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    Cine Alemán Siglo XXI

    Especial siglo XXI | «De la imagen-espectáculo a la imagen-discurso»


    De la imagen-espectáculo a la imagen-discurso

    Ensayo de Yago Paris sobre el cine del siglo XXI

    Especial 13º aniversario de EAM: el cine del siglo XXI

    Uno de los valores más preciados del cine comercial consiste en su capacidad para, de manera voluntaria o no, hablar sobre el presente en el que se ha producido. Esto alude tanto a la esfera de la industria cinematográfica como a la social, dos espacios que en muchos casos presentan numerosos vasos comunicantes. Durante el siglo XXI se ha producido una transformación colosal en ambos campos, algo que ha tenido evidentes consecuencias sobre la producción hollywoodense. El objetivo de este texto consiste en desgranar la evolución del cine-espectáculo estadounidense —principal pero no exclusivamente el blockbuster— en las últimas dos décadas: de dónde se venía, y los momentos clave que han dejado profundas huellas sobre los modos de producción y narración. Desde unos años noventa muy alocados, donde el espectáculo sin pretensiones y la idea de relato parecían tótems innegociables, hasta un presente donde la ficción se ha convertido en un simulacro endeble que sostiene un conjunto de ideas de corte activista social que en buena medida coartan la noción de espectáculo, con especial mención al tratamiento de la imagen. A través de una serie de paradas clave en la historia reciente del país norteamericano se trazará una suerte de hipótesis que pueda dar algunas claves sobre la evolución que se ha producido en el panorama cinematográfico, un proceso de cambio que describo como el paso de la imagen-espectáculo a la imagen-discurso.

    Imagen de cabecera: Transformers: El lado oscuro de la Luna (Transformers: Dark of the Moon, Michael Bay, 2011)
    Dos policías rebeldes II (Bad Boys II, Michael Bay, 2003)

    Las 21 mejores películas del siglo XXI para Yago Paris

    I. Los locos años noventa

    La década de los noventa en Estados Unidos se podría entender como un periodo de calma política y crecimiento económico, hasta el punto de que el suceso más grave al que se asocia la legislatura doble del presidente Bill Clinton es el escándalo con Monica Lewinski. Como consecuencia, el cine no parece tener demasiado que decir en temas de agenda política, lo que se materializa en una producción cuyos discursos tienden a alejarse de la realidad del momento —aunque a nadie se le escapa que no decir nada sobre el presente es otra manera de hablar de este—, permitiendo que las ficciones se centren en sí mismas. Como consecuencia, encontramos filmes donde la idea de relato como ente orgánico es una de las líneas maestras para la generación del entretenimiento. Las ficciones tienen entidad propia, se valen por sí mismas, no deben rendir cuentas a ninguna agenda coyuntural. Esto puede observarse en dos de las películas de acción más recordadas de la época, ambas de 1991: El último boy scout y Le llaman Bodhi, capaces de crear espectáculo no solo a través de una puesta en escena salvaje, sino también a través del desarrollo de universos compactos y carismáticos. Lo mismo ocurre con cintas como Blade (1998) o Matrix (1999), cuyos éxitos se pueden explicar en buena medida gracias a la cuidada construcción de su protagonista en el primer ejemplo y de su universo en el segundo, en ambos casos entregando imágenes que se convierten en iconos del cine popular. Incluso cuando el resultado final es un despropósito, como le sucede a George Lucas en Star Wars Episodio I: la amenaza fantasma, este se debe a su ambición, no solo en el campo de la tecnología, sino también en el tratamiento del universo de la saga.

    Los años noventa también deben analizarse desde la perspectiva de la implantación de una serie de tecnologías. En esta década lo digital comienza a cobrar cada vez mayor presencia, primero debido al desarrollo de la imagen generada por ordenador, y posteriormente debido al uso de cámaras digitales, que sustituyen progresivamente el celuloide a lo largo del siglo XXI. El cine es un medio artístico íntimamente relacionado con el avance tecnológico, de ahí que a lo largo de su historia haya habido momentos de transformación radical en el sector. Como en su día sucedió con la implantación del sonoro, la normalización de la tecnología digital supone un cambio crucial sin el que no puede entenderse la evolución de la imagen-espectáculo. Cumbres de la fascinación visual del momento se asocian de manera directa al CGI, como es el caso de las transformaciones del T-1000 en Terminator: el juicio final (1991), los dinosaurios de Parque Jurásico (1994) o el bullet time de Matrix. Al mismo tiempo, no solo se transforma lo que aparece en el plano, sino la manera de filmarlo. Por un lado, comienzan a utilizarse cámaras digitales en partes de los rodajes, como ocurre en Matrix y Star Wars - Episodio I. Por otro, avances en el diseño de los aparatos de filmación —cámaras más ligeras, por ejemplo— permiten una transformación del lenguaje audiovisual, algo que tiene repercusiones directas sobre las imágenes. El mundo del videoclip, con su esteticismo heredero del lenguaje publicitario, ejerce una influencia notable sobre las producciones hollywoodenses, especialmente cuando autores provenientes de dichas esferas comienzan a dirigir películas, como es el caso de Michael Bay, un autor sin el que resulta imposible comprender las transformaciones del cine de acción y del blockbuster desde mitad de los años noventa hasta la actualidad.

    En su influyente ensayo Intensified Continuity: Visual Style in Contemporary American Film (2002) David Bordwell define el cine hollywoodense como «siempre rápido, rara vez barato, y habitualmente fuera de control». No costaría encontrar estas mismas palabras en una crítica de La Roca o Armageddon, dos superproducciones dirigidas por Michael Bay. En esta primera etapa se trata de un Bay muy influenciado por los productores Jerry Bruckheimer y Don Simpson. Lo que se conoce como el estilo Bay —coloquialmente denominado «bayhem»— explota a partir de Dos policías rebeldes 2 (2003), pero ya desde sus inicios su personalidad es notable, hasta el punto de que su capacidad para conseguir éxito tras éxito ayuda en buena medida a transformar la idea del cine de acción y del blockbuster hacia un modelo de producción tendente al caos y la espectacularidad visual hiperbólica. En esos años se observa una evolución desde el relato-espectáculo hacia la imagen-espectáculo, algo que autores como Tony Scott o Kathryn Bigelow ya venían practicando desde antes de la primera película de Bay, Dos policías rebeldes (1995), pero ninguno alcanzó el cambio de este último. Aunque pirotécnicas, las películas de Scott y de Bigelow se fundamentan en un relato sólido. En el caso de Bay, el relato nunca ha sido importante, y la evolución de su manera de entender el cine le resta cada vez más presencia a medida que va ganando mayor control sobre sus producciones. Como consecuencia, su manera especialmente frívola de entender el relato y su fijación por crear imágenes desorbitadas, con las que es capaz de obtener éxito tras éxito, provocan un antes y un después en la producción cinematográfica.

