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    Cine Alemán Siglo XXI

    Correspondencia | In my room, de Mati Diop / Mubi


    Toda casa tiene una cuarta pared

    Correspondencia de Mariona Borrull y Aarón Rodríguez Serrano sobre «In my room», de Mati Diop.

    In my room. Francia, 2020. Directora: Mati Diop. Guion: Mati Diop. Productor: Max Brun. Compañías productoras: Miu Miu, Hi Production. Fotografía: Mati Diop. Música: Dean Blunt, Giuseppe Verdi. Montaje: Gabriel Gonzalez. Sonido: Thomas Van Pottelberge. Reparto: Mati Diop, Maji Diop. Duración: 20 minutos. Disponible en el catálogo de Mubi.



    Mariona, 15 de febrero

    Estimado Aarón,

    Antes que nada, deja que me disculpe por haber tardado tanto en escribir. La verdad es que la generosidad del corto de Mati Diop ha resultado un poco abrumadora: qué ideas trabajar, cuáles dejar fuera… Cerraba puertas e inmediatamente la película abría otras. Podría seguir deambulando semanas —incluso meses— entre medias certezas y su réplica inmediata, así que prefiero compartir contigo este campo de juego en el que palabras e imágenes se incorporan orgánicamente. Me disculpo, pues, si mis palabras son menos afiladas de lo que me gustaría. De ellas, por lo menos, me fío más que de mí misme.

    Primer fragmento: una estancia a oscuras y un panel de cinco ventanas, con persianas venecianas echadas, entre los listones de las cuales se cuela un poco de luz grisácea del exterior. El tiro de cámara está ligeramente desnivelado, por lo que rehúsa cualquier amaneramiento compositivo y, en su lugar, dirige nuestra atención a los dos verdaderos intérpretes de las imágenes: una figura, femenina, y su fondo, la ciudad. La mujer sube primero la persiana de la izquierda, tirando de un cordón, luego hace lo mismo con la contigua. Da unos pasos en la oscuridad para acercarse a la tercera, destapando, con su movimiento, un paisaje que deviene naturalmente objeto de nuestro interés. Digo naturalmente porque, por sustracción, es prácticamente el único signo legible de toda la escena. Se trata de una línea de rascacielos residenciales, a primera hora de la mañana en un día nublado. Ni siquiera la línea de horizonte es bella stricto sensu: ya sea por el carácter acallado que desprenden las cosas bajo la luz plana de un nubarrón, o bien el desprecio sistemático por la estética ruda de los armatostes de cemento de la banlieue, en un enésimo síntoma de clasismo internalizado.


    Con el tañido de la punta metálica del cordón contra el marco de la ventana como toque de atención, volvemos al compás parsimonioso con que la figura sube la tercera persiana. Ella es una mujer joven, pero es difícil inferir nada más de su apariencia. Abrirá entonces ese cuarto batiente y, con él, van a colarse en la habitación el murmullo de pájaros y primeros coches, que anuncian siempre el final de la noche con discreción y diligencia. Nos fijamos, con ellos, en el fondo: esa ciudad que está presente y ausente a la vez. Ante la ausencia de una narrativa explícita, «útil», quizás recordemos ahora la última vez que trasnochamos, la fatiga mareante venida de la adrenalina, la satisfacción cansada, la intensidad de la vivencia insomne… Nos vamos de tema. La joven abre el batiente, entra el sonido y, justo cuando alarga la mano para tirar del quinto cordón, esa persiana cae. No es nada espectacular, simplemente se desmonta. Le siguen dos segundos de quietud extrema, la joven con los listones destartalados en la mano, tan sorprendida como nosotres. Corte a negro y entra título: «In my room». ¿Qué ha sido eso?

