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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Albatros

    No corta el mar si no vuela

    Crítica ★★★☆☆ de «Albatros», de Xavier Beauvois.

    Francia, 2021. Título original: Albatros. Dirección: Xavier Beauvois. Guion: Xavier Beauvois, Frédérique Moreau, Marie-Julie Maille. Compañías productoras: Les Films du Worso, Pathé, Orange Studio, France 3 Cinéma, Scope Pictures. Producción: Sylvie Pialat, Benoît Quainon, Ardavan Safaee. Fotografía: Julien Hirsch. Montaje: Julie Duclaux, Marie-Julie Maille. Sonido: Jean-Pierre Duret. Diseño de producción: Yann Megard. Intérpretes: Jérémie Rénier, Marie-Julie Maille, Victor Belmondo, Iris Bry, Geoffrey Sery, Olivier Pequery, Madeleine Beauvois. Duración: 115 minutos.

    Para cualquier mente despierta, resulta evidente que la razón tiene por límite su propia condición de virtualidad, de «paso previo a» la acción, pero enuncia la voz popular «del dicho al hecho» que la frontera entre lo cerebral y lo actual es siempre mayor y más inhóspita de lo deseado. De ahí que, por ejemplo, puedan cantarse de memoria los nombres de las partes de una goleta (bauprés, alcázar, quilla, obenques, botavara…) sin que subirse a una para surcar los mares se vuelva en absoluto factible. De hecho, las consecuencias de pretender acercar fronteras entre lo pensable y lo factible, de forzar la paz entre aquello proyectado y lo finalmente vivido, son habitualmente funestas. En algunas ocasiones, las estructuras sociales y morales sirven efectivamente para dar vocabulario, una suerte de salida a la realidad. En muchas otras, la vida, resbaladiza e incontestable, es simplemente demasiado para nuestro músculo neurótico.

    Xavier Beauvois nos pregunta: ¿Cómo lidiar con esta certeza cuando tu único trabajo es seguir y fomentar el cumplimiento estricto de una normativa? Atenazado por una ansiedad en clave baja, Laurent (Jérémie Rénier), comandante de la policía, pasa los días mientras intenta construir algo positivo, confiable, sobre el malestar latente: pide matrimonio a su pareja (Marie-Julie Maille, la esposa y editora habitual del mismo Beauvois), compra una casa para restaurarla en familia y se ocupa con puntualidad religiosa de sus particulares ritos de escape, de descarga ante una realidad que cada vez es más grotesca. Laurent vive en el idílico pueblo de Étretat, en la Alta Normandía, cuyos acantilados enamoraron a los pintores impresionistas y aún atraen cada año a más de una docena de suicidas, que eligen sus impresionantes vistas al océano como último paisaje antes de saltar. Aguantar el olor insoportable de los miembros que quedan esparcidos por la playa, tras el salto, es uno de los episodios recurrentes en la cotidianidad de Laurent. También lo es escuchar historias truculentas de violaciones y maltratos, a mujeres y a menores. También sufren abusos les ganaderes de la zona, que trabajan mucho y cobran mal, y a quienes debe calmar para que no traigan problemas a las autoridades.

    Un día, su amigo Julien (Geoffrey Sery), un granjero de la zona, va a sufrir ese colapso mental que tan bien le iría al mismo Laurent. Escapa y desaparece, y a partir de ahí, aquellos pequeños desajustes que antes solo molestaban al policía, aquellos impulsos que controlaba por la mano sostenida de la razón, empiezan a rebosar bajo puntas de rabia. Fuera de la pantalla, nos daríamos cuenta de que algo iba mal solo después del choque, y seguramente nos afirmaríamos en nuestro aturdimiento con un poco consolador «siempre saludaba». El cine, por otra parte, abandona todo consuelo y nos permite acceder al núcleo expansivo y tácito del malestar antes incluso de que este tome las riendas. Lo descubrimos, por ejemplo, en la rigidez que controla los cuerpos de les agentes del orden, enfundados en uniformes ridículamente abultados, casi geométricos y de un azul metalizadísimo. Al caminar, les policías llegan a parecer pingüinos azotados por el frío y el viento. La rectitud del corte de pelo del protagonista, entre la simplicidad imperial del César y la flexibilidad moderna de la barba, es uno más entre sus tributos de seriedad y el buen hacer.

    Albatros, Xavier Beauvois
    Presentada en la sección oficial de la 71ª Berlinale.

    «Bajo el rigor de la cámara, bajamos la voz para que el poso de malestar aparezca naturalmente. Los blancos de Normandía —ya lo advirtió Bruno Dumont— son rotundamente blancos. Quizás sea mediante su luminosidad rotunda que podamos entrever la violencia tras la herencia impostada».


    No es solo que a los personajes les falte (poder) desmelenarse. Sobre elles, el cineasta francés achaca una frontalidad prácticamente absoluta, dejando a los cuerpos como descolgados en el centro del cuadro, entre aires incómodos que prueban —una vez más— que, para enclaustrar psicológicamente, no es necesario recurrir al formato académico. Especialmente en los primeros planos, sobrepasando ese ligero desvío de mirada al que la convención cinematográfica nos tiene tan habituades, no serán pocas las ocasiones en que les intérpretes crucen la vista con nosotres. La única puerta al perdón de la cámara va a venir tras participar en un trágico accidente: presionado contra su propia rectitud centrada, Laurent desvía la mirada y así se mantiene, cabizbajo, durante unos minutos. Este tipo de «puesta en angustia» es propia de una determinada escuela de directores europeos de la crueldad, con representantes tales que Ruben Östlund o Atom Egoyan, que hace tiempo que dejaron de sorprender con sus socarronas observaciones acerca de los males callados de la sociedad contemporánea. Muy de autor europeo son también los golpes de horror explícito, ya sean súbitos y sangrientos o visibles y prolongados, que acaban de teñir de inquietud al conjunto. Por lo demás, afortunadamente, durante la mayor parte del metraje Beauvois muestra la pericia de la discreción.

    Bajo el rigor de la cámara, bajamos la voz para que el poso de malestar aparezca naturalmente. Los blancos de Normandía —ya lo advirtió Bruno Dumont— son rotundamente blancos. Quizás sea mediante su luminosidad rotunda que podamos entrever la violencia tras la herencia impostada, tan lúcido es el intercambio entre madre e hijo de la maqueta del barco que da nombre al título original de la película, o la presión enervante que acompaña los preparativos de cualquier boda.


    Mariona Borrull |
    © Revista EAM / 71º festival de Berlín


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