    Las imágenes cinematográficas de los noventa son, por tanto, alocadas, pirotécnicas, desprovistas de densidad subtextual, en una búsqueda por la espectacularidad visual en aumento directamente proporcional a la implantación de los avances tecnológicos. Desde el punto de vista estético, se trata de una década donde el exceso visual es una constante. Es la época de Romeo + Julieta (1997), del díptico de Batman de Joel Schumacher —Batman Forever (1995), Batman & Robin (1997)— o de Los ángeles de Charlie (2000). Esta mirada kitsch, hipercolorista e infantil convive con una mirada oscura e hipertecnológica a medida que se acerca el cambio de milenio. Ya se manifiesta en Días extraños y Johnny Mnemonic, ambas de 1995, pero se expande en Blade, El club de la lucha (1999) y Matrix, todas ellas narraciones donde se opta por una fotografía ultramoderna de tonos grises metalizados, azules y verdes, que hablan del miedo al cambio de milenio desde una perspectiva festiva, que jamás pierde su fijación por la imagen-espectáculo. Estas creaciones hiperbólicas, esteticistas, donde las escenas de acción tienden al exceso y a la expansión temporal en favor del espectáculo de tendencia anti-narrativa, atienden a la continuidad intensificada de Bordwell, un estilo que encontrará una exacerbación de sus formas en la primera década del siglo XXI, una vez que el infantilismo noventero dé paso a la adultez tecnológica hiper moderna.

    La última noche (25th Hour, Spike Lee, 2002)

    II. Algo se ha roto para siempre

    Aunque se produzca una evolución notoria entre el cine de los noventa y el de la primera década del siglo XXI, esta no se debe al paso a una nueva década, ni a los efectos secundarios del temor al cambio de milenio. Todo encaja en la línea temporal, incluso el relevo de mandato presidencial: Bill Clinton abandona la Casa Blanca en enero de 2001, y su sucesor es el republicano George W. Bush. Sin embargo, antes de que puedan llevarse a cabo verdaderos cambios sociopolíticos, cuyas repercusiones se reflejen en los modelos de producción y/o temas abordados por las películas, un suceso inesperado lo cambia todo. El 11 de septiembre de 2001 se producen los atentados yihadistas en el World Trade Center y el Pentágono. El ataque de Al Qaeda deja casi 3.000 víctimas y se convierte en el mayor en suelo estadounidense. Algo se ha roto para siempre en la autoconcepción de la nación estadounidense, unas narraciones en las que el cine, con su inmensa implantación en el subconsciente colectivo, tiene mucho que decir. El ejemplo más claro, y uno de los que con mayor premura retrató el alcance del suceso, es el de La última noche (2002). La película de Spike Lee comenzó a producirse antes de los atentados, pero el autor neoyorquino decidió integrarlos en la narración. Más allá de las menciones más explícitas y en realidad menos relevantes —aparecen los focos de luz que tratan de llenar el vacío dejado por las Torres Gemelas, se muestran las obras de reconstrucción del World Trade Center—, la conexión directa con el suceso se produce en el tramo final del filme, cuando el padre del protagonista trata de persuadir a su hijo de cambiar su inminente destino apelando al espíritu positivo, inconformista y naif propio de los Estados Unidos pre-11S. Por cómo se desarrolla la escena, la idea que transmite Lee con sus imágenes es que nada de eso es ya posible. Se ha abierto una grieta en la idea de la nación, provocando en la sociedad lo que se podría interpretar como un encuentro con lo Real lacaniano. Como consecuencia, hay una serie de narraciones que ya no tienen sentido, que ya nadie se cree. El cine comercial, reflejo de una sociedad en shock, se hace más adulto.

    Quizás el aspecto que de primeras llama más la atención es el uso de la fotografía, donde en numerosos casos se pasa del cromatismo desaforado a una reducción del número de colores, que son sin embargo utilizados para crear un enorme contraste, al mismo tiempo que la fotografía se satura hasta alcanzar extremos expresivos donde algunas partes del fotograma directamente aparecen quemadas. En este sentido resulta paradigmático estudiar el enorme contraste que se produce en el díptico formado por Los ángeles de Charlie y Los ángeles de Charlie: al límite (2003), ambas filmadas por McG. La primera se estrena en 2000, mientras que la segunda llega en 2003, y se pasa de lo kitsch a una hiperrealidad ultramoderna, casi futurista. Al mismo tiempo, la trama se vuelve más compleja y se oscurece. Dentro del espectáculo loco que es esta saga, la segunda entrega gana en acción y reduce su componente de celebración frívola, al tiempo que añade giros y subtramas, como se puede observar en otro díptico hermano, el que componen Dos policías rebeldes y Dos policías rebeldes 2. La fotografía y el guion son dos factores que tendrán gran peso en el cine de esta etapa, pues una mayor carga intelectual y una paleta cromática más tenebrosa se suelen asociar de manera estereotípica al ámbito adulto.

