Encrucijadas
Crítica ★★★★☆ de «Libertad», de Enrique Urbizu.
España, 2021. Dirección: Enrique Urbizu. Guion: Miguel Barros y Michel Gaztambide. Compañía: Movistar + Producción ejecutiva: Domingo Corral, Gonzalo Salazar-Simpson y Fran Araújo. Director de producción: Rubén Liñán. Dirección de Arte: Manuel Ludeña. Sonido: Licio Marcos De Oliveira y Nacho Royo-Villanova. Música: Mario De Benito. Fotografía: Unax Mendia. Montaje: Ascen Marchena. Reparto: Bebe, Jason Fernández, Jorge Suquet, Sofía Oria, Isak Férriz, Xavier Deive, Luis Callejo, Pedro Casablanc, Ginés García Millán.
I. TEMPORALES
27 de mayo de 2015.
Cuando Mario Conde fue entrevistado por Risto Mejide en el programa Al rincón de pensar sobre los escándalos del rey emérito, el banquero disparó a bocajarro al presentador: «¿Es el primer elefante que ha matado el rey?» Mejide contestó con un titubeante adverbio de negación. Conde persistió en su asedio «¿cuál es entonces el problema?» y lanzó su órdago en forma de encrucijada: «¿El elefante o el clima?» Antes de hablar de Libertad (2021) habrá que hablar de su clima y eso nos lleva a un encuentro que tuvo su director con sus (ex)alumnos de la ECAM hace pocas semanas, a propósito del inminente estreno.
22 de marzo de 2021.
Urbizu parecía hastiado: «Estamos haciendo la defensa del lenguaje. Estamos haciendo lo que hay que hacer, pegarnos de ostias para conseguir que esto todavía sea arriesgado, expresivo, emocionante. En mis peores días, me siento como si estuviésemos perdiendo la última batalla y en mis buenos… Te vas a rodar y te dejan hacer lo que te sale y lo que te sale es lo que tienes que hacer y merece la pena». Una especie de «estamos en derrota, nunca en doma», que diría el poeta Claudio Rodríguez. No es para menos, el enemigo es un Saturno goyesco devorando a mordiscos a sus propios hijos. Él lo llamó «algoritmo» y regaló casi un decálogo de su praxis a los oyentes del evento. Que si «la regla de los primeros 14 minutos, ahí te la juegas, las cartas tienen que estar claras sobre la mesa desde el principio». El director expuso cómo tenía que empezar un primer capítulo de una serie y continuó: «como mantengas un umbral de incertidumbre, de los del tipo no estoy entendiendo nada, a los 20 minutos se han ido todos a otra plataforma». Que si «la nitidez expositiva, la duración de los planos; mejor breves. La ausencia de planos generales, no se ven las caras de los personajes. El silencio está prohibido, algún ejecutivo preguntará que por qué no hay música entre plano y plano». Que si «la penumbra en casa no se ve, la gente ve la tele con la luz encendida y cuando no ven algo, cambian de canal o, sin ir más lejos la famosa cámara con intención. Por qué la mueves, para que tenga intención. La máquina nos está monoformizando con estas reglas no escritas, que parecen haberse creado solas, como si siempre fuese así» con un único fin, según Urbizu: «Todos somos idiotas al otro lado de la tele».