    Partiendo del resto de imágenes del corto, te habrás dado cuenta del carácter eminentemente extraño de esta secuencia, como dislocada, tan fuera de sitio como solo se le permite a un preludio. Es un cold open, en un sentido literal: leo el metraje por delante como un proceso dialéctico, síntesis continuas que toman sentido por montaje. Ya nos extenderemos sobre ellas más adelante, pero me resulta claro que la mejor mano de Diop se juega justamente en las sumas fuera de la propia imagen: en los caminitos y espejismos simbólicos que propone. Quizás por ello la ambigüedad rotunda de este plano pese como una losa. Si tuviera que describirlo brevemente, diría que es uno de los pocos cuadros realmente «vacíos» del corto: sin voz en off, sin un atisbo de belleza sobrecogedora, sin nada, aparte del propio ir y venir de la mirada. Al mismo tiempo, sabemos que en el despertar inmemorable de la criada de Umberto D. (Vittorio de Sica, 1952) también se escondían rastros de una trascendencia verdadera.


    En estas primeras imágenes, Mati Diop nos invita a mirar fijamente hacia la nada, buscando algo significativo a lo que asirnos. Así, nos prepara para una suerte de aparición, que llega, en este caso, bajo la forma de unas persianas que caen. Podríamos decir que una búsqueda, la nuestra, da paso a otra, la de la misma cineasta, y que toda la película se desenvuelve a partir de este instante. Por otra parte, intuyo que nos predispone, con esta revelación en el vacío, a dialogar en términos de película de fantasmas. Pienso en Personal Shopper (Olivier Assayas, 2016) y en cómo Kristen Stewart recorre la pantalla con la mirada, en el tira y afloja vigilante de quien sabe que cada rincón oscuro puede ser una puerta de entrada para lo fantástico (lo fantástico ha sido, desde siempre, cuestión de apariciones). No obstante, la pregunta que se abre en la caída repentina de las persianas, esa vía de entrada de lo intangible, es cortada de inmediato: la interrumpe el título, que promete desvelarnos el sentido de esta realidad desencajada dentro de un contexto acotado: «In my room». Para ver cómo, tendremos que agudizar la mirada. Aunque, claro, puede que los fantasmas, como todas las cosas que perdemos, se nos aparezcan solo cuando no los buscamos.

    Tú dirás.

    Un tele-abrazo bien fuerte,
    Marions



    Aarón, 23 de febrero

    Queride Marions,

    En primer lugar, gracias por aceptar mi ofrecimiento para escribir juntos sobre la Diop, y sobre In my room, que ha sido uno de los grandes estremecimientos de este convulso comienzo de 2021.

    Comenzaré, por tanto, con una pequeña confesión. Creo que todos tenemos pequeños tics personales para saber cuándo una película realmente nos ha golpeado y cuál es la magnitud con la que se impone. Decía Truffaut por algún lado que, en su caso, si veía una película dos veces, entonces era una buena película, pero que, si llegaba a los tres visionados, entonces sabía que se enfrentaba a una obra maestra. En mi caso, la relevancia de una pieza se mide en el tiempo exacto que tardo en utilizarla en clase. Ofrecer una cierta secuencia, un cierto plano, intentar pensar con mis alumnos y alumnas lo que hay en la pantalla me ofrece la prueba de fuego que, quizá, está detrás de todas nuestras críticas: ¿Estamos viendo lo mismo?

    In my room, además, ha desmontado muchos de los prejuicios que llevaba en mi maleta sobre lo que podríamos llamar «el cine del confinamiento». Esas piezas improvisadas, hiladas sobre la marcha o falseadas que han ido pasando sin pena ni gloria ante la imposibilidad de encontrar una poética capaz de explorar y trascender esa terrible vivencia que tenemos clavada en los huesos. Sugeriría —no sé si compartes mi opinión—, que la pieza breve de la Diop ha sido, en muchos sentidos, la primera voz fílmica real sobre el COVID.

    Rodar sobre los muertos, rodar sobre la ausencia o la tristeza que comenzamos a experimentar hará cosa ya de un año, es algo que únicamente conseguirán aquellas sensibilidades que no renuncien a gritar yo allí donde todavía no tenemos un ritual colectivo, simbólico, un punto de unión que nos represente ante las montañas de cadáveres y la experiencia de esa tristeza radical que hemos vivido. Y eso es algo que me atraviesa en ese plano de apertura que has analizado extraordinariamente, y también aquí:
    «Corte a negro y entra título: ‘In my room’. ¿Qué ha sido eso?», escribías. Bien, pues aunque parezca obvio, eso es ni más ni menos que lo que promete el propio título: su habitación. Y qué maravilloso truco de magia, qué tremendo regalo abrir esa puerta, permitirnos habitar ese espacio, asomarnos ahí.

