Todos somos animales
Crítica ★★★★☆ de «Gunda», de Viktor Kossakovsky.
Noruega, Estados Unidos, 2020. Título original: «Gunda». Director: Viktor Kossakovsky. Productor: Anita Rehoff Larsen. Fotografía: Egil Håskjold Larsen. Edición: Viktor Kossakovsky. Compañía productora: Sant & Usant Production. Sonido: Alexandr Dudarev. Duración: 99 minutos.
El cineasta ruso decide tomar partido de manera silenciosa, la película sólo cuenta con los ruidos de la granja, y plantearnos una duda moral que roza la bioética: si en la naturaleza hay animales que devoran a otros porque su dieta es exclusivamente carnívora, ¿el hombre puede hacer lo mismo? Es más, ¿la inteligencia humana le autoriza a criar animales solamente para su engorde y muerte? El dilema se plantea con imágenes y sin ningún tipo de condicionante. La cámara de Kossakovsky, adaptándose durante la mayor parte del metraje a la altura de los animales a los que filma, se limita a captar, sin intervención humana, el día a día de una granja en el que ocurren cosas monótonas y repetitivas, igual que en las nuestras; despertar, dormir, comer, jugar, trabajar… palabras que se convierten en verbos de trascendencia vital más allá de lo humano para demostrar la parte más esencial del comportamiento animal, sobre algo que no queremos asumir de manera consciente. Reconocer que estos seres tienen sentimientos y sensaciones de malestar y bienestar como cualquier otro, como nosotros mismos, pero que nuestro afán consumista nos conduce a obviar en nuestro propio beneficio.
Igual que el niño que rechaza comer el pollo o el conejo con el que ha jugado durante unas semanas hasta que ha crecido lo suficiente como para dejar de ser un juguete, cualquiera que haya seguido las andanzas de esta piara estacional de cerditos pegados a su madre durante unas semanas de vida sentirá la empatía emocional suficiente como para renegar del final irreversible que no es difícil adivinar y que Kossakovsky filma con una elipsis magistral, digna de toda su carrera, situando el acento precisamente en la evidencia absoluta de cómo un animal siente, padece, sufre y no comprende el comportamiento de los hombres. Porque en el fondo, sea cual sea nuestra posición personal sobre los animales domésticos y salvajes, el dispositivo del director va encaminado a acrecentar nuestra incomodidad cuanto más se acerca la conclusión del relato. La aparente libertad de movimientos de la que goza Gunda, la cerda que da título a la película, y sus lechones, queda en entredicho porque la granja no deja de ser una prisión por la que te puedes mover hasta los límites marcados por una línea eléctrica que suelta una descarga a quien se aproxima demasiado a una imposible libertad. Los últimos cinco minutos de película bastan para desmontar cualquier argumento procinegético o antiveganismo, las imágenes de ese animal desesperado ante la separación son un documento excepcional alrededor de la maternidad.
▼ Gunda, Viktor Kossakovsky.
Un relato íntimo y exquisitamente filmado.
Un relato íntimo y exquisitamente filmado.
«Sin diálogos, con un estético blanco y negro que recrea las felices horas de nuestra infancia; comer, dormir y jugar, ahora encarnada en una docena de pequeños cerdos saltarines que van descubriendo su entorno con la misma curiosidad y timidez con la que un bebé se enfrenta por primera vez a las olas del mar».
Estamos ante una historia de animales sin personas en la que la mano del hombre está plenamente presente hora tras hora. Sin diálogos, con un estético blanco y negro que recrea las felices horas de nuestra infancia; comer, dormir y jugar, ahora encarnada en una docena de pequeños cerdos saltarines que van descubriendo su entorno con la misma curiosidad y timidez con la que un bebé se enfrenta por primera vez a las olas del mar. Comerse la lluvia a bocados es el equivalente del niño que bebe agua del mar creyendo que va a saberle como la de la botella. A esas edades todo es descubrimiento a través del juego y la exploración. Kossakovsky juega con ello y con el efecto de la repetición, siguiendo muy de cerca a los animales de la granja. Hay un protagonismo esencial en Gunda y sus crías, pero para romper la monotonía el director introduce otros animales, otros seres que, con sus propias monotonías y rutinas aportan aire fresco al seguimiento exhaustivo y metódico que se hace a los lechones en crecimiento. Las gallinas que miran fijamente a cámara, la coja que ha resistido y sobrevivido pese a que en un empeño industrial lo improductivo sobra, la hora del recreo que se filma al abrirse la puerta de la cuadra y salir en estampida el rebaño de vacas, igual que escolares a la hora de abandonar los libros en las aulas, corriendo, haciendo cabriolas, empujándose, desentumeciendo músculos adormecidos por la estabulación, aportan ese detalle cuasi humano del animal que representa comportamientos hasta en los que nos podemos sentir identificados.
¿Podría esta película haber sido más breve, menos morosa? Es posible, pero, ¿eso no haría más cómoda la experiencia? ¿no facilitaría alejarnos de cualquier relación emocional con las sensaciones de los animales que aparecen en pantalla? Es decir, abreviar porque en el fondo hay repetición ¿no nos transformaría en visitantes de un zoo doméstico y así borraríamos cualquier pregunta incómoda de nuestra mente? Que el mérito de que la película consiga emoción es de los animales resulta más que evidente, pero el saber cómo filmar, qué filmar y desde qué punto de vista hacerlo sólo puede imputarse a un director capaz de capturar un juego de espejos con un niño que demuestra, mutatis mutandis, lo que estos pequeños cerdos van aprendiendo hora tras hora, como hizo en Svyato. Porque en el fondo las especies animales mantienen similitudes aplastantes con sus crías. Muy alejada de su anterior Aquarela, ejercicio de espectacularidad en imágenes alrededor del agua, Gunda es todo lo contrario, un relato íntimo y exquisitamente filmado alrededor de aquellos a los que sólo usamos en forma de filete sin querer imaginar cuál es la procedencia de lo que está en nuestro plato.
© Revista EAM / Valladolid