    Un buen ejemplo con el que entender este patrón es el de la saga Bourne, que es hija de las consecuencias del 11S. Aunque la preproducción de la primera entrega dio sus primeros pasos en los años noventa, se trata de un tipo de agente especial que poco tiene que ver con James Bond; menos aún con el modelo que encarnó Pierce Brosnan en los noventa. Jason Bourne es un ser traumatizado, que debido a la amnesia está perdido y debe recordar quién era y, más aún, decidir quién quiere ser. El shock, la necesidad de empezar de cero y la toma de conciencia de su nueva identidad deseada compone una línea argumental que entronca directamente con las secuelas emocionales de los atentados del 11S. Al mismo tiempo, la fotografía hereda tendencias del cine más pegado al presente, o directamente enfocado en el futuro, que se produjo en la década previa, como Matrix. Grises y azules metálicos hablan de un mundo frío e hipertecnológico. Todo esto se exacerba a partir de la segunda entrega, cuando Paul Greengrass le toma el relevo a Doug Liman. En cualquier caso, se trata de un personaje realista, que interpreta escenas de acción espectaculares pero verosímiles, y que refleja en sus carnes las consecuencias de unas peleas y persecuciones que dejan mella. Estamos en el ámbito de lo real, como también le sucederá al propio Bond a partir de 2006, cuando Daniel Craig le toma el relevo a Pierce Brosnan y se inicia una etapa de la saga basada en el trauma, la oscuridad moral y el conflicto emocional interno. Aunque en general la idea de relato sigue siendo un elemento indispensable para la generación de entretenimiento, la acción es menos fantasiosa y hay menos concesiones a la espectacularidad frívola, pero al mismo tiempo el avance tecnológico permite un mayor despliegue de medios. Se produce, pues, una tensa batalla entre el afán de ofrecer narraciones oscuras y más complejas, y entregarse al CGI y a la expansión anti-narrativa de las setpieces de acción.

    El ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum, Paul Greengrass, 2007) & Skyfall (Sam Mendes, 2012)


    Esto se puede observar en Terminator 3: la rebelión de las máquinas. Por un lado, el humor se hace algo más adulto que el modelo Spielberg desarrollado en la anterior entrega, pero sobre todo se torna más autoconsciente, una seña de identidad que marcará el devenir de las comedias de acción de los siguientes años. El espectáculo hiperbólico de la entrega de Jonathan Mostow, claro heredero de la filia por la destrucción y las interminables persecuciones de Michael Bay, contrasta con una visión derrotista de la ficción de la saga, lo que se observa en un final anticlimático que consiste en la asunción del desastre, con un ataque de Skynet que se podría leer como una reformulación a gran escala de las consecuencias del 11S. El interés por la seriedad y unos ciertos modos de representación más maduros —aunque en Terminator 3 haya mucha comedia y efectos especiales, el universo es adulto— provoca que ciertos proyectos, que hubieran tenido sentido en la locura infantil de los noventa, no lo tengan en el siglo XXI. El caso más sonado probablemente sea el de La liga de los hombres extraordinarios, una cinta que, más allá de sus méritos o flaquezas, ofrece un modelo de cine basado en la fascinación propia del género de aventuras, tantas veces ridículo e infantil, que no se salva de la quema aunque esté cubierto por una fotografía plenamente integrada en las dinámicas de producción del siglo XXI. La cinta de Stephen Norrington simplemente llega demasiado tarde, y lo hace a un panorama donde cierto cine ya no puede conectar con el público.

    De ser cierto esto último, quizás habría que plantearse el éxito abrumador de dos sagas de fantasía mágica, un terreno tan presto precisamente a lo infantil y lo hortera: El Señor de los Anillos (2001-2003) y Harry Potter (2001-2011). En ambos casos se trata de adaptaciones de novelas consagradas, con una comunidad fan inmensa, lo que en buena medida ya asegura el éxito del proyecto. Sin embargo, cabría destacar la aproximación de Peter Jackson al desarrollo de la preproducción, que se basó en dos pilares cruciales: por un lado, contar con los fans para saber qué gustaría más ver en pantalla —lo que anticipa los aspectos más problemáticos de la dinámica crowdpleaser de la ficción comercial de la segunda década del siglo XXI—, y un aura solemne que en realidad contrasta con el despliegue de magia e ingenuidad de las novelas. Al analizar las versiones cinematográficas, llama la atención la enorme ausencia de aspectos propios del género como la actitud infantil de sus personajes o la presencia de magia a borbotones. No es que ninguno de estos factores esté ausente; simplemente se han contenido para adaptarlos a un panorama donde las narraciones deben ser adultas. El caso de Harry Potter es algo distinto. Las dos primeras entregas, especialmente Harry Potter y la piedra filosofal, se encuadran dentro de lo que se conoce como cine infantil —no en balde, las dirige uno de los tótems de esta tradición como es Chris Columbus—, aunque ya la oscuridad comienza a manifestarse en el segundo episodio, Harry Potter y la cámara secreta. La saga da un salto inmenso en su tercera entrega, la más oscura de todas desde el punto de vista fotográfico. Alfonso Cuarón es el director encargado de superar la etapa infantil de la serie, y lo hace dirigiendo Harry Potter y el prisionero de Azkaban, que acorta sus pasos, más progresivos en las novelas, hacia la adultez. Quizás lo que más llama la atención de estas sagas es que hayan tenido éxito aun formando parte de la fantasía mágica, un género a día de hoy prácticamente inexistente. Probablemente se deba a que, aunque más solemnes y adultas, las narraciones todavía no tienen que ser cínicas, como ocurrirá en la siguiente década: el relato como ficción cerrada en sí misma es todavía un valor apreciado por la audiencia. Aun así, se observan tendencias en esta dirección en sagas como Piratas del Caribe, que basa el éxito de su primera entrega, La maldición de la Perla Negra (2003) en el citado humor autoconsciente; y en que sus continuaciones, El cofre del hombre muerto (2006) y, sobre todo, En el fin del mundo (2007), oscurecen el relato —más deshilacharse conforme avanzan las entregas— y la fotografía, al mismo tiempo que pasan a basar su espectacularidad en el poder de la imagen creada por ordenador.

    Todas estas características se reflejan en Transformers (2007), una película que traslada el modelo infantil de la Amblin a la modernidad digital. Se observan patrones narrativos claramente herederos de esta productora, como el joven que se relaciona con un ser que no pertenece a nuestro mundo, y que en muchos casos es más humano que los propios humanos. Pero, sobre todo, resulta significativo que a la hora de trasladar estas ideas a su presente se pase de la edad infantil del protagonista humano a la tardoadolescencia. Aunque pirotécnica, saturada de CGI y de fotografía hipermoderna digital, y en el fondo sumamente tonta —como buena película de Michael Bay— la cinta se ubica en una serie de motivos de representación propios de una era donde la inocencia ya no es posible.

