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    Cine Alemán Siglo XXI

    Especial siglo XXI | «¡Yo confieso...!»


    ¡Yo confieso...!

    Ensayo de Elisenda N. Frisach sobre el cine del siglo XXI

    Especial 13º aniversario de EAM: el cine del siglo XXI

    John Keating, el profesor de literatura interpretado por Robin Williams en la película generacional El club de los poetas muertos (1989) de Peter Weir obligaba a sus alumnos a arrancar el prólogo de la antología poética que iba a servirles de referencia durante el curso, dado que su autor calificaba las obras seleccionadas en virtud de parámetros casi matemáticos, los cuales le parecían a Keating inapropiados para dilucidar las bondades o los defectos de un poema. Si bien es una tontería afirmar que la calidad de una creación artística depende de su grado de perfección formal, no lo es menos glorificarla por consideraciones subjetivas, a menudo vinculadas a cuestiones ajenas a la obra en sí. ¿Cuántas veces nos ha pasado que auténticas bazofias nos encantan en un momento concreto de nuestra existencia, y que por ello, extinguido el contexto en el que las conocimos, su revisión nos ha provocado vergüenza? De hecho, es entre estos dos extremos entre los que se desarrolla ―o debería de desarrollarse― la labor del crítico; esto es, entre sus conocimientos del medio expresivo en el que tiene lugar la manifestación artística que debe analizar, y que atañen no solamente a elementos formales, sino también a la historia de dicho medio e incluso a cultura general, y entre sus propias preferencias personales. Viene a mi memoria la gran reseña que el compañero Aaron Rodríguez hizo de Bohemian Rhapsody (2018), donde exponía que una pieza plagada de defectos puede lograr plenamente lo que pretende; y no solo porque maneje con habilidad sus manidos trucos, sino porque apele a una parte de nosotros mismos que nos cuesta controlar: las emociones. De ahí que toda crítica fílmica que se precie no tendría que elogiar una película tan solo por gustos íntimos, como tampoco por tendencias coyunturales ni por apreciación de la exquisitez en su ejecución. Evidentemente, la objetividad absoluta no existe en nada que sea llevado a cabo por humanos, pero se trata de aspirar, en la medida de lo posible, a ella.

    Con esta introducción, pretendo despertar la curiosidad ―y aun la complicidad― del lector, pues como él yo soy asidua leyente de crítica fílmica, y no pocas veces me ha parecido que los criterios de enjuiciamiento de las cintas respondían a extraños caprichos de quienes las juzgaban. Para reivindicar la ímproba tarea de reducir a 20 películas la producción internacional llevada a cabo a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XXI, y que la redacción de esta revista ha realizado contando con el criterio combinado de las listas individuales de sus colaboradores —recomiendo acercarse a todas ellas, muchísimo más interesantes que el frankensteiniano resultado final—, me gustaría poder explicar el porqué de mi selección. Más que nada, para que el lector no sienta que la aleatoriedad ha regido mi muy meditada elección.

    Imagen de cabecera: Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu'da, Nuri Bilge Ceylan, 2011).
    Caché (Michael Haneke, 2005).