Por tanto, y las imágenes de Libertad lo reflejan constantemente: nos encontramos ante un Urbizu febril, inestable, una auténtica olla a presión, burbujeante, que no obstante nos hace recordar al Ford de Centauros del desierto (The Searchers, 1956) o al Peckinpah de Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969) o Quiero la cabeza de Alfredo García (Bring me the head of Alfredo García, 1974) pero también al Aldrich de La venganza de Ulzana (Ulzana’s Raid, 1972) o al Huston de Debajo del volcán (Under the Volcano, 1984), sin ir más lejos. Ese tipo de nervio, a veces irascible y otras contenido, es bueno para cualquier creador porque ayuda a focalizar su punto de mira, a saber contra qué o contra quién te enfrentas. Luego vendrá algo muy hollywoodiense y que, por cierto, ninguno de los directores citados comparte, la coda, la victoria o el fracaso de la historia, su final, algo que en Urbizu es anecdótico, la valía de su ejercicio descansa en su desarrollo. Solamente en un estado inquieto se puede dar lo mejor de cada uno.«Solo se puede hacer una cosa y es ser dueño y señor de nuestro lenguaje. La autoría es la puesta en escena, la autoría es el texto audiovisual, es decir, el lenguaje. Si cedemos el lenguaje a la máquina de producción, todos los relatos se parecerán, ningún relato correrá riesgos, ningún relato incurrirá en novedades, fallidas o no, es lo de menos y ningún relato alcanzará, y perdón por la cursilería, la poesía».
II. NARRATIVAS
A Urbizu solamente le queda disparar, el problema viene cuando te quedas sin munición, cuando no te queda ni una sola bala en la recámara, es ahí cuando parece derrumbarse todo. Lo dejó claro en el encuentro: «El primer rasgo estilístico es la pasta». Y si bien es cierto que su filmografía ha sufrido ese tipo de «percances», parece ser que no ha sido el caso con Libertad; ha tenido suerte esta vez (veremos que el azar es un componente extradiegético en su narrativa) y que ha podido hacer la serie que tenía en mente. Efectivamente, Libertad nació como serie nunca como largometraje, eso también lo aclaró en el encuentro, es más, fueron los de Movistar+ los que dieron el primer paso para proponerle, después de haber visto los cinco capítulos, la opción de montar, y nunca mejor dicho, un largo y además Urbizu insistió, tanto ellos como él, que no querían una operación de corta y pega de la serie. Y aquí sobresale el «caballo de Troya» del relato. La serie y el largometraje como encrucijada, como punto de partida para construir una narración visual experimentando la sororidad cinematográfica, la posibilidad de que se modifiquen, hurten secuencias, se escondan planos en un ejercicio de sustracción temerario pero agradable de testar, sobre todo si uno ya ha experimentado la ficción catódica, con el único fin de poder explorar no ya un largometraje sino un maravilloso «work in progress» narrativo. El prólogo del relato, en ambos medios, en pocos minutos dice mucho al respecto de la estrategia a seguir. De igual manera que la génesis de la narración es datada, bilateralmente, con un salón inglés de 1809 y con una cárcel española de 1807, enseguida el roce de escenarios, arañándose antitéticamente, conforma su primer rasgo creativo, se detecta un choque de filos estético y formal que se irá extendiendo a lo largo y ancho de la historia.
Un fundido del negro corre las cortinas de la función para observar un interior palaciego. El estatismo de la cámara y el de los habitantes del plano general, detenidos entre los límites del cuadro, inquieta y será solamente el valet el que se irá desplazando frontalmente hacia la cámara e indicando a ésta el inicio de una ligera panorámica para continuar con el ejercicio escópico. Un par de minutos más tarde en la serie porque el largometraje une estos dos momentos; aparecerá un plano general exterior de una pared descolchada de su material constructivo, cuyo centro es una ventana cuadrada enrejada. La cámara parece buscar a alguien en su interior, un movimiento centrípeto basado en un travelling de aproximación acompasa un canto femenino rasgado. Lujo y miseria, población y despoblamiento, comparten una misma matemática, un mismo centro estético, un cuadrado que se va abriendo en el primer caso y otro cerrado en el segundo. La trayectoria de la cámara es disímil. En el primer plano se muestra respetuosa, servil, esperando al mayordomo para que le dé permiso para desplazarse, escorándose hacia la izquierda. El segundo plano no pierde el tiempo, es directo, seco, arranca sin autorización, va rectando hacia aquello que le interesa pareciera que se mueve libre, sin dar ningún tipo de explicaciones, salvo las informativas al espectador.