    Iron Man (Jon Favreau, 2008)

    III. El descreimiento y la trascendencia

    El 11S provocó la pérdida de la inocencia. Al mismo tiempo, generó una sensación de indefensión, que desembocó en la búsqueda imperiosa de la recuperación de un orden a nivel mundial. La histeria colectiva ante el terrorismo se utilizó para justificar las invasiones de Afganistán e Irak. El discurso general consistía en que el golpe había sido duro y ya nada volvería a ser lo mismo; pero que, por un lado, se lucharía para recuperar un pasado mejor, y por otro, el enemigo tenía nombre y cara, de modo que se le podía combatir. El segundo gran palo que se llevó la sociedad estadounidense, y que esta vez tuvo enormes repercusiones en el resto del mundo, se originó en la crisis de las hipotecas subprime en 2007, a la que siguió la crisis financiera global de 2008. Aunque menos terrorífica, esta crisis supuso un shock de mayores implicaciones, pues dio lugar a una desesperanza y un descreimiento difíciles de recuperar. ¿Cómo rescatar un glorioso pasado cuando uno descubre que este nunca existió? A esto se suma la asunción de que, en realidad, el enemigo siempre había estado en casa. Las consecuencias de los sucesos de 2008 se reflejan en el cine comercial, que comienza un proceso de reconversión hacia un modelo cínico, con apariencia de producto de alta calidad intelectual e hiperdiscursivo.

    2008 fue un año clave para sentar las bases de una nueva realidad en el blockbuster estadounidense. Ese año se estrenaron El caballero oscuro y Iron Man, dos películas muy diferentes entre sí pero que nacen de una concepción similar del entretenimiento de la época. Resulta del todo desacertado explicar como consecuencia de la crisis económica la filiación de Christopher Nolan por un cine trascendente, resabiado e incluso pedante. Como buen autor que es, el británico lleva desarrollando un estilo muy concreto desde su primera película, Following (1998), por lo que el mayor cambio que ha sufrido su obra tiene que ver con el aumento exponencial de los presupuestos de sus proyectos, no con la manera de encararlos. La clave de El caballero oscuro no reside en que sepa captar el espíritu de la época —pues más bien es heredera de las consecuencias del 11S—, sino que el público, azotado por la realidad, conecta de manera masiva con su modelo de cine. Iron Man también es heredera del 11S —el conflicto de la película—, pero su influencia tiene más que ver con la expansión del modelo de comedia autoconsciente y muy cínica. Un modelo que atravesará el universo Cinemático de Marvel, que se inicia precisamente con este filme y que será el más representativo del blockbuster de la última década. Aunque cómico, el filme es realista y por momentos trascendente, por lo que conecta con el de Nolan en sus puntos de partida. Habida cuenta de cómo evolucionarán las dos ramas principales del cine de superhéroes —el subgénero del blockbuster más relevante de la década que estaba por venir—, la trascendencia y el descreimiento son aspectos fundamentales de este nuevo tipo de cine. Ya sea a través de la distancia irónica de Iron Man 3 (2013), Guardianes de la galaxia (2014) y Guardianes de la galaxia vol. 2 (2017) —o en el terreno del cine de acción, la saga John Wick (2014-2019)—, los intentos por alcanzar una cierta provocación adulta de Deadpool (2016), la solemnidad de Capitán América: Civil War (2016) o las entregas de Los Vengadores a partir de La era de Ultrón (2015). Se trata de narraciones que, hijas de su tiempo, siempre tienen la vista puesta en la realidad, en clave social y/o política; que trasladan los conflictos más-grandes-que-la-vida al campo de la solemnidad, lo que da lugar a una creciente discursividad de las imágenes, en detrimento de su vocación de espectáculo con valor cinematográfico. Esta afirmación quizás sorprenda, porque al mismo tiempo se ha desarrollado otro universo superheroico, el de DC, que lleva la trascendencia al paroxismo, provocando que las películas de Marvel luzcan livianas y joviales. Pero si estas se comparan con sus equivalentes de los noventa, resulta sencillo llegar a la conclusión de que Marvel se parece más a la DC actual que a películas noventeras como Batman vuelve (1992), Batman Forever y Batman & Robin.

    Las películas del Universo extendido de DC toman como referencia la solemnidad de Christopher Nolan y su tríptico sobre Batman: Batman Begins (2005), El caballero oscuro y El caballero oscuro: la leyenda renace (2012), con Origen (2010) entremedias, una cinta que nada tiene que ver con el superhéroe pero que resulta fundamental para entender esta tendencia en el modelo de blockbuster. Cintas como El hombre de acero (2013) o Batman v Superman: el amanecer de la justicia (2016) llevan el afán de trascendencia, en tantos casos impostada, a un ridículo desaforado. Otro elemento clave del modelo Nolan consiste en la hiperdiscursividad de sus imágenes, que no necesitan de una planificación valiosa porque son capaces de entretener mediante una mezcla de trama mastodóntica, complejísimos conceptos y reflexiones sobre la realidad del público. Esta conversión narrativa se refleja en el buque insignia de otro de los mayores ejemplos de blockbuster del siglo XXI: la película de animación. Pixar evoluciona desde una fascinación por la imagen animada hacia el discurso que se puede extraer de ella, lo que provoca que poco a poco la capacidad expresiva del 3D se convierta en un vehículo, técnicamente apabullante pero a duras penas imaginativo, en el que transportar discursos. Películas como Wall-E (2008) y Up (2009) marcan el cambio de rumbo, que alcanza uno de sus picos con Del revés (2015), una obra tremendamente ambiciosa que trata de representar el subconsciente para, con ello, tratar de ofrecer reflexiones de gran calado sobre la esencia de la vida; o con su heredera directa Soul (2020). El caso del blockbuster de animación es uno de los más importantes para entender la devaluación de la propuesta visual en favor del subtexto y la trama.