    Las 21 mejores películas del siglo XXI para Elisenda N. Frisach

    De buenas a primeras, sin duda puede sorprender que se hayan quedado en el tintero obras unánimemente aclamadas ―y con toda la razón, añadiría― como, por ejemplo, tres películas que destaco por la pasión incondicional que me suscitan: I'm not There (2007), La gran belleza (2013) o Retrato de una mujer en llamas (2019); o bien autores que se cuentan entre mis favoritos como David Lynch, Naomi Kawase, James Gray o los hermanos Coen. El porqué de estas ausencias se debe a diversos motivos. Si tuviera que analizar uno a uno cada cineasta que he omitido, este artículo sería interminable, y en realidad acabaría por hablar de lo ausente en vez de lo presente. Tomando a los autores que he citado como ejemplos, Lynch y los Coen quedan fuera porque muchas de sus grandes creaciones se hallan en el siglo XX; Kawase, porque su cine poético y testimonial responde a una forma de narrar que no es invención suya; Gray porque crea obras de un clasicismo exquisito pero nada innovador; y así con cada uno de los omitidos. Resumiendo, lo que básicamente explica excluidos, no solo ilustres sino de quienes me declaro absoluta devota, es mi propósito de ofrecer un fresco variado y ecuánime. Es decir, que, sin descuidar mis preferencias individuales, se aleje de gustos coyunturales, que tenga en cuenta la importancia de cada cinta para el desarrollo fílmico posterior y que ofrezca una representación internacional lo más amplia posible, en la que también haya cabida para el cine comercial, dado que obviarlo es tanto como vivir en un castillo de marfil y negar la influencia que la cultura pop tiene en nuestra cotidianidad. Esto también explica que buena parte de los omitidos sean estadounidenses, y también el motivo de algo mucho más sustancial: el hecho de que en mi lista los directores únicamente aparezcan representados con una sola de sus creaciones. Honestamente, habría puesto más de un filme de Paul Thomas Anderson, Lee Chang-dong o Bong Joon-ho, mientras que tuve un encarnizado debate interior sobre con qué filme se vería representado Michael Haneke, si con La cinta blanca (2009), con Amor (2012) o con el que finalmente he escogido, Caché (2005). En realidad, decir que una de estas películas es mejor que las otras resulta absurdo: estamos ante indiscutibles obras maestras (una expresión que jamás empleo a la ligera). Si la balanza se ha inclinado en favor de la última ha sido simplemente porque se trata de una cinta cuya comprensión ulterior exige una participación mucho más activa por parte del espectador que Amor, mientras que el análisis de nuestra contemporaneidad que lleva a cabo Caché no se produce desde una perspectiva diacrónica y estilizada como en La cinta blanca, sino que coloca cara a cara al espectador ante la sociedad en la que habita con unas imágenes directas, sucias e inmediatas, en las que es difícil huir del autorreconocimiento y la culpa colectiva. No en vano, una de las escenas más impactantes del metraje hace gala de una frontalidad tan incómoda como dolorosa. Parafraseando a Tennyson, la pantalla se rasgó de lado a lado.

    Igualmente, si hubiera tenido que dejarme llevar por filias personales, no aparecería en la lista nada de la producción, pongamos por caso, de Lars von Trier, autor al que considero bastante sobrevalorado, cuya fama de juventud nunca acabé de entender —El elemento del crimen (1984) y Europa (1991) son hábiles pero estériles—, mientras que las obras que integran su denominada «Trilogía de la depresión», de tan pretenciosas y megalómanas, caen en el más absoluto de los ridículos. Sin embargo, hay en medio de estos dos momentos un puñado de joyas verdaderamente deslumbrantes, entre las que destaca la que es una de las mejores piezas sobre Estados Unidos —o sería mejor decir sobre el Imperio estadounidense, y las antipatías y simpatías que despierta— nunca rodadas: Dogville (2003), que, encima, no solo es capaz de forzar los límites expresivos del lenguaje fílmico con una elegancia inusitada, sino que, en una pirueta tan audaz como magistral, sacude de arriba abajo la moralidad del público, al hacerle cómplice gozoso de la peor de las atrocidades.

    The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, 2012)

    «Completar el visionado de The Act of Killing deviene, contra todo pronóstico, una experiencia catártica, y proporciona una seguridad realmente reconfortante frente a lo insoportable».


    Harina de otro costal es el orden en el que se presentan las obras; en puridad, ninguna de ellas tendría que superar al documental de Joshua Oppenheimer The Act of Killing (2012), porque, con sus menos de dos horas de duración, logra demostrar que el arte, el verdadero arte, ese destinado a perdurar en el tiempo, no es algo dirigido a cuatro onanistas encastillados, ni tampoco una forma pedante de llamar a la evasión, sino que se trata de uno de los instrumentos más potentes de indagación del sentido de la vida de los que dispone el ser humano. Pese a tratarse de una pieza muy exigente con el espectador, puesto que reclama altas dosis de tolerancia ante el horror —por no mencionar su negrísimo humor—, completar su visionado deviene, contra todo pronóstico, una experiencia catártica, y proporciona una seguridad realmente reconfortante frente a lo insoportable; y es que si el mal, como muy bien determinó Hannah Arendt, es a menudo «banal», puesto que no es fruto de sibilinos e inhumanos villanos, sino que es azuzado y normalizado por tesituras sociales aberrantes, el bien terminará por imponerse cuando tales tesituras desaparezcan.