    La habitación, ese espacio reservado para la intimidad y la escritura —A Room of One’s Own—, para el cuerpo y para los usos del tiempo o la nostalgia. A una habitación propia se invita únicamente a aquellos con los que se desea compartir un chispazo de intimidad, una pequeña migaja de tiempo o así. La tipografía blanca, tan leve, centrada, tan extrañamente frágil.

    Pensaba precisamente en clase al ver el crédito en una suerte de sonoro bofetón a Ulrich Seidl. Concretamente, a su En el sótano (Im Keller, 2014). Por mucho que me interese la obra del austriaco, reconozco que ahora quizá es el tiempo de la habitación ajena, de la intimidad, de eso tan propio que debe doler, necesariamente. «El» sótano es el espacio inconsciente, el del sucio secretito —decía Deleuze—, ese al que nos gusta asomarnos para relamer nuestra mirada de cuerpos y conductas que se nos antojan risibles. Pero ahora, nos guste o no, estamos en el tiempo donde el cuerpo exige un abrazo, una caricia, un contacto, y por extensión, donde ese abrazo pasa por el replanteamiento de la cuestión familiar.

    Y no podemos mover el pie ni del planteamiento psicoanalítico, ni del esquizoanálisis, obviamente, pero sí que podemos reivindicar que la familia está llena de voces —entramos en el campo de la hauntología, y aquí la Diop es una diosa absoluta de la cuestión—, y que esas voces se empiezan a filtrar por nuestras rendijas, por debajo de las alfombras, que esas voces que vivieron una guerra, enterraron a sus muertos, se sometieron a la felicidad quirúrgica de la segunda mitad del XX y acabaron más o menos demenciadas resuenan, aquí, en la hora del confinamiento. Me escribes: «Aunque, claro, puede que los fantasmas, como todas las cosas que perdemos, se nos aparezcan solo cuando no los buscamos». Llevas toda la razón y, por extensión, es intolerable lo bien que escribes.

    Pienso en las voces en off de los viejos documentales de la II Guerra Mundial. La mala teoría, la teoría apresurada, es la que piensa en plancha el narrador omnisciente, la voice-of-God, el documental limpio y planchado, recién sacado del clasicismo. Documental/propaganda. Pero la abuela de la Diop habla de un conflicto bélico que también tuvo sus propias voces fantasmales —por ejemplo, Jane Darwell y Henry Fonda en The Battle of Midway (John Ford, 1942) —, que tuvieron que inventarse una biografía —ahora viene llamándose autoficción— porque al cadáver hay que atarle siempre un ramillete de palabras en la muñeca.

    La abuela de la Diop es la voz en off que no hace autoficción, sino que es al mismo tiempo el puente que cruza el siglo y la piel que abriga en esos planos en los que llueve o se pone el sol. La abuela de la Diop es la jamba que sujeta la puerta de su habitación, y por lo tanto, el umbral que nos sustenta, como espectadores, entre el allí (el tiempo vivido, la memoria perdida) y el aquí (la extraña e incomprensible intimidad del confinamiento). Es decir, si lo piensas, la abuela de la Diop es la Historia misma.

    Es la voz de la Historia, porque si atendemos a cómo es retratada por la directora…


    ...vemos que lo que llega hasta nosotros no es tanto la fotografía, sino la mirada que la propia Diop captura con su cámara y proyecta sobre la pantalla de su ordenador. Ruido de píxeles, textura de escaneado, un puntero de un ratón que acaricia o rasga el rostro. Es la resaca de la vida, o lo que es lo mismo, el gesto estúpido de la piel en formato jpg para que se pierda definitivamente en nosequé nube informática —la nube que emerge de los tanatorios digitales— o en un disco duro olvidado en una mudanza o desplomado contra el suelo. Mirar jpgs, recordar pieles, sigue siendo algo más imperfecto que escuchar la voz, y a partir de ahí, dejarse acunar o aterrorizar por esas vivencias que van y vienen, hasta sumergirse y naufragar en la demencia senil.