La penumbra del primer plano se contrapone al foco de luz de una linterna mágica, impactado sobre una tela blanca, la luminosidad del segundo husmea la oscuridad aprisionada. Libertad no deja de ser un itinerario, partimos de un acomodaticio reino de las sombras, invadido por expectantes testigos, para buscar la luz del relato, uno que empieza cautivo y que costará seguir en un meandro de acontecimientos que irán limando, en algunos momentos lo episódico (en el largometraje) y lo referencial (en la serie). Dicho de otra manera, partiendo de la base que Libertad nace como miniserie no deja de explorar símiles cinematográficos, dejando la cadencia capitular al largometraje produciéndose algo revelador, tanto uno como otro medio ponen en duda la propia veracidad de los hechos, cuestionando su propio relato.
«Nos encontramos ante un Urbizu febril, inestable, una auténtica olla a presión, burbujeante, que no obstante nos hace recordar al Ford de Centauros del desierto (The Searchers, 1956) o al Peckinpah de Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969) o Quiero la cabeza de Alfredo García (Bring me the head of Alfredo García, 1974) pero también al Aldrich de La venganza de Ulzana (Ulzana’s Raid, 1972) o al Huston de Debajo del volcán (Under the Volcano, 1984)».
Y como no, otra encrucijada se erige. Quién cuenta la historia, quién es el guardián de su punto de vista, quién guarece la realidad y quién expone el artificio. ¿Creemos, a pies juntillas, que el maestro de ceremonias es John (Jorge Suquet)? Urbizu nos da una pista en el salón londinense, cuando el protagonista empieza a desarrollar su historia. Una sonrisa «giocondana»invade su rostro, casi imperceptible pero de una contundencia demoledora. El alzamiento de las comisuras certifica cierto desequilibrio rememorando/(re)construyendo el recuerdo de lo vivido o lo imaginado. De esta forma nos trasladaremos a «la bella y cruel España» con esa invitación/incertidumbre y unas palabras: «Cuando el azar quiso brindar un adecuado comienzo a nuestra aventura». En esas pregnantes palabras se encuentra la génesis de la manipulación del relato, es ahí de donde parte el recelo narrativo. Será entonces la fortuna la que parezca dirigir los hechos narrados. Si mirásemos atrás, detectaríamos en su último estreno cinematográfico por ejemplo, que es algo inherente en su filmografía. Su No habrá paz para los malvados (2011) empezaba con un plano detalle de una tragaperras, unas lucecitas nos alertaban de que los acontecimientos, la investigación de Santos Trinidad (José Coronado) iría dando bandazos, palos de ciego, marcada por la causalidad, no por la profesionalidad u honestidad del inspector de policía, sino más bien por su tozudez, inmoral en algunos casos llegando al homicidio.
Del mismo modo la suerte muta en deriva empujando a Lucía (Bebe), al Aceituno (Isak Férriz) o al Lagartijo (Xavier Deive) en Libertad. Habitantes de un mundo violento, seres sin prejuicios, deambulando náufragos en la historia, van y vienen con sus propios secretos siendo espoleados por el relato, azuzados por sus excesos pero también por sus carencias, con la premisa de llegar a su destino escenificado para Lucía en una vida tranquila, aunque cuestionándola (el plano de ella mirando el interior de su casa, dudando de si entrar o quedarse en el exterior), o para el Aceituno en una buscada venganza contra el gobernador Montejo (Luis Callejo) o incluso, en el caso del Lagartijo, en una aceptación, en un perdón velado, hacia su propio hijo, Juan (Jason Fernández). Diríamos que todos tienen sus razones pero ninguno da su brazo a torcer, se han hecho muy viejos y están cansados, la ira los ha consumido, la rabia los orienta y el tedio los ninguneará. Y de todo, o de casi todo, es testigo el inglés. John también querrá hacer solo una cosa. No deja de observar pero también de buscar, actúa más en la serie que en el largo, pero sólo es movido por la opción narrativa, es la personificación misma del relato (como veremos más adelante no será la única metonimia que veremos), su deseo, contar el cuento de la bandolera Lucía.