    No es ningún secreto, en esta línea, que el cine documental está viviendo una época de oro —la sombra de los reality shows es alargada—, al haber traspasado los márgenes más minoritarios para convertirse en un producto, si no comercial, al menos capaz de llenar salas de aforo pequeño con regularidad. Exit Through the Gift Shop (2010), Senna (2011) o Searching for Sugar Man (2012) son una buena muestra de ello, con una taquilla que ronda los 10 millones de dólares. No podía, por ello, dejar la lista sin la representación de uno de los grandes maestros del género, Werner Herzog, quien, además, ha alumbrado algunas de sus mejores creaciones precisamente en su etapa de madurez, como Into the Abyss (2011) o La cueva de los sueños olvidados (2012). Y es Grizzly Man (2005) una pieza que, sin salirse de los cauces del cinéma vérité, gira en torno a un personaje que parece surgido del imaginario del director bávaro, de forma que, con una soltura solo posible para los más grandes, convierte un relato a priori estrictamente documental en una recreación subjetiva y ficcional, donde no solo hace del protagonista un «héroe» al estilo de Aguirre o Fitzcarraldo, sino que acaba por constituirse en una sentida reflexión sobre la existencia.

    En otro orden de cosas, puede sorprender que en la lista se encuentre una película tan reciente como Parásitos (2019) de Bong Joon-ho, pues soy una firme defensora del tiempo como elemento de maceración de lo auténticamente digno de destacar y perdurar. Si en este caso he hecho una excepción, es debido a que se trata de un filme cuya absoluta perfección, a todos los niveles —de dirección, de guion, de interpretación...—, consigue finalmente lo que han estado intentando realizadores de todo el globo desde la crisis del 2008 con desigual fortuna. Esto es, ofrecer una cinta que, incluso centrándose en la denuncia de los estragos del feroz capitalismo neoliberal —la gran pandemia de nuestros días, no la COVID-19—, entretenga, seduzca y divierta y, en consecuencia, sea capaz de llegar a una amplia audiencia. El hito histórico logrado en los Oscar no es algo exclusivamente anecdótico: es una clara evidencia de este hecho.

    Naturaleza muerta (三峡好人, Jia Zhangke, 2006)

    «Jia Zhangke se ha convertido en el gran glosador de la transformación de su país en un monstruo bicéfalo que aúna con pavorosa naturalidad los males del capitalismo y el comunismo: ahí es nada».


    Aprovechando lo dicho, la representación asiática en la lista es bastante notable, con otra firma coreana (Lee Chang-dong), una china (Jia Zhangke), una taiwanesa (Ang Lee) y una tailandesa (Anocha Suwichakornpong). Sin duda, para cualquier cinéfilo que se precie, es ya un axioma la calidad del cine surcoreano de las últimas décadas. No incluir en la selección final a directores de la talla de Kim Ki-Duk, Hong Sang-Soo o Park Chan-Wook me ha partido el alma, pero... ¡es que eran solo 20 películas! Sé, por otra parte, que asombrará que haya optado por una autora poco conocida como Suwichakornpong para representar otra cinematografía, la tailandesa, que cuenta con alguien de la proyección de Apichatpong Weerasethakul. Espero que no se dude de mí cuando digo que no ha sido por un prurito de rizar el rizo, sino por el simple hecho de que Mundane History (2009) es con probabilidad una de las experiencias fílmicas más indescriptibles que he tenido en la vida. No voy a extenderme con esta película; baste con decir que muy pocas veces como aquí he sentido plenamente la condición de arte total del cine. Y si ha quedado arrinconada al modesto lugar de bonus track es por ese afán de equilibrio y objetividad que ya he comentado: poner una pieza que hemos visto cuatro y el Tato en los puestos más altos del listado, como me pedía el corazón, hubiera sido ostentar mis carencias como crítico, no mis virtudes.