    Hay que bucear, junto a la Diop, en esas aguas, aunque nos duela, ¿no crees?

    Un tele-abrazo enorme de vuelta,
    Aa. R.



    Mariona, 18 de marzo

    ¡Aarón, maco!

    No puedo creer que haya pasado prácticamente un mes desde que respondiste a mi misiva. Deseo de todo corazón que este intervalo haya repelido algo la tendencia a esa «teoría apresurada» de la que te aquejabas en las líneas anteriores…

    Debo empezar subrayando lo brillante que es el arco que trazas entre Historia, familia y voz/mirada… ¡Me dejas el listón muy alto! Sigo con el último de estos pilares: la mirada, ligada también al acceso privilegiado del espacio íntimo. La Diop nos abre las puertas de su intimidad, sí, pero construye el grueso de la película a partir de vistas al exterior, a través las ventanas. Detrás, la habitación del título queda solo dibujada de forma incompleta, como si no pudiéramos hacer más que suponerla, por aquello de que toda casa tiene una cuarta pared. Soslayado el aire que queda a sus espaldas, la cineasta coloca la cámara adonde se alzaría ella y apunta afuera. Quizás porque durante el confinamiento es afuera adonde hemos buscado todes la evidencia de un tiempo que parecía no pasar, quizás porque su espacio personal fuera aún un pequeño caos al que no podía dar forma o sentido. Quizás porque, simplemente, mantenemos una relación más impersonal con aquellas cosas que conviven con nosotres sin demasiado ton ni son, que con aquello sobre lo que posamos los ojos, aquello que no podemos dejar de mirar. Así es que, a veces, un detalle en la fachada del bloque de enfrente, si en él reparamos lo suficiente, deviene más hogareño que el espacio tenemos detrás. Sería una curiosa redistribución de la dicotomía interior-exterior, ¿no? También, una forma de dar sentido a esta distancia a la que nos vemos sometidos a diario y que provoca sed de abrazos. O una forma de aceptar que en el fondo nos gustaría aprender a estar comfy, tranquiles, haciendo el gato… Mirando por la ventana, y ya.

    Pienso: hablamos del mundo interior de la Diop, pero solo en dos momentos aparecerá ella, en carne y hueso, para contemplar el paisaje con nosotres y, así, dar algo de cuerpo a unas visiones acompañadas nada más que por la voz de un fantasma. Se trata de dos planos relativamente cercanos en el tiempo, ambos situados prácticamente al inicio de la cinta. Uno la encuentra sentada delante de su mesa de trabajo, de cara a un crepúsculo precioso, mientras ella se remueve en su silla, visiblemente enfrascada en una borrasca de pensamientos. En off, la voz semiperdida de la abuela manifiesta su soledad terrible, con las defensas levantadas lo justo y necesario: «Nadie se ocupa de mí. No digo nada, pero… No es divertido, ¿sabes?». Las madames no se sienten solas. Ahí Diop es pura «mujer-en-la-ventana», como exclamarían los teóricos Xavier Pérez y Jordi Balló… Mujer que evoca, que recuerda y se olvida, mujer que se arrepiente. Hay un corte y nos abocamos al ventanal, soles ante el paisaje, como si Diop se abriera en abyme: allí queden las grabaciones para permitirnos, como decías, acompañarla un poco en su virtualidad.


    Sin embargo, como verás, el segundo plano con figura mirante (en realidad, el primero en orden cronológico) es el que nos obliga a ir un poco más allá en nuestro análisis. Hace un día magnífico, uno de esos en que el sol brilla, pero no quema. La Diop está tomando el sol, recostada en el marco de la ventana de la cocina, pies alzados, descansando cómodamente… Estira el cuello de su camiseta para que los rayos alcancen más extensión de su piel. Descansa la mirada, como quien no quiere la cosa, en un punto distante. Entonces se cubre los ojos para verlo mejor y, compositivamente, una clara diagonal que sigue la posición de su torso nos dirige hacia el hueco que queda entre dos edificios. Cuando vemos el fragmento por primera vez, no podemos imaginar qué es lo que allí se encuentra y, de hecho, lo más probable es que ni nos lo preguntemos. Unos diez minutos más tarde (ya hacia el final de la cinta), la cineasta colocará un inserto, discreto, que nos lo explique: se trata de un cementerio.