    Inside Out (Pete Docter, 2015) & Soul (Pete Docter, 2020)


    El tercer tipo más importante de blockbuster de nuestra época —si atendemos a la descripción que ofrece Colton Jordan Herrington en Film Marketing and the Creation of the Hollywood Blockbuster (2015)— es el de temática teen o young adult, que habitualmente se combina con géneros como la ciencia ficción o el fantástico. Tal es el caso de la saga Crepúsculo (2008-2012), un ejercicio seriado que halla en el angst adolescente un terreno fértil para la solemnidad y la trascendencia, y que convierte a sus protagonistas en auténticos superhéroes. Una corriente muy significativa de esta época consiste en las distopías posapocalípticas adolescentes, donde el subtexto parece constatar que en el mundo poscrisis no existe futuro para la juventud, así como señalar a la generación anterior como la culpable de los males actuales, y de la que por tanto se debe desconfiar, incluso combatir. El ejemplo más exitoso es el de la saga Los juegos del hambre (2012-2015), a la que siguen otras de menor repercusión como Divergente (2014-2016) y El corredor del laberinto (2014-2018).

    En los tres grandes modelos de blockbuster —superhéroes, animación, cine teen de fantasía/ciencia ficción— se observa un patrón similar de apuesta por la discursividad y la solemnidad, lo que comienza a hacer una mella importante en la manera en que se crean imágenes. Esto, sumado a las facilidades que ofrece la tecnología, da pie a la instauración de un estándar de calidad bajo mínimos, con imágenes muy poco o nada trabajadas, donde el CGI, la steadycam y el montaje eliminan cualquier necesidad de planificación, a lo que se suma el desinterés por la narración visual. También debe añadirse aquí el concepto de la serialidad y las dinámicas asociadas a la misma, que son fruto del auge del panorama televisivo posterior a la tercera edad dorada de la televisión, aquel donde las plataformas de streaming, con Netflix a la cabeza, se convierten en el paradigma de consumo en la pequeña pantalla. Estos nuevos modelos, con la cultura del evento en redes sociales, del cliffhanger y del spoiler como máximos generadores de expectación y deseos de consumo, alcanzan una implantación mediática imposible de obviar. Las series, habitualmente consideradas como productos de menor calidad, comienzan a compararse de manera generalizada con las películas, incluso a tenerse en mejor estima, y da la impresión de que las productoras toman nota de las claves del éxito de la televisión para aplicarlo en sus creaciones. El ejemplo más claro es el del Universo Cinemático de Marvel, que entiende la serialidad como su razón de ser, no solo por el hecho de conectar unas entregas con otras, como si fueran una suerte de macrocapítulos, sino por su manera de entender la narrativa como un acto de eterna expectativa, de eterna promesa de lo que está por llegar. Así pues, ninguna escena tiene gran valor de por sí, sino en relación con lo que puede traer, que será otra escena de similar valor e idéntica promesa. Por último, está uso de las escenas poscréditos como una suerte de cliffhanger con el que mantener al público enganchado, deseoso de consumir nuevas entregas: una posible confirmación de que la película en sí, como ficción individual, no tiene valor ni es apreciada por sus propios creadores, que la despachan al introducir la escena poscréditos —que es un fragmento narrativo que pertenece en realidad al siguiente capítulo—, indicando abiertamente que, una vez consumida esta entrega, lo más adecuado es pasar a esperar la siguiente, en vez de reflexionar sobre lo que se acaba de presenciar. La velocidad de consumo es idéntica a la del olvido. En este escenario de apreciación limitada, donde reina la capa más superficial del relato —la trama—, da la impresión de que no hay necesidad de crear imágenes de valor cinematográfico, pues ya hay otros elementos que cumplen la función de entretener. Solo así se entiende que en realidad las películas de Marvel, a pesar de contar con presupuestos desorbitados, sean incapaces de crear una sola imagen que perdure en el imaginario colectivo —perduran los personajes y sus historias, pero no la captura de estos por el lenguaje cinematográfico—. El caso de Los vengadores, de evidente irrelevancia formal propia de un capítulo de televisión filmado de manera apresurada y sin cuidado por conceptos como la iluminación, el sentido del movimiento de cámara o las implicaciones estéticas y narrativas del montaje, es el mejor ejemplo para entender un modelo de cine entregado a lo discursivo y a la satisfacción del fan.

    Esta influencia o contaminación del cine comercial por las dinámicas de la televisión encuentra un ejemplo paradigmático en Terminator génesis (2015), quinto capítulo de la saga. Después de haber firmado varios episodios de la aclamada Juego de Tronos (2011-2019), el director Alan Taylor rueda dos blockbusters que siguen la estela de la serialidad al pie de la letra: Thor: El mundo oscuro (2013) y la citada entrega de Terminator, en la que se observa un nivel de realización paupérrimo, donde las únicas escenas llamativas lo son por el CGI y porque ofrecen constantes guiños metareflexivos al fan. La obra, sin apenas entidad propia, es una explotación nostálgica descarada de las narraciones que hereda, un gran ejemplo para entender la evolución del relato desde un interés por el desarrollo de una historia y un universo con personalidad a la conversión de estos en pretextos con los que alcanzar otros objetivos; ya sea la satisfacción nostálgica, el guiño cómplice o la reflexión sobre la realidad. El hecho de que directores de series de televisión puedan ser creadores valiosos para el estándar cinematográfico, así como el hecho de que autores del mundo del cine vean la ficción televisiva como un terreno próspero para desarrollar sus proyectos, habla de la manera en que la discursividad le ha ganado la batalla a una imagen cada vez más irrelevante.

    Los ángeles de Charlie: Al límite (Charlie's Angels: Full Throttle, McG, 2003)

