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    Cine Alemán Siglo XXI

    Leto (Kirill Serébrennikov, 2018)

    El primer y el último verano

    «Leto», de Kirill Serébrennikov.

    Rusia, 2018. Título original: Leto/Лето. Director: Kirill Serébrennikov. Guion: Lily Idov, Michael Idov, Ivan Kapitonov y Kirill Serebrennikov. Productores: Pavel Burya, Georgy Chumburidze, Carole Baraton. Productoras: Hype Film, KinoVista, Charades y Centre National du Cinéma et de l’Image Animée. Fotografía: Vladislav Opelyants. Música: Roman Bilyk. Montaje: Yuriy Karikh. Reparto: Roman Bilyk, Irina Starshenbaum, Teo Yoo, Filipp Avdeev, Evgeniy Serzin, Aleksandr Gorchilin, Vasiliy Mikhaylov, Aleksandr Kuztnesov. Presentación oficial: Festival de Cannes (Sección Oficial). Duración: 128 minutos.

    Un grupo de jóvenes corretean por un bosque hasta llegar a una playa. Se diría incluso que flotan, elevados por la luz que brilla solo en el esplendor de la vida. Allí, cerca del mar, unos se bañan, otros improvisan juegos en la arena, algunos tocan la guitarra y cantan; todos fuman y beben con gozo, seguros de su inmortalidad. El líder de la pandilla es Mike Naumenko (el músico Roman Bilyk, en su debut cinematográfico), cantante y compositor de Zoopark, una banda de rock de moda en el Leningrado de principios de los años ochenta. Hasta él se acercan Viktor (Teo Yoo) y Lenya (Filipp Avdeev), dos músicos noveles que quieren tocar unos temas ante su ídolo. Aún no lo saben, pero ese será el primer verano de Viktor y el último de Mike. En tanto fuerzas creadoras, la estrella ascendente del alumno cegará la estrella descendente del maestro. No habrá sin embargo lágrimas en la despedida. No cabe dolor ante el paso de las estaciones.

    Esta secuencia sintetiza de manera brillante la propuesta de Leto, biopic que narra los inicios en la escena musical de Viktor Tsoi, fundador de Kino, una de las bandas más influyentes en la historia del rock soviético. Filmada en delicado blanco y negro, la película emplea la relación entre ambos músicos para reflexionar sobre la belleza y la fugacidad de los momentos únicos. Esos de los que no se tiene consciencia hasta que se han perdido, y uno mismo con ellos. Orillados en la playa, Mike y Viktor intercambian canciones ante la mirada cautivadora de Natasha (Irina Starshenbaum), la esposa de Mike. Es un instante mágico, de una belleza arrolladora, pues Natasha, como la luz del crepúsculo que abraza el paisaje, se aleja progresivamente de Mike para acercarse a Viktor. Ni puede ni quiere evitarlo. Descubre en el joven el ruido y la furia que su marido, y acaso ella misma, ya no tienen. Aproximándose a Viktor, lenta e inexorablemente, trata de absorber un brillo y un aura olvidados. La atracción, escribió Jung, es la más visible de las pasiones invisibles.

    Este recurso estético expresa también la esencia narrativa del director y coguionista de Leto, Kirill Serébrennikov, cuya filmografía destaca con voz propia en la Rusia de la era Putin. El psiquiatra desesperado de Ragin (2004), la madre doliente de Yurev den (2008), los amantes desbordados de Traición (Izmena, 2012), el estudiante atormentado de (M)uchenik (2016) y, aquí, el trío formado por Mike, Viktor y Natasha no son sino personajes de una misma novela río que habla por lo común de pérdidas y frustraciones. Quizá sea esto lo que tanto molesta a Putin, empeñado desde hace años en perseguir y arrinconar a un cineasta que se ha manifestado abiertamente contra él y la Iglesia ortodoxa rusa en cuestiones como la anexión de Crimea o la persecución de los homosexuales. Si (M)uchenik, premiada en Cannes, fue su respuesta al fanatismo religioso, Leto podría entenderse fácilmente como una denuncia del ejercicio autoritario del poder político. En este sentido, hay muchos y evidentes paralelismos entre la vieja Rusia soviética que describe la película y la nueva Rusia zarista de nuestros días. El control y la represión solo han cambiado de rostro (y moneda).

    Лето, Kiril Serébrennikov.
    Una carta de amor a aquellos que amamos y dieron sentido a nuestras vidas.


