Dios y el Diablo en África
Crítica ★★★☆☆ de «Karen», de María Pérez Sanz.
España, 2020. Dirección: María Pérez Sanz. Guion: María Pérez Sanz y Juan Carlos Egea. Compañías productoras: Redantfilms, Siete Hachas. Fotografía: Ion de Sosa. Montaje: Christina Rosenvinge. Reparto: Christina Rosenvinge, Alito Rodgers e Isabelle Stoffel. Duración: 59 minutos.
Hay en Karen, segunda película de María Pérez Sanz, una oposición latente a replegarse bajo las murallas del biopic, a dejarse seducir por la oportunidad de ilustrar con fidelidad literal los episodios de una vida sobre la que Hollywood ya había fantaseado en Memorias de África (Out of Africa, Sydney Pollack, 1985). La cineasta parece tener claro que «relatar» a la escritora Karen Blixen supone contribuir a ese embalsamamiento de su figura al que ha sido sometida después de que falleciera en 1962. Las imágenes de Karen manifiestan el impulso de liberarla de su mitificación. Es lo que hacen la cineasta y su director de fotografía, el portentoso Ion de Sosa, en esos segundos inaugurales que retratan al somalí Farah haciendo salat en la silenciosa sabana, circundado por paisajes abrumadores, de opresiva belleza, que apenas llegaremos a ubicar de un modo concreto en el orden narrativo de la ficción. Porque estas montañas, lagos y valles apelan tanto a un marco físico como a uno de talante espiritual. Sobre la relación con el paisaje, narraba Blixen en sus Memorias de África (1937) que «nosotros, mandando y siempre con prisas, chocábamos frecuentemente con el paisaje», refiriéndose a su experiencia como foránea en un mundo con el que nunca llegó a sentirse en plena armonía. Por esos lugares agrestes ha de guiarla Farah ya que, en realidad, el sentimiento que pesa sobre el ánimo de Karen es el de —citando de nuevo su obra más célebre— «haber vivido durante un tiempo en el aire».
En los vivaces planos que han concebido Pérez Sanz y de Sosa, no obstante, ese «aire» adquiere otra consistencia: la de la luz. Hasta tal punto que bien podríamos hablar de Karen en términos de estudio sobre las posibilidades lumínicas del cine: el disco del sol que preside el encuadre tras la faz de Karen, el fulgor en la mañana destellando sobre la cucharilla, el brillo cálido pero crepuscular que envuelve a la heroína mientras Farah la ayuda a lavarse... y la ausencia, por primera y última vez en la película, de un foco de iluminación visible cuando devora una fruta y llora solitaria, desconsolada. En esta última escena, las persianas permanecen bajadas: África se le ha vuelto inhabitable. Dios se ha tornado en Diablo. Es hora de regresar, tal vez, a esa Dinamarca que, pensaba, ya había quedado fuera de sus planes. Pero estos apuntes biográficos son elucubraciones que el lector de Blixen puede efectuar; quedan más allá de los márgenes del filme. Karen, como Memorias de África —el original literario—, es una recapitulación de momentos en el tiempo, meditaciones y puntos de fuga. Esencialmente, reducido a su condición de relato, el trabajo de Pérez Sanz nos cuenta el viaje de vuelta de una granjera danesa y de su criado desde un lugar indeterminado de Kenia hasta su hogar de entonces: una casa colonial con tejados bajos de ladrillo. A partir de ahí, se centra en los quehaceres de ambos.
Entre esas cuatro paredes pasará buena parte de la segunda mitad del metraje. En la aparentemente apacible cotidianeidad atisbamos pronto un signo inquietante: las flores cada vez son menos frescas. La conversación con una amiga nos descubrirá que Karen decidió volver a empezar en Kenia para alejarse de su familia. En los minutos postreros, apenas Farah servirá de contacto con un mundo exterior que permanece vedado a su mirada y a la nuestra. La vajilla, sucia, se acumula en una mesa, y las plantas que, cuidadosa, cortaba para ornamentar un jarrón, se han marchitado irremediablemente. Karen ha sido vencida porque ese destino al que decía confiarse no le ha podido garantizar lo que ella, en el fondo, esperaba. El desenlace que aguarda a Karen contrasta con la altiva seguridad que desprenden sus palabras. Blixen escribía que «el orgullo es la fe en la idea que Dios tuvo cuando nos creó», y la Karen de Pérez Sanz ha de asumir, precisamente, cómo su orgullo se hace añicos. La suave distorsión entre su percepción de aquello que la rodea y la realidad misma —enigmática, cuando no indiferente a las pasiones y miserias humanas— se cifra en la relación que mantiene con Farah. Como buen musulmán, el servicial ayudante acepta cada giro del sino como un acto de voluntad de Allah. Él encarna ese determinismo islámico en el que, ocasionalmente, se reflejan también las esforzadas ideas de Karen sobre su rol en Nairobi.
▼ Karen, María Pérez Sanz.
Sección oficial del Festival de Sevilla.
Sección oficial del Festival de Sevilla.
«El espacio en el que discurrían los días de aquella mujer se ha transformado en un «parque temático» que recibe un flujo constante de turistas. Es entonces cuando conoceremos el sentido último de Karen: sustraer a Blixen del mausoleo cultural en el que ha sido confinada, e invocar una de las posibles versiones de quien ella fue, con tal de permitirla respirar, actuar, ser, durante casi una hora».
En una de las escenas clave para comprender la dimensión ensoñada y desamparada de la protagonista, esta le comenta a una vecina que Farah es mucho más que un criado: «es una de las personas que más quiero en este mundo». Acto seguido, un plano general muestra a ambas mujeres en la oscura intimidad de un cómodo cuarto, mientras más allá del umbral, al borde del encuadre, Farah permanece sentado, ajeno a Karen, con su rostro pétreo e indescifrable. ¿Quién es ella para esa otra persona que sigue sus pasos y que marca el camino cuando la penumbra se cierne? La incógnita nunca será despejada. Solo nos es dado vislumbrar la ternura que fluye entre ambos, acaso el motor del largometraje. Una ternura, no obstante, matizada por los límites que imponen la clase y el género. Justo antes de que culmine este fragmento de vida que firma Pérez Sanz, se produce un instante mágico: Karen, siempre de espaldas al ventanal, se gira al fin hacia el mismo. Hacia la cámara. Hacia nosotros. El contraplano despliega un jardín florido, que nada se parece a aquel que rodeaba la casa. Comprendemos al momento que hemos saltado hasta nuestro presente: el espacio en el que discurrían los días de aquella mujer se ha transformado en un «parque temático» que recibe un flujo constante de turistas. Es entonces cuando conoceremos el sentido último de Karen: sustraer a Blixen del mausoleo cultural en el que ha sido confinada, e invocar una de las posibles versiones de quien ella fue, con tal de permitirla respirar, actuar, ser, durante casi una hora. El cine, al fin y al cabo, como un sortilegio susceptible de recuperar fugazmente aquello que ya ha desaparecido.
© Revista EAM / Madrid