    IV. El cine woke

    Mientras el cine comercial estadounidense gana en solemnidad, una serie de dinámicas basadas en la reivindicación social comienzan a materializarse en los discursos de las películas. Los movimientos más mediáticos, que espolean la aparición de otros que surgen a posteriori, son las manifestaciones de los indignados —la movilización mundial del 15 de octubre de 2011—, y la cuarta ola feminista, que comienza a desarrollarse en 2012. Reivindicaciones por la igualdad, así como denuncias de abusos de todo tipo, cobran una dimensión multitudinaria gracias a las redes sociales. Las productoras son conscientes del poder de dichos medios de difusión: de la misma forma que les ahorran intermediarios y costes en las campañas de promoción, también pueden provocar el hundimiento de películas si no cumplen con unas líneas maestras sobre inclusión y modos de representación. Aunque el fondo del asunto sea la lucha por el progreso social, la manera en que esta se transmite a través de medios que alienan e inflaman el ego, como las redes sociales, provoca comportamientos cuestionables como la cultura de la cancelación, donde el sosiego y la reflexión profunda son en muchos casos sustituidos por una lectura literal, interesada y carente de empatía y contextualización. Se entra en una época de discursos ideológicos categóricos, donde las películas deben defender aquello en lo que el espectador cree, y además reflejarlo de manera explícita. Las ficciones se convierten en pretextos a partir de los que desarrollar discursos, habitualmente superficiales y estereotipados, sobre los postulados de la corrección política, que desde el estallido de la crisis es de marcado corte socialdemócrata. En la primera década del siglo XXI, las películas ya habían dejado de ser un relato más o menos sólido y que se valía por sí mismo como ficción, para convertirse en una palmadita en la espalda del espectador. Tal situación se acrecienta durante la segunda década, hasta el punto de que las cintas difícilmente son consideradas como valiosas si presentan una visión distinta de la hegemónica del discurso público; e incluso si lo hacen, pueden ser condenadas al ostracismo si alguno de los implicados en la producción es acusado de alguna conducta incorrecta o directamente ilegal.

    Teniendo en cuenta que los filmes mimetizan un estado de la cuestión altamente ideologizado y polarizado, se entra en una etapa que se podría definir como cine woke, donde discursos explícitos, con la complejidad de una soflama escrita en una pancarta de manifestación, se convierten en la verdadera razón de ser de dichas obras, excluyendo a todo aquel espectador que no concuerde con dichos valores. En este nuevo panorama, las narraciones se convierten en plataformas con las que disparar discursos de cara a la galería, que en muchas ocasiones resultan contraproducentes para la narrativa o simplemente carecen de organicidad. El valor cinematográfico se pone a disposición del público enfurecido, que, más tenido en cuenta que nunca, por momentos adopta un rol —el del usuario de redes sociales— equiparable en capacidad de influencia al de un productor ejecutivo. Si la imagen había perdido importancia en favor de la discursividad subtextual en la década previa, en la segunda del siglo XXI hasta la propia idea de ficción se pone en riesgo. Imágenes pobres y narrativas planas, cimentadas por el miedo a tocar la tecla ideológica errónea o a no mostrar una visión cínica del mundo, son la seña del nuevo cine comercial, una situación que se extiende hasta nuestros días.

    Resulta habitual que se observe con suspicacia, cuando no directamente con desprecio, la producción de remakes y reboots de filmes y sagas. El grueso de la cinefilia parece pasar por alto el inmenso valor que estas obras pueden ofrecer cuando se comparan entre sí. Un mismo proyecto rodado en los noventa y en la segunda década del siglo XXI probablemente tendrá poco que ver en su discurso sobre el contexto social en que ha sido creado. Un ejemplo excelente para comprender esta situación es el de la saga cinematográfica Los ángeles de Charlie (2000-2019). Producido en una época donde la concienciación de género era muy limitada, el díptico firmado por McG utiliza la imagen femenina para desarrollar la fantasía sexual masculina de sumisión a la mujer —algo que se representa en algunas escenas de manera explícita, en clave cómica, a partir del personaje de Alex (Lucy Liu)—. De esta manera, las tres protagonistas aparecen como seres poderosos y en control de la situación, pero al mismo tiempo hipersexualizados —algunos de los planes de sus misiones pasan por explotar su atractivo físico para despistar a los hombres que se interponen en su camino—. Algo muy diferente sucede en el reboot de la saga, filmado por Elizabeth Banks en 2019. La primera escena ya es una reflexión feminista, como si no se quisiera perder tiempo en dejar clara la posición ideológica de la obra. El fragmento consiste en una conversación entre un hombre poderoso y una de las ángeles, Sabina (Kristen Stewart). Él le explicita repetidas veces que le está tendiendo una trampa, pero no es capaz de darse cuenta porque, en su machismo recalcitrante, sigue subestimándola. Para entender hasta qué punto es diferente esta situación, algo similar se menciona en Los ángeles de Charlie: al límite, en el clímax de la escena inicial. Mientras en aquel caso se limitaba a una línea de guion, en la nueva versión ocupa una escena entera, que se prolonga poco después en la presentación de la futura ángel Helena (Naomi Scott), cuyo jefe tampoco la toma en serio ni quiere escucharla por ser una mujer, algo que además espoleará su cambio de rumbo vital. A nadie con un mínimo de empatía se le escapa que lo que la cinta refleja está basado en una realidad difícil de negar, así como que la sociedad es un lugar mejor con conciencia de género que sin ella. Sin embargo, a la hora de analizar el acabado cinematográfico, resulta doloroso descubrir hasta qué punto la versión de Banks palidece ante los logros visuales de las de McG. Esto probablemente se debe a dos aspectos ya citados. Por un lado, estamos en una época en la que el cinismo le ha ganado la batalla a la fantasía, de manera que la pirotecnia orgullosamente ridícula de McG ya no tiene cabida en el panorama actual. Por otro lado, da la impresión de que se considera suficiente que una película ofrezca el discurso ideológico acertado —que además no debe ser ni demasiado complejo ni demasiado transgresor, por lo que se convierte en un simulacro de alegato activista—, como si los demás aspectos de la elaboración de la ficción —aquí endeble— y su puesta en escena —que no pasa de la corrección impersonal— fueran prescindibles. En resumidas cuentas, una ficción a la que no se le permite arriesgarse a pasárselo bien es muy probable que se convierta una ficción aburrida, o, cuando menos, insípida. La conclusión aquí parece evidente: si de alguna versión de Los ángeles de Charlie nos vamos a acordar en un futuro, no será de la de Elizabeth Banks, incapaz de crear una sola imagen memorable.

