Incinerar géneros, quemar memorias
Crítica ★★☆☆☆ de «Aquellos que desean mi muerte», de Taylor Sheridan.
► en HBO.
Estados Unidos, 2021. Título original: Those Who Wish Me Dead. Director: Taylor Sheridan. Guion: Taylor Sheridan, Michael Koryta, Charles Leavitt. Novela: Michael Koryta. Productora: BRON Studios, Creative Wealth Media Finance, Film Rites. Fotografía: Ben Richardson. Música: Brian Tyker. Montaje: Chad Galster. Reparto: Angelina Jolie, Aidan Gillen, Nicholas Hoult, Jon Bernthal, Finn Little, Medina Senghore, Jake Weber, Tyler Perry, James Jordan, Tory Kittles, Lora Martinez, Laura Niemi, Alma Sisneros.
¿Qué conquistar cuando el horizonte ha sido tomado?, ¿qué explorar cuando las fronteras están quemadas?, ¿qué buscar cuando todo parece encontrado? Cabe hacerse estas preguntas a la hora de aproximarse a la obra de Taylor Sheridan. En esencia, para Sheridan todo es un western: el indómito relato de personas que buscan su propio lugar para seguir sintiéndose ajenos. Estas palabras no son propias. En una entrevista en El País de hace unos días Kelly Reichardt afirmó que «todo es un western». Tiene sentido viniendo de una cineasta capaz de cartografiar los confines de la derrota, la resignación y el tedio moral. En el caso de Sheridan esta afirmación también es aplicable, pues desde sus libretos para sendas entregas de Sicario hasta su incursión televisiva con Yellowstone, cada uno de los resortes dramáticos que mueven a sus personajes engrasan relatos empecinados en volver al género —noten que Sheridan no es amigo de los prefijos; él no reinventa, ni repiensa ni reflexiona—. Un regreso muy alejado de los tintes crepusculares que se rebelaban contra la luz del género en los noventa. Ya saben, William Munny en Sin Perdón sintiendo artrosis moral a la hora de apretar el gatillo o John J. Dunbar colonizando su identidad en Bailando con lobos. El trabajo de Sheridan con el género también está muy lejos de la recodificación aportada por alguien como Reichardt; dicho de otro modo, el director texano usa un diccionario de sinónimos para posar su bourbon y así su obra es un profundo trabajo de trasposición del género a moldes dramáticos y visuales de gatillo fácil.
Aquellos que desean mi muerte se presta al ejercicio de la perezosa metáfora: es un whiskey con agua, un barbecho limpio de malas hierbas, un quita fuegos de curiosidad humana. Si se presta a esta pereza crítica es porque, en realidad, la pereza de Sheridan inscribiendo géneros —un western que se siente thriller y acaba en odisea de supervivencia— en imágenes es patente desde el momento en el que opta por confiar todo al poder de su voz, y no de su mirada. En el filme pueden ver a Connor, un niño que huye por los bosques de Montana tras presenciar el asesinato de su padre a manos de dos sicarios, y a Hannah, una bombera forestal que acude en su ayuda para diluir su pasado. Quédense entonces con que a Sheridan le importa la voz: guiones que ahonden en la sospecha ideológica de una América rural, indómita y vaciada que mira con recelo la llegada de la contemporaneidad. Lejos queda la conjura del monstruo de la violencia globalizada de Sicario o el rastro añejo de los forajidos que actualizaban el Romanticismo en Comanchería. Aquí Sheridan retoma todos los temas con los que lleva cebando Yellowstone varias temporadas, es decir, la defensa de lo local, la exacerbación de la familia y la identidad bucólica de un Estados Unidos que construye su recuerdo sobre cementerios indios. El patriarca que protege el rancho contra la globalización y el capitalismo del blockchain en forma de Kevin Costner barrigudo y taciturno tiene correlato con esta Hannah observando desde la atalaya del bosque el progreso de las llamas: la tierra no es de nadie, salvo del viento; o quizá sí, pero solo de la persona anónima cuyo esplendor en la hierba consiste en reivindicar el derecho a malinterpretar la desobediencia civil como una pataleta que huele a pólvora. Todo eso se puede interpretar a partir del ejercicio de bastardismo de géneros, ideas y arquetipos que Sheridan no logra equilibrar. Un filme enmarañado en las ansias de mostrar que la imagen heroica de Estados Unidos ya no tiene hueco en el western; y en ese ejercicio de nostalgia habitual del cineasta —no en vano la lucidez esporádica de Yellowstone radica en cómo Sheridan transforma la nostalgia patriarcal y monolítica en un anacronismo ético de clase— se esconde algún indicio de horadar el cadáver del género para mostrar en qué momento murió una cierta imagen de Estados Unidos.
▼ Those Who Wish Me Dead, Taylor Sheridan.
Sheridan bajo el manto de HBO Max.
Sheridan bajo el manto de HBO Max.
«Sheridan sucumbe justo a aquello que lleva rehuyendo durante toda su carrera: a la niebla de la indefinición expresiva, artística, social e ideológica que lleva tiempo denunciando a través de su revisitación — el único prefijo que siempre le ha interesado— de géneros imbricados en el ADN audiovisual de Estados Unidos».
De este modo, el precario balance de ideas dramáticas y cruce de géneros de Aquellos que desean mi muerte solo se concreta en ese heroísmo quijotesco y patético al que Sheridan le tomó el pulso en Wind River. Pequeños gestos que buscan no tanto rastrear el precio y el peso histórico del western, sino más bien entregarse a un llanto sordo por un género al que Sheridan le aplica una sentida tanatopraxia que lo preserva sin ir más allá de dar lustre a unas pocas ideas: su habitual plasmación del conflicto ecológico, una tímida revisión de la institución familiar y la siempre gruesa reflexión sobre el neocapitalismo de conglomerados contra las pioneras y fundacionales sagas familiares. El envoltorio es de una historia ya vista en la que la supervivencia se narra a golpe de pequeñas set pieces soldadas con la introspección dramática entre clímax y clímax —un trazado de personajes bastante menos inspirado que el de Yellowstone y sus miras a Vincente Minnelli— y un difuso esquema de desarrollo que nunca termina por decidirse entre la supervivencia, el thriller o el motivo del last man standing (la última persona en pie). Sheridan sucumbe justo a aquello que lleva rehuyendo durante toda su carrera: a la niebla de la indefinición expresiva, artística, social e ideológica que lleva tiempo denunciando a través de su revisitación — el único prefijo que siempre le ha interesado— de géneros imbricados en el ADN audiovisual de Estados Unidos. Una indefinición que para el director tiene su imagen en la disolución de lo individual en la globalización y en la desaparición de lo heroico dentro de la red burocrática de la geopolítica. Hay un poco de eso en su forma de narrar la supervivencia de una bombera y reivindicar la pequeña comunidad rural como locus amoenus o espacio vital por el que merece la pena ser alguien anónimo más. Es este último factor el que más permea en toda su obra; piensen en el homicidio que rompe la comunidad india en Wind River, en los ataques contra el rancho de los Dutton en Yellowstone o en el narcotráfico que marca las fronteras en Sicario. Esa terquedad artística de Sheridan, esa defensa numantina de los espacios de la memoria nacional son meros rescoldos en Aquellos que desean mi muerte. Todo es un western, salvo cuando no puede serlo.
© Revista EAM / Salamanca