La estructura sobresale en forma de cuaderno de campo, donde John irá anotando los detalles, tejiendo el esquema que lo ayudará a su futura empresa narrativa. Su periplo habrá merecido la pena dejándonos ser testigos de su elaboración.
Habrá que retornar al principio. El cebo es el libro, la excusa perfecta que ha alimentado miles de historias audiovisuales. John toca su cubierta de una manera frágil, abre y acaricia su interior, un mapa de la España de la época, pasa sus páginas celando de su contendido, mirándolo de vez en cuando y alternándolo con las imágenes que expulsa la linterna mágica. Comienza el relato de La Llanera a la luz de una vela pero el fundido, el paso al otro lado del espejo, no se hace sobre las galeradas del libro sino sobre un dibujo que proyecta la linterna mágica, se transforma desde una lente, una óptica, que fundiéndose con el paisaje nos hace regresar al pasado, del dibujo a carboncillo de John a la imagen en movimiento de una diligencia. Primer elemento formal que cuestiona el relato, habrá muchos más por el camino pero eso no importa a Urbizu, está más por la labor de juglar, como si fuese el propio inglés, que en pararse a descifrar la lógica narrativa de su artificio, de la que han dado buena cuenta sus guionistas, tanto Barros como Gaztambide.
Por tanto, no nos tendría que extrañar ciertos comportamientos de algunos personajes de la trama en determinado momento de la diégesis. Por ejemplo, cuando el Aceituno ve por segunda vez a John y pasa de él blandiendo una gran sonrisa, como si le conociese pero al mismo tiempo optase por ningunearlo, quizá no es el mejor momento para disertar con él, entre otras cosas porque va prisionero del Lagartijo. Éste último ha sido el que ha robado los caballos de la diligencia donde iba el escritor inglés al encuentro de Lucía (y que solamente se ve en la serie), pero igualmente como si no lo conociese, o quizá no lo quiere reconocer, también pasa de largo. Son dos actitudes que desafían la lógica constructiva de los personajes de cara al relato que cuanto menos desconcierta, entre otras cosas, porque después volverán a verse y si se reconocerán (es más, el Aceituno le recordará a John que tiene unas manos de mujer), pero al mismo tiempo también resultan estimulantes para cualquier observador. El poder contemplarlas nos hace participar de su secreto, nos hace compartir la intimidad de los personajes más allá de considerarlas errores y, si lo fuesen, es maravilloso constatar la imbricación personal de cada personaje en la narración.
O tampoco nos tiene que resultar escandaloso el generar un actante que fagocite al resto de roles, incluido la propia protagonista, en el ecuador de la historia, ¿no estará amotinándose el propio Urbizu en su particular Bounty llamada Libertad? Pedro de Urquijo (Ginés García Millán) ni si quiera es un personaje, es más bien otra metonimia del relato, una representación simbólica, otro fantasma al que cargar en las espaldas de la Llanera. Es el misterioso hombre del río pero también es la LIBERTAD, el anhelo de los protagonistas, tanto de Lucía como de su hijo Juan o de Reina (Sofía Oria). Es una conducta impensable en la España del siglo XIX, pero que habita una pequeña porción de la serie, aún más diminuta en el largo, esencial sobre todo para los personajes más jóvenes, Juan y Reina, porque los insufla, parece (re)animarlos de todas las miserias por las que han pasado. Lo ven como una nueva posibilidad más allá del interior de una cárcel, en el caso de Juan, o más allá de las manos de su padre el terrateniente Don Anastasio (Pedro Casablanc), en el caso de Reina. Lo que hace Pedro de Urquijo es algo muy sencillo, pero al mismo tiempo muy difícil, solamente les enseña, no tenemos que olvidar el carácter docente de Enrique Urbizu y donde hemos comenzado esta crítica, en un encuentro entre alumnos, y en la España de Libertad igual que en la España actual, la buena docencia está considerado casi un espejismo.