    Ello también explica que Naturaleza muerta (2006) se encuentre entre las diez primeras, al tratarse de la más perfecta de todas las propuestas de un autor, Jia Zhangke, que se diría incapaz de hacer un mal filme, quien además se ha convertido en el gran glosador de la transformación de su país en un monstruo bicéfalo que aúna con pavorosa naturalidad los males del capitalismo y el comunismo: ahí es nada. No es casualidad que la mayor parte de su producción tenga elementos autorreferenciales y cuente con una pátina fantasmagórica, en la que lo más cotidiano convive con elementos genéricos alejados del realismo, desde la fantasía o el noir hasta la ciencia ficción. Todo ello sirve para recordarnos que la China actual es tan intrincada que la única forma de poder describirla es mediante el artificio. Nada que ver, y ya para cerrar este recorrido por el lejano Oriente, con la perspectiva de Ang Lee, un autor a caballo entre dos mundos, representante de una forma de entender el cine popular, que no populista, que ha sabido enriquecer la transparencia de la narrativa americana clásica con una sensibilidad netamente asiática (ritmo pausado, riqueza sensorial), con lo que su trayectoria se caracteriza por obras de discurso meridiano pero repletas de hondura y sutileza como la escogida, Brokeback Mountain (2005), una de las mejores historias de amor nunca rodadas.

    El caballero oscuro (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008)

    «No hablar del cine superheroico en el siglo XXI, o hacerlo únicamente para denostarlo, demuestra una cortedad de miras que no sé entender si se ama en verdad el séptimo arte».


    Y entramos así en la parte más «comercial» de la recopilación, pues si Lee es sin duda un autor de buena taquilla, dos veces galardonado por Hollywood, ¿qué se puede decir que exitazos como la saga de El señor de los anillos (2001-2003) de Peter Jackson o El caballero oscuro (2008) de Christopher Nolan? Pues que las producciones destinadas a audiencias masivas no tienen por qué ser un monumento a la estulticia, redundar en clichés u ostentar la factura chapucera propia de los productos de usar y tirar. Respecto a Nolan, únicamente puedo decir que ha probado como pocos esta tesis, con filmes que equilibran con engañosa facilidad el sentido del entretenimiento circense del cine primigenio con exigentes referencias intelectuales, de ahí que, siendo esencialmente un director de action movies, su filmografía se caracterice por un discurso cerebral y casi aséptico, que apela a la inteligencia del espectador y no descuida, incluso, reflexiones sociológicas, políticas y existencialistas. Buena muestra de ello es la segunda parte de su trilogía sobre las aventuras del hombre murciélago, donde, partiendo del cine de evasión más friki, juvenil y masivo que existe hoy en día (el de superhéroes), construye una alambicada disquisición sobre el mal y el bien, no como apriorismos innatos en el ser humano, sino como frutos de las circunstancias de cada individuo. De nuevo, si hubiera tenido que elegir solo basándome en gustos subjetivos, lo más probable es que hubiera sido Origen (2010) la encargada de representar al realizador británico. Pero, como acabo de decir, no hablar del cine superheroico en el siglo XXI, o hacerlo únicamente para denostarlo, demuestra una cortedad de miras que no sé entender si se ama en verdad el séptimo arte. Lo cierto es que aquí también dudé entre optar por El caballero oscuro o El protegido (2000) de M. Night Shyamalan, pero creo que la repercusión de Nolan en el imaginario popular ha sido mayor, y más regular, que la de Shyamalan, a quien no obstante considero mejor director.

    Un lector atento habrá advertido que he hablado en colectivo de la trilogía de Jackson sobre la obra de Tolkien, pero no de los filmes de Nolan sobre Batman. ¿El motivo? Por su concepción, su planificación, su realización, incluso por el hecho de que las versiones estrenadas en las salas sean inferiores a las versiones extendidas distribuidas en formato doméstico, las tres cintas que integran El señor de los anillos no pueden considerarse de otra forma salvo como un todo. He escogido la primera por eso, porque es la primera, y porque cada película tenía que considerarse independientemente en el ranking, con lo que me hubiese puesto a mí misma la traba de escoger, ya no veinte, sino 17 cintas de todo el siglo XXI. En todo caso, se ha hablado ya tanto en tantas tribunas de esta trilogía, que redundar en sus méritos ya es casi un tópico; me limitaré a apuntar que da una lección magistral de cómo adaptar una novela, al alejarse de lo caligráfico pero también de la libre interpretación. Como amante de la literatura, siempre agradeceré a Jackson y a su equipo de guionistas algo que, a estas alturas, el cinematógrafo tendría que saber hacer muy bien (adaptaciones literarias)... pero que, visto lo visto, no es el caso.

    Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu'da, Nuri Bilge Ceylan, 2011)

    «Érase una vez en Anatolia, mi rutilante número uno, es el mejor filme de Nuri Bilge Ceylan, el realizador a quien no vacilo en considerar el mejor de nuestros días».


    Y hablando de literatura: no he dejado de evidenciar mis preferencias íntimas situando en las dos posiciones más elevadas dos propuestas cuya ambición y aliento omnímodo tienen su paralelismo en la gran novelística decimonónica, el ojito derecho de los que nos pirramos con las complejidades del ser humano. No voy a dedicar ni un minuto a comentar Pozos de ambición (2007), porque hay un especial en esta revista escrito por mí sobre esta prodigiosa cinta; pero lo que sí merece un alto en el camino es Érase una vez en Anatolia (2011), mi rutilante número uno. ¿Por qué se encuentra en tan distinguida posición? ¿Es una obra maestra? Lo es. ¿Lo es más que otras que se hallan en la lista o que incluso han quedado fuera de ella? No. ¿Y entonces? Entonces es la número uno porque es el mejor filme de Nuri Bilge Ceylan, lo que son palabras mayores en una trayectoria plagada de absolutas maravillas como Lejano (2002), Sueño de invierno (2014) o El peral salvaje (2018); y es que se trata del realizador a quien no vacilo en considerar el mejor de nuestros días. Que este genio haya nacido en Estambul es la única respuesta plausible que encuentro, poniendo en el asador todo lo que he leído, visto y vivido, y toda mi sensibilidad e inteligencia, a la circunstancia de que su obra se tope con tantos problemas de distribución y que parezca condenada a ser apreciada exclusivamente por sus pares, lo que explica asimismo su éxito en los grandes festivales de cine pero su escasa incidencia, incluso, entre los círculos de aquellos que se autodenominan cinéfilos.

    La experiencia de ver por primera vez Érase una vez en Anatolia es equiparable a mi experiencia al leer por primera vez El idiota (1869) de Dostoyevski, la novela con la que descubrí a uno de los más grandes escritores de todos los tiempos. Y no lo traigo a colación para contar batallitas, sino porque la pieza de Ceylan que encabeza mi relación guarda notables paralelismos con Crimen y castigo (1866) y Los hermanos Karamazov (1880) —léase el thriller sublimado en apólogo existencialista—, aunque espiritualmente se halle vinculado al mundo de otra de las grandes plumas de la literatura rusa: Anton Chéjov. Como en los relatos y dramas de este autor (el segundo más versionado de la historia), las creaciones de Ceylan son en apariencia simples notas al pie de sucesos corrientes, personajes atrapados en sus circunstancias vitales, a menudo con peripecias aburridamente cotidianas y tristemente cómicas, que transitan su propia historia como si fuera la de otro. De pronto, empero, una mirada atenta al mundo revela la grandiosa —y dolorosa— trascendencia que anida en cada segundo de nuestra vida, pues en eso consiste básicamente el estar vivo: domeñar el instante, aceptar con lágrimas de rabia, pero también de alegría —igual que el Sísifo de Camus, otro de los referentes de Ceylan—, el paradójico don de la mortalidad. No es casualidad que, si su obra evoca a estos tres gigantes de la literatura mundial, su estilo fílmico beba de Ingmar Bergman, por lo que atañe a las relaciones interpersonales, y de Andrei Tarkovsky, en los momentos de epifanía y plenitud. A diferencia de estos dos titanes del séptimo arte, no obstante, el humor está presente, y mucho, en sus historias. Un humor que toca todos los palos, desde el slapstick hasta los juegos verbales o el schadenfreude, y que no solo expresa su delicado mensaje humanista de fondo, sino que hace mucho más digeribles momentos de un desasosiego que ya quisieran para sí autores que han hecho de la iconoclastia su sello de identidad, como Nicolas Winding Refn o Lynne Ramsay.

    El arca rusa (Русский ковчег, Aleksandr Sokurov, 2002)

    «El arca rusa se trata de una reflexión irónica, lúcida y exquisita sobre, más que la historia de Rusia, el ‘ser ruso’».