    Terminator: Destino oscuro (Terminator: Dark Fate, Tim Miller, 2019) & Wonder Woman (Patty Jenkins, 2017)


    Esta tendencia hacia la representación superficial y explícita del feminismo en el blockbuster se puede localizar con claridad en las dos últimas entregas de la saga de Sarah Connor: Terminator génesis y Terminator: Destino oscuro (2019). De esta saga siempre se ha valorado el papel poderoso de la mujer, pero también se ha puesto de manifiesto que a la hora de la verdad no es la salvadora de la humanidad, sino la madre del líder de la resistencia. Lo primero se manifiesta de nuevo en Terminator génesis, donde Emilia Clarke encarna a Sarah, una decisión que se podría entender como un comentario metacinematográfico, pues la actriz se hizo famosa por interpretar a un icono del feminismo millennial como Daenerys Targaryen en Juego de Tronos. Esto, a su vez, serviría como constatación de que los elementos ajenos a la ficción en sí son más importantes que esta, en el caso que nos ocupa un pastiche nostálgico en clave feminista que satisface los requerimientos que más condicionan hoy en día las producciones: los del espectador activista y los del fan. El reproche feminista a la saga se trata de saldar en la hasta la fecha última entrega, al convertir a una mujer en la salvadora de la humanidad, a la que se rodea de la propia Sarah y de otra mujer, cuya modificación biológica la ha convertido en un cíborg con capacidades físicas sobrehumanas. Como se comentaba en el caso de Los ángeles de Charlie, el resultado presenta sin duda una mayor concienciación social, pero esta llega a través de subrayados y reflexiones de escaso calado, que tienen poco de transgresor a estas alturas, todo ello a costa de imágenes poco o nada memorables. Como resultado, parece evidente que estas dos entregas son, con diferencia, las menos valiosas a nivel cinematográfico de toda la saga.

    La superficialidad y la literalidad son aspectos que marcan el activismo mainstream millennial. No podía ser de otra forma en un movimiento que se ha expandido a través de internet, el escenario del déficit de atención, la falta de tiempo para profundizar y la consiguiente polarización exaltada. Esto lleva a situaciones ridículas como el proclamar Wonder Woman (2017) estandarte del feminismo simplemente por el hecho de contar con una superheroína como protagonista. Es cierto que se desarrolla todo un contexto inicial en Themyscira, donde se expone la posibilidad de un matriarcado guerrero, pero más allá de estos apuntes, la cinta expone una visión tradicional y problemática de la mujer, que en muchos casos poco tiene de feminista. Sin embargo, en muchos espacios de debate parece que esto se ha pasado por alto, lo que en buena medida se debe a una evidente incapacidad de ir más allá de la superficie de la literalidad. En un contexto similar también se ha querido leer Frozen como un fenómeno feminista, por mucho que este se haya dado principalmente gracias a la acogida infantil. Todavía más problemática es la celebración de Black Panther (2018) como una lucha por la defensa de los derechos de los afroamericanos, a pesar de que acabe colocando como villano al personaje de Killmonger (Michael B. Jordan), quien representa la aproximación al conflicto que realmente amenaza con desestabilizar los cimientos del sistema y lograr un verdadero cambio. Celebrar esta obra a pesar de lo que realmente transmite es una demostración del grado de superficialidad del activismo mainstream, que parece desestimar la reflexión y la complejidad. Si nos quedamos en el nivel de la literalidad, es fácil que se nos dé gato por liebre, como ha sucedido con las nuevas películas de Star Wars a partir de El despertar de la fuerza (2015), o en otros casos menos sonados como el rol supuestamente feminista de Jane (Margot Robbie) en La leyenda de Tarzán (2016), el cambio de un chico por una chica en el spin-off de la saga Transformers, Bumblebee (2018) o la apuesta por la diversidad de raza y orientación sexual en Power Rangers (2017).

    Esta superficialidad discursiva fomenta una visión polarizada de la realidad, donde en muchos casos se malgasta el tiempo con lo accesorio y se pierde la perspectiva global —por no señalar que en muchos casos se fomentan conductas que tienen poco de empáticas y tolerantes, a pesar de que son dos de las demandas clave en las denuncias del activismo—. Un caso fundamental para entender lo problemática que puede llegar a ser esta situación es el del recibimiento público de El nacimiento de la nación, una suerte de versión alternativa de la mítica película de D.W. Griffith, en este caso desde la perspectiva afroamericana. El proyecto se desarrolló de manera evidente al calor de los movimientos sociales, y daba la impresión de que se le iba a conceder el Óscar a la mejor película incluso antes de que se hubiera rodado. Sin embargo, con la misma facilidad con que se aplaudió el proyecto, se lo echó a los leones una vez se descubrió el caso de violación del director y protagonista, Nate Parker. Esto confirma que, en realidad, las películas se están valorando por aspectos estrictamente ajenos a su calidad cinematográfica. Algo más ridícula fue la polémica en torno al final de Juego de Tronos. Aunque se trate de una serie y este texto se centre en la imagen comercial cinematográfica, en el apartado anterior se ha mencionado la confluencia de los modelos de producción televisivo y cinematográfico, que provocan que en muchos casos sean indistinguibles la una de la otra. El caso es relevante porque, tras haber sido considerado un icono feminista de nuestro presente, el personaje de Daenerys es repudiado debido a una serie de decisiones que toma en la recta final de la historia, así como por la manera en que se cierra su línea argumental. Debido a tal grado de superficialidad en el análisis —de la impresión de que, hasta entonces, Daenerys había sido un icono feminista simplemente por ser una mujer con poder, algo que de por sí es cuestionable que sea feminista—, no se supo entender que, desde el principio, el personaje era muy problemático y estaba condenado a cometer actos atroces. Por tanto, lo que sucede en dicho final no solo es coherente con su desarrollo y con el del universo de la serie, sino en cierta manera necesario para un bien mayor —según la lógica narrativa—: pararle los pies a Daenerys no debería interpretarse como una victoria del patriarcado sobre el feminismo, porque, de ser así, deberíamos preocuparnos si de verdad Daenerys representa el feminismo que queremos en nuestra sociedad.