    «Los suaves movimientos de cámara de la película actúan como catalizadores orgánicos de ese viaje onírico de ida y vuelta a la realidad que conduce finalmente al trío protagonista hasta su particular jardín de las Hespérides. Las doradas manzanas de Hera otorgan la inmortalidad a quien las prueba, pero alcanzarlas es un raro prodigio».


    Sobre la juventud deposita sus esperanzas Serébrennikov. Por eso su película se decanta como un ejercicio de optimismo generacional que apela a exprimir cada gota de rebeldía. En este empeño encajan los magníficos números musicales que representan las fantasías de algunos protagonistas, y en los que aparecen sobreimpresionados dibujos y notas del verdadero Mike Naumenko. Al ritmo de Bowie, Sex Pistols, T-Rex, Iggy Pop o Lou Reed, esta suerte de videoclips cinematográficos configuran una ficción paralela a la ficción donde todo lo pueden la libertad y el deseo. Ese café que comparten Natasha y Viktor con el Passenger de Iggy es delicioso. ¿Cuántas veces no imagina uno así otros mundos, otras vidas, cuando camina, va en bus o hace la compra mientras escucha una canción? Esta experiencia íntima, gozosamente subjetiva, cobra una fuerza inusitada en Leto por lo que tiene de aspiración frustrada de unos personajes que tratan de sobrevivir en un entorno hostil tanto como a sí mismos. Pero… «Esto no ocurrió», dice Skeptic (Aleksandr Kuztnesov) al término de cada fantasía musical. La suya es la voz de la realidad; la triste, miserable y ceñuda realidad que borra los colores y las notas, los besos y las sonrisas. La condición de este personaje es no obstante la de un fantasma. Desde su limbo omnisciente, Skeptic espanta a los vivos y atrae a los muertos; véase por ejemplo la escena de la muerte de Punk (Aleksandr Gorchilin). Es, quizá, la metáfora política más poderosa de Leto.

    Este choque entre realidad y fantasía enlaza, por otra parte, con una tradición literaria en la que se describen ambientes y personajes a partir de alucinaciones y ensoñaciones. Desde Pushkin hasta Bulgákov, pasando por Tolstói, Gógol, Dostoievski y Chéjov, abundan las historias cuyos protagonistas actúan impelidos por arrebatos de imaginación que otros confunden con raptos de locura o enajenación. Es su única arma contra un panorama por lo general desolador, hasta el punto que viven y mueren lejos, muy lejos de todo y de todos. En su trayectoria como director teatral, Serébrennikov ha adaptado con frecuencia textos de esos autores, así como en algunas de sus películas. Por lo tanto, en sus manos estos videoclips no son una exhibición gratuita de estilo. En Leto, el Psycho Killer de Talking Heads activa los mismos mecanismos narrativos, en la ficción, y psicológicos, en el público, que las apariciones del diablo en El maestro y Margarita. «La lengua puede ocultar la verdad, pero los ojos, ¡nunca!».

    Los suaves movimientos de cámara de la película actúan como catalizadores orgánicos de ese viaje onírico de ida y vuelta a la realidad que conduce finalmente al trío protagonista hasta su particular jardín de las Hespérides. Las doradas manzanas de Hera otorgan la inmortalidad a quien las prueba, pero alcanzarlas es un raro prodigio. En El paraíso recuperado, Milton observa que la dificultad no se debe a la amenaza de Ladón, el dragón de cien cabezas que custodia la arboleda, sino a la nostalgia repentina que produce la eternidad en los aspirantes a obtenerla cuando comprenden que ha pasado su tiempo. Porque hay un tiempo para la infinitud. En la escena final, durante el concierto de consagración de Viktor, Serébrennikov recrea ese instante de un modo inolvidable. La cámara efectúa un balanceo que conecta a Viktor, sobre el escenario, con Mike y Natasha, de pie, a un lado del patio de butacas. Viktor ha alcanzado la gloria, su estrella es dorada y cálida. La de Mike y Natasha, blanca y fría, declina y se pierde entre el gentío, hasta su desaparición definitiva por la puerta del fondo de la sala. Leto está dedicada expresamente «a aquellos que amamos». Vivos o muertos, de cada uno queda una huella que se graba sobre la arena de una playa una tarde verano. Al atardecer, cuando las ninfas del Héspero recorren la orilla y el mundo vuelve a ser hermoso, el viento susurra todos esos nombres. Quizá entonces nos encontremos.


    Raúl Álvarez |
    © Revista EAM / Madrid


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