    Aquí me viene de perlas tu pregunta: «¿Estamos viendo lo mismo?». Primero, para interpretar el plano de «la Diop al solecito» como un enésimo acto de retorno a la «muerte de su abuela» (vean la enorme distancia que se abre entre ambos conceptos), hay que haber visto como mínimo el cortometraje entero y hay que haberse dado cuenta de la existencia de ese inserto, así como deberemos haber recordado y releído simbólicamente algo tan fugaz como un atisbo al vacío. Por mi parte, yo creo haber repetido ya la película una docena de veces como mínimo, preparando este análisis, y hasta el día de hoy no me había dado cuenta de que esta relación era perfectamente posible. Mi versión de la película, por lo tanto, no ha cambiado solo de forma natural, con el simple devenir de los días: al contrario, mi mirada ha mutado, íntegramente revolucionada por unos planos que, en principio, «no decían nada» y solo con la insistencia han empezado a emitir señal alguna. Creo firmemente en un trabajo a consciencia de parte de la Diop para encerrar en sus planos resistencias invisibles, que piden otro tipo de visionado para ser desveladas y, finalmente, resueltas.
    Pero tate, el truco: tampoco yo puedo asegurarte que lo que hay en el vacío entre los dos bloques de viviendas sea un cementerio… Al fin y al cabo, ni con la resolución 4K del reproductor de Youtube pueden distinguirse en la lejanía más que unos árboles, un caminito y muchos objetos horizontales, ordenados y brillantes al sol. Donde yo veo un cementerio, tú podrías identificar un aparcamiento, lleno de vehículos. Ante la ambivalencia, maravillosa compañera de viaje para cualquier película, lo que único que podemos garantizar es nuestra propia perplejidad. Un sorprenderme de mí misme, en este caso, por lo teñida que ha quedado mi mirada de muerte… Por lo inequívocamente oscuras que se me aparecen las imágenes de la Diop después de repetirlas una, y otra, y otra vez.

    Es posible que la sobreexposición a la muerte sea la cura también para esta malaise en clave baja que experimento desde que acabó la temporada de festivales y volví a quedarme parcialmente confinade en casa. Quién sabe, quizás atisbando los contornos de mi propia angustia logre dejar de mirar tantísimo Twitter. Supongo que, como en la película de Diop, todes matamos nuestro tiempo como podemos. Nos distraemos para luego sorprendernos con la llegada brusca de los finales.

    Me pillas optimista, hoy :P

    Un abrazo de oso (virtual o virtu-oso) muy, muy fuerte,
    Marions

    PD: perdona por este chiste terrible, de verdad.



    Aarón, 13 de abril
    Queride Marions,

    Me encanta lo de maco. Es una de las palabras más hermosas que puede recibir un madrileño de nacimiento, y me trae siempre la alegría de los amigos catalanes, el ser bastardamente una mica un de vosaltres. Maco es una palabra que me sabe a verano, a grandeza, a abrazo, y que recojo, no te lo imaginas, con un inmensísimo cariño.

    Aunque lo parezca, este párrafo no se desvía ni un milímetro de In my room, o más concretamente, de las cosas que apuntabas en tu carta. Decías: «Toda casa tiene una cuarta pared», o la dialéctica interior/exterior en tiempos del confinamiento. Es curioso que ambos estemos fascinados por los planos de la Diop convertida en figura mirante —¡excepcional la referencia al posible cementerio! Se non è vero è ben trovato—, y excepcional también la manera en la que se plasma, plásticamente, esa extraña sensación que tanto atravesamos cuando salíamos a los balcones a intentar atisbar el horizonte en el que se deslizaba, muy lentamente, aquel tiempo de la espera. En In my room esperamos algo, creo, algo que ya sabemos desde el principio que es la muerte pero que intentamos esconder debajo de los frames y de las líneas de diálogo, con esa actitud siempre un poco infantil e irresponsable de quien ya sabe de antemano cómo acabará la cosa. La primera vez que vi la pieza recuerdo que ese plano agónico, desolador, del sol poniéndose inmisericordemente tras los edificios mientras la banda sonora emitía los sollozos aterrados de la enferma me resultó poco menos que insoportable.
    Exhibir el ocaso, el apagarse de la anciana mientras el sol se pone quizá sea una metáfora inevitablemente básica, pero… ¿por qué parece funcionar tan bien? ¿Por qué se impregna y nos impregna de esa sensación de estar asistiendo a un dolor trascendental, y a la vez, a una acongojante despedida? Porque el mundo entero se apaga en ese plano: se apagan los recuerdos, se apaga la cordura, se apaga la lógica del cuerpo.