    La presencia del humor, a pesar de no estar realmente ante comedias, es un rasgo que Érase una vez en Anatolia comparte con otras tres películas de este compendio, y que representan una manera de entender lo fílmico que, a pesar de existir desde los años 60, tuvo su eclosión con la creación del Festival de Sundance: la agrupada bajo la imprecisa etiqueta de «cine indie», empleada para referirse a todas aquellas producciones norteamericanas que, o bien se hacen al margen de los grandes estudios, o bien rehúyen a propósito los manierismos propios de Hollywood, en una voluntad de expresividad artística que suele caracterizarse por un realismo estilizado en el que se apela a la complicidad del público mediante una serie de códigos visuales, emocionales, culturales y experienciales compartidos entre el emisor y el receptor. Sin duda, esta clase de propuestas no podían faltar en una recopilación de «Lo mejor de...» que aspire a ser plural, y por supuesto la elección de ¡Olvídate de mí! (2004), cumbre de esta concepción del discurso cinematográfico, era más que obvia. Nacida de la perfecta alianza de sus dos máximos responsables, Michel Gondry y Charlie Kaufman, es un canto tierno y amargo, emotivo y surrealista, a la imperfección humana, y a su obra más notable: el amor romántico. Bajo esta denominación también se englobarían El Gran Hotel Budapest (2014) y Paterson (2016), dos cintas que aparecen aquí porque sus respectivos autores no son solo dos realizadores emblemáticos dentro de este mundillo independiente, sino porque, en ellas, Wes Anderson y Jim Jarmusch parecen haber querido destilar las esencias de su arte, hasta el extremo de que bastaría con su visionado para empaparse del universo completo de ambos directores. Curiosamente, y pese a lo diferentes que son estos dos filmes, les une una misma voluntad de sublimación lírica de la existencia, en la que el humor y la melancolía van de la mano, como si se hicieran eco, cada uno a su manera, de estos versos de Ida Vitale: «De la memoria sólo sube/un vago polvo y un perfume./¿Acaso sea la poesía?». Nota bene: seguramente en este apartado habría debido de incluir Boyhood (2014) de Richard Linklater, un prodigo en cuanto exposición orgánica de aquello que constituye la esencia del cine (el tiempo). Admito que lo único que me disuadió de incluirla, más allá de la limitación de recopilar solo 20 películas, fue un motivo secundario, pero para mí capital; y es que, aunque grandiosa en su concepción, plasmación y temática, es no obstante un bildungsroman tan melifluo, tan amable, que no logra hacerme mantener el mismo nivel de interés a lo largo del metraje.

    Por otro lado, tampoco podrían faltar en el listado creaciones que se muestren muy exigentes con el espectador, puesto que es menester, para poder comprenderlas y apreciarlas en toda su complejidad, verlas con curiosidad y paciencia, además de poseer notables conocimientos de arte, historia, literatura y filosofía. Se trata de realizaciones que utilizan la pantalla fílmica como un espacio de creación global, como un lienzo, un bloque de mármol o una hoja, en las que la narración argumental es contingente, mientras que la tesis que las articula ocupa el foco central. En mi selección están representadas por El arca rusa (2002) de Aleksandr Sokurov y El caballo de Turín (2011) de Béla Tarr, no por casualidad ambas venidas del Este. La primera era casi imperativo que apareciera, al haber hecho historia con el tour de forcé, sin trampa ni cartón, de estar íntegramente rodada en un único plano-secuencia. Pero al extraordinario esfuerzo coreográfico que ello implica se le añade el hecho de que se trata de una reflexión irónica, lúcida y exquisita sobre, más que la historia de Rusia, el «ser ruso»; lo que, para una rusófila declarada como yo, resulta del todo irresistible. En cuanto a El caballo de Turín, su grado de abstracción formal y su inapelable y desolador mensaje convierten su visionado en una experiencia tan dolorosa como imprescindible. Sobre todo porque —igual que El arca rusa, por cierto— prueba que el elemento genérico, empleado con sabiduría, puede dar lugar a obras muchísimo mejores que aquellas que van de profundas basándose en hechos reales.