III. VISUALES
Y por visuales entiéndanse las miradas, la direccionalidad de los ojos de cada personaje, auténticos duelos a la parca que pueden hacer más daño que un perdigonazo o demostrar una belleza sobrecogedora porque estallan, consuelan, en el propio sustrato narrativo ampliando sus posibilidades ad infinitum, cargando si se quiere, las alforjas del relato de mayor contenido para dosificarlo cuando sea preciso o hacérselo negar al espectador cuando sea necesario. Hablando de Centauros del desierto, el fordiano Eduardo Torres-Dulce, en ¡Qué grande es el cine! (25 de septiembre de 1995), llegaba a decir que «había que escudriñar en el interior de la historia para darse cuenta de que sus imágenes se tornaban inagotables». Hablaba entre otras muchas cosas, de los ejes en las miradas de ciertos personajes principales y secundarios que proponían ya no una historia sumergida, sino incluso otra alteridad narrativa por investigar.
La curiosidad que siente Juan hacia el trabajo de John, cuando arropados en una ermita derruida, empieza a acercarse tímidamente hacia él buscando cobijo en aquello que está escribiendo. Será ese interés, puesto sobre esa mirada primigenia, la que haga despertar en su madre, en Lucía, las ganas de contar su historia al inglés porque escasos minutos antes no tenía ninguna gana de hacerlo: «he estado sin luz, sin vida, sin libertad, por diecisiete años. Esa vida conozco pero la que tenga por delante, esa no está a la venta. Yo la acabo, no tu pluma». La actitud de su hijo provoca ese despertar, esa anagnórisis en el personaje que la hará cambiar y ser proclive a relatar sus aventuras. Dentro del mastodóntico proceso estructural de la serie, esta secuencia es un momento fugaz pero vital de reconocimiento, que además enaltece a Lucía, la hace ser diferente al resto de sus adláteres y puede que por ello mismo se gane su propia supervivencia. Su capacidad de transformación descansa en un cruce de miradas entre ella y su hijo, pero además de eso, si ella se hubiera obstinado como lo hacen el restos de personajes con su sino, no hubiese habido trama que contar, es gracias a estas «paradas de posta» narrativas que el espectador se da cuenta que en este itinerario, en esta road movie, las cosas importantes no se dicen, se miran.
El Lagartijo mira a su hijo y le grita en silencio frente a la Llanera, sabe que su lucha ha terminado, que no tiene ningún sentido. Mira a su linaje y comprueba que lo ha perdido, ya no tiene nada que hacer, después de tanto tiempo sobreviviendo, ya no merece la pena seguir adelante. Eso es lo que verdaderamente le hace daño, más incluso que los navajazos de su contrincante, la pérdida del ser-hijo significa la muerte del ser-padre, de no poder enseñarle lo que él ha aprendido de la vida, el no compartir sus vivencias y enseñanzas. De alguna manera el Lagartijo se sabe ya que es un muerto viviente reflejado en el rostro de su descendencia. La palabra no tiene cabida en esta encrucijada de miradas, donde lo visual quema cualquier adjetivo, destierra cualquier adverbio, el único tropo que funciona es la captación de la imagen, descubrir su auténtica verdad, el hecho desnudo de poder ver el alma de un hombre. Al final uno tiene la sensación, viendo tanto la serie como el largometraje, que Libertad es la odisea de todo ser humano, independientemente del contexto y clima. Puede que por esa misma razón Homero o Cervantes se sigan leyendo, o al menos, posibiliten la existencia de profesores que nos den esa oportunidad de adentrarnos en sus encrucijadas.
© Revista EAM / Madrid