    Durante el día, la Diop espera, y mira por la ventana. Durante la noche, canta y baila.


    Es la vida, sin duda, la que tiene que acomodarse a esas otras formas noctívagas, la mascarada, el disfraz, la fiesta imposible, el duelo imposible. La Diop se mira recortada en el espejo —un espejo que recorta sus piernas, luciéndose junto a esa solitaria bola de discoteca, sol en ocaso perpetuo que nunca se pone—, y se hace selfies, o pica en las horas muertas del hambre imposible del confinamiento en su nevera. Comer, bailar, socializar, esos ejercicios que necesitaron interlocutores, espacios que desaparecieron. Recuerdo las noches de brindar con la cámara web, encerrado en una cocina mal iluminada con mis amigos de mi lejano Madrid que no me llaman maco, sino tronco, que viene a ser algo así como el maco madrileño. No es lo mismo, de acuerdo, pero por ahora nos sirve.

    Los bailes que hacíamos en el balcón quedan aquí reescritos en ese playback gigante e incontestable, operístico, demoledor, en el que se plantea la vida ya nunca vivida, el gesto glorioso que ha sido enterrado con la anciana, la medición concreta y absurda del final. Todos los finales son un poco absurdos, de igual modo que todos los playbacks son un poco absurdos, de igual modo que todos los recuerdos, por su propia naturaleza, son también inevitablemente absurdos. Escribías en tu última carta un último párrafo realmente escalofriante, con una frase que se quedaba flotando ahí, en mitad del corazón: «Nos distraemos para luego sorprendernos con la llegada brusca de los finales». Creo que una de las puñaladas de In my room, precisamente, surge de que su final está bruscamente ya escrito prácticamente desde los primeros planos, de tal modo que ese distraerse que realiza la Diop tiene ya el filo doloroso de lo que ha quedado demolido. Me explico: ¿cómo distraerse después del final? ¿Volver a Twitter, pasear por la linde de lo que uno va siendo? Hay algo de la cuestión de la madurez en la propia disposición de la pieza de la Diop. Yo, que ya peino bastantes canas, llevo ya un par de años dándome cuenta de que la vida te recoloca en ese espacio en sombra donde no puedes ser más tus padres, pero tampoco puedes confiar en que el tiempo que te queda es, de alguna manera, interminable. La teoría siempre está clara —uno sabe que tiene que envejecer y morir, después de todo—, pero la práctica la van escribiendo año tras año los acontecimientos, las sorpresas, pero, ante todo, los finales. De ahí que la película de la Diop se aparezca como un mausoleo y también como un aullido: ella ocupa la creación, pero al mismo tiempo, sabe de la oscuridad de su legado. ¿Cómo rodar, cómo seguir rodando en casas cuando afuera señorea, de alguna manera, la muerte misma?

    Quizá el confinamiento, ahora que ya hace un año que nos quedó a la espalda, fue precisamente ese ejercicio de muerte simbólica global que nos arrojó a una muerte simbólica personal. Quizá por eso In my room lo cuenta mejor que el resto de cintas que se han rodado al respecto: porque ya no hay posibilidad alguna de zafarse de esa opción personal, dolorosa, inmediata, frente al acto de morir, envejecer, recordar y atravesar/atravesarse en el final.

    Ha sido un placer cruzar contigo esta colección de palabras, y espero de corazón que estés lo mejor posible. Ojalá volvamos a coincidir muy pronto en un nuevo texto.

    Recibe un abrazo (también virtual y de oso, por supuesto) muy fuerte,
    Aa. R.


    Mariona Borrull & Aarón Rodríguez Serrano |
    © Revista EAM / Barcelona-Castellón


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