauazkena Taldea, 2020), cinta de animación experimental acerca de temas de candente actualidad. En 1969 el pintor abstracto Rafael Ruiz Balerdi dirige Homenaje a Tarzán, su única obra cinematográfica, un corto animado dibujado sobre celuloide sin emulsionar que supuso una revolución en su época. Ehiza es la continuación de aquel extraño continuará con el que el pintor acababa su película. Las diferencias residen en la temática, ya que mientras Balerdi optaba por construir un alegato en contra del colonialismo, el colectivo Hauazkena retrata la crudeza de nuestro tiempo dibujando la realidad de una sociedad inundada de violencia y destrucción.
En la sección oficial tampoco faltan las cintas de contenido político. Con Mindanao (Borja Soler, 2020), me asaltan serias dudas a la hora de clasificar una propuesta que bordea el ridículo en numerosas ocasiones sin saber muy bien si se buscan las intenciones paródicas o son fruto de clichés asumibles a este tipo de radiografías. No ayuda la caracterización de Carmen Machí, alcaldesa de una ciudad del Levante que pasa sus últimas horas antes de que sea detenida por un caso de corrupción, con evidentes paralelismos a la difunta Rita Barberá. Esa sensación impide a veces conectar con otros aspectos interesantes del relato, como su historia de amor o el trasfondo amargo, melancólico del personaje principal, en incipiente caída libre. El ritmo transita derroteros parecidos a los del cine de Rodrigo Sorogoyen, un arquetipo al que muchos cineastas están agarrándose, en esa ciénaga de frenesí y música electrónica. Pese a todo, Mindanao es una obra sugestiva, en el que Soler saca un partido enorme de los espacios privados, de las dependencias de un baño o de una habitación de hotel, y que finalmente posee una tristeza encubierta, en ese ensueño de fugarnos a una isla desierta.
Nadie capta la ausencia, o mejor dicho, la presencia de lo ausente, como Antonioni. Cuando asistimos a las primeras imágenes de O nosso reino (Luis Costa, 2020), entablamos en la mente diálogos con ese mismo tipo de cine. Pienso en Michelangelo Antonioni y sobre todo en El Eclipse (1962), uno de sus títulos fundacionales para teatralizar, coligar vasos comunicantes que nos piloten a lugares ocultos, igual de secretos, igual de profundos. Para Costa, su cortometraje respira ausencia sabiendo filmar con detalle todos y cada uno de los elementos que rodean a la escena. Como hacía Antonioni en el abrumador final de El Eclipse, el realizador portugués también nos lleva de la mano a entrever los silencios, a saber mirar en lo desconocido, recorriendo la naturaleza, escuchando el crepitar del fuego, los árboles mecidos por el viento. Es una de las mejores obras a concurso, y a su vez es una de las más codificadas, de las menos fáciles de digerir, todo en ella es una puerta abierta que nos conduce a otra, un laberinto en espiral en el que perdernos. Las influencias no quedan solo en el maestro italiano, se asoman a otros precipicios que tienen la misma fuerza expresiva gracias a un lenguaje colateral al de los grandes nombres del cine ruso, Tarkovski a la cabeza (ese formato en 4:3), y en una imagen final colgante, suspendida, que entrecorta la respiración. O nosso reino quebranta los límites de la pantalla, donde sus personajes transitan en un mundo fantasmagórico. Un lugar en ninguna parte.
El broche de oro de la noche del jueves lo pone Purasangre (César Tormo, 2021), una ácida y divertidísima sátira de humor negro que une puentes con el indie norteamericano, o las historias de marginados del cine de Todd Solondz (Bienvenidos a la casa de muñecas, Happiness, Palíndromos, etc.). Toda una censura a los constructos familiares y a la presión de los padres sobre los hijos. Ana (Ada Tormo) tendrá que librarse del yugo de unos padres que para nada tienen en cuenta los intereses de la hija en una batalla con un dibujo a carboncillo como germen del relato. Destaca la musicalidad de la cinta, con canciones a cámara, y el ritmo trepidante, sinfín, de los diálogos.
© Revista EAM / Badajoz
▼ Mindanao,
Borja Soler.
Borja Soler.