    En cualquier caso, nada tengo en contra de esas ficciones que adoptan los visos del realismo más improvisado (cámara al hombro, filmación en espacios reales, luz natural...) para construir un universo donde el elemento social se encuentra en la primera línea de su discurso. De ahí que aparezca, y en un puesto muy elevado, la que considero la mejor película de los maestros indiscutibles de este cine crítico, hondo y humanista: El silencio de Lorna (2008) de Jean-Pierre y Luc Dardenne. De nuevo, y como ya hice una amplia recensión sobre este filme en esta revista, no voy a loar una vez más sus virtudes, pero sí señalaré que la influencia de la obra de los realizadores belgas en los autores de cine social es tal que, en la actualidad, resulta casi imposible hacer piezas de este tipo sin imitarles, ni que sea de manera involuntaria.

    My Winnipeg (Guy Maddin, 2007)

    «Según Fellini, "todo arte es autobiográfico; la perla es la autobiografía de la ostra". Sin llegar a los extremos de delirio ególatra que me harían calificar este modesto escrito mío de "artístico", resulta innegable que en este paseo por mi selección del siglo XXI he evidenciado mucho de mí misma y de mi visión del mundo, como persona y como cinéfila».


    Quien, por el contrario, es absolutamente inimitable, al haber construido una filmografía a contracorriente de todo, desde lo ético y lo político hasta lo tecnológico y lo genérico, y llegando a ser ajeno, incluso, a las tendencias estilísticas y a la provocación rupturista, es Guy Maddin. Adentrarse en cualquiera de sus filmes es pasar a través del espejo a un mundo donde, como diría Picasso, la mentira artística —especialmente flagrante en el caso del autor canadiense— se convierte en una forma de comprender la verdad o, al menos, el fragmento de verdad que nuestro intelecto nos permite conocer. My Winnipeg (2007) es, a buen seguro, la muestra más evidente de ello. Nación como un documental sobre Winnipeg, ciudad natal de Maddin, subvencionado por su ayuntamiento para fomentar el turismo. Y, desde luego, tras ver la película, nos morimos de ganas de conocer esa población mítica y esotérica que se nos describe; pero a poco que se tengan dos neuronas, se advierte que la veracidad objetiva de lo narrado, con independencia de que pueda contener algún dato histórico real, es nula.

    En esta línea, aunque sus planteamientos sean menos radicales que los de Maddin, quien también aspira a la revelación artística desde lo ficcional y no desde lo empírico es Jacques Audiard, todo un maestro en eso que viene llamándose posmodernismo, y que cuenta entre sus filas con grandes firmas del cine de las últimas décadas: Tarantino, Kiarostami, Wong Kar-Wai... Lo que hace que aparezca en mi listado el director parisino y no cualquier otro de estos colosos del séptimo arte que encarnan magistralmente ese espíritu tan propio del nuevo milenio es una mera cuestión de ecuanimidad: que no hubiera un solo representante del país que inventó el cine me parecía, como mínimo, extraño. Y aquí, una vez más, luché entre incluir la mejor película de Audiard, Un profeta (2009), o la mejor de Bertrand Bonello, Casa de tolerancia (2011). Si me decanté por la primera se debió a que Audiard me parece un autor más sólido, que supedita a la coherencia global de cada propuesta su siempre presente afán por epatar, algo que en ocasiones, desgraciadamente, no hace Bonello.

    Según Federico Fellini, «todo arte es autobiográfico; la perla es la autobiografía de la ostra». Sin llegar a los extremos de delirio ególatra que me harían calificar este modesto escrito mío de «artístico», lo que sí resulta innegable es que en este paseo por mi selección de 20 películas del siglo XXI he evidenciado mucho de mí misma y de mi visión del mundo, como persona y como cinéfila. No es algo que suela considerar pertinente en una crítica fílmica, pero, a tenor de lo dicho al principio de este texto, excepcionalmente resultaba necesario para que el lector realmente comprendiera y respetara —que no forzosamente compartiera— mi elección. El pomposo título con el que imito el famoso artículo de Zola no ha pretendido equiparar su labor con la mía, sino más bien establecer el carácter de confesión ambigua y algo artificiosa, a lo Pessoa, de estas líneas. En todo caso, espero haber dejado claro qué fue lo que motivó cada inclusión (y alguna lacerante exclusión), para que algún navegante inquieto decida hacer un alto en alguna de las desconocidas —o apenas entrevistas— paradas en las que ha sido para mí una verdadera dicha hacer un alto en el camino.


    Elisenda N. Frisach |
    © Revista EAM / Barcelona


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