    Vaiana (Moana, Ron Clements y John Musker, 2016) & El viaje de Arlo (The Good Dinosaur, 2015)


    Esta aproximación a la apreciación del cine no solo provoca que se sobredimensione la importancia de ciertos gestos —el reparto en femenino de Cazafantasmas (2016) y Ocean’s 8 (2018), la presencia de un ángel de Charlie negro (Ella Balinska), los tacones del personaje de Bryce Dallas Howard en Jurassic World (2015)—, sino que se invisibiliza la posibilidad de otros modelos de cine. En el plano genérico, da la impresión de que el producto abiertamente infantil, inocente o que simplemente confíe en una ficción sencilla y compacta, sin fisuras ni discursos facilones, está condenado a la irrelevancia o directamente al fracaso. En el terreno de la acción real llama la atención la asunción de que películas como Tomorrowland: el mundo del mañana (2015), Un pliegue en el tiempo (2018) o Artemis Fowl (2020) no podían ofrecer nada de valor y poco menos que se les había puesto la cruz desde antes de su estreno. En el ámbito de la animación destacan los casos de El viaje de Arlo (2015) y Vaiana (2016), filmes que quedaron ensombrecidos, respectivamente, por Del revés y Zootrópolis (2016), dos claros ejemplos de hiperdiscursividad en el cine de Pixar y Disney. Carentes de un tema solemne sobre el que reflexionar, El viaje de Arlo y Vaiana permiten que su animación sea la protagonista, a partir de la portentosa expresividad de sus personajes y del juego con las formas de sus universos. Cuesta encontrar obras recientes de dichos estudios que apuesten por este modelo, habida cuenta de la discursividad de cintas como Toy Story 4, Frozen II y Soul, o la indescriptible pobreza imaginativa de Ralph Rompe Internet (2018), Onward (2020) y la propia Soul.

    Al mismo tiempo, en el plano ideológico, la toma del discurso público por la socialdemocracia ha provocado que visiones más tradicionales hayan quedado invisibilizadas, reducida su presencia a una serie de grandes nombres cuya autoridad en la industria les permite llevar a cabo sus proyectos a pesar de la ideología que defienden. Tal es el caso de cineastas como Michael Bay, que parece vivir ajeno a cualquier cambio social, pues lleva más de veinte años haciendo el mismo tipo de películas, sin que nada parezca inquietarle, más allá de alguna mención irrelevante a la crisis en Transformers: el lado oscuro de la luna (2011) y Transformers: la era de la extinción (2014), o especialmente la sorprendente y desconcertantemente crítica Dolor y Dinero (2013), una auténtica excepción en su filmografía. Sin embargo, incluso un cineasta tan poco interesado en los discursos políticos sobre la realidad del momento se vio arrastrado por la ola de polarización exaltada que asola su país, hasta el punto de elaborar una obra que carga de manera abierta contra la administración Obama: 13 horas: los soldados secretos de Bengasi (2016), estrenada en año electoral. Otro caso relevante es el de Clint Eastwood, quien, lejos de hacer películas sin prestarle atención a la actualidad, ha tenido muy en consideración las derivas de su país. Lo ha mostrado en su cine mediante una suerte de tetralogía, la que conforman las cintas El francotirador (2014), Sully (2016), 15:17 Tren a París (2018) y Richard Jewell (2019). Se trata de historias basadas en hechos reales, donde sus personajes son héroes anónimos que en un determinado momento deciden simplemente hacer lo correcto, o lo que consideran oportuno para defender a su país. Algo que, en el caso de El francotirador y Richard Jewell, no los exime de ser retratados de manera problemática, con lo que además se alcanza un nivel de complejidad discursiva poco habitual en el cine woke. Se trata de figuras correspondientes a esos Estados Unidos blancos de clase trabajadora y visión conservadora del mundo, esa que ya apenas aparece en un cine comercial que parece haberles dado la espalda, fruto de la demonización a la que han sido sometidos por el discurso público hegemónico, que parece entender como de ultraderecha a toda aquella persona que no sea abiertamente progresista. Dos ausencias en el cine del pasado año sirven como ejemplos paradigmáticos de dicha situación. Por un lado, el falso documental Muerte al 2020 (2020), una sátira política donde se muestran falsos testimonios de actores que interpretan los roles de los diferentes arquetipos del estadounidense de hoy en día, y en la que de manera nada casual el perfil del republicano sensato no existe. Por otro lado, tenemos la figura del veterano de guerra (Paul Walter Hauser) en la película Inmune (2020), una ficción posapocalíptica sobre la pandemia del coronavirus producida por Michael Bay. El actor, quien tras haber sido el blanco de todas las bromas progres sobre el retraso mental de la white trash en Infiltrado en el KKKlan (2018) interpretó el papel protagonista de Richard Jewell, parece haberse convertido en el intérprete ideal de un prototipo de estadounidense hoy apenas reflejado en la ficción comercial hollywoodense. En el caso de Inmune, el personaje, que ha quedado postrado en una silla de ruedas, comenta que aunque el mundo entero lleva un año confinado, en realidad él ya había pasado seis en aislamiento voluntario, ausente de una sociedad que no lo acepta. Se haya introducido a conciencia o de manera involuntaria, este comentario funciona como el reflejo de la invisibilidad a la que se ha sometido a media sociedad estadounidense en el discurso público. Algo que se desvela, desde la ausencia, el cine comercial.

    Inmune (Songbird, Adam Mason, 2020)

    V. El blockbuster en la era de las plataformas de streaming

    La situación es, por tanto, problemática por muchos motivos. Más allá de que el punto de partida sea defendible, parece evidente que la manera de llevarla a cabo dista de ser óptima. Cuando el discurso destaca por la agresividad irreflexiva, que condena la intolerancia mediante actitudes que reflejan intolerancia y poca predisposición al entendimiento para alcanzar el bien común, parece claro que todavía queda mucho por hacer si lo que se busca es una sociedad verdaderamente reflexiva y concienciada, así como un cine comercial que lo refleje —está por ver que eso sea posible—. Pero más allá de las formas con que se está llevando a cabo esta supuesta revolución, el verdadero problema consiste en que estos cambios son cosméticos y apenas tienen relevancia real. El sistema hará lo que haga falta con tal de no ser derribado, y teniendo en cuenta que el activismo mainstream forma parte de lo políticamente correcto —es decir, que es parte del sistema—, es de una ingenuidad atroz creer que de esta manera se logrará un avance significativo. Quemar Harvey Weinsteins y Kevin Spaceys en la hoguera es señalar los casos aislados, las manzanas podridas en el cesto, sin plantearse qué funciona mal en el sistema y debe ser cambiado para que no haya casos similares en el futuro. Pero yendo a lo más fundamental del asunto, se está perdiendo de vista el valor del cine como entretenimiento artístico, como experiencia ante todo estética. Entre la demanda de solemnidad y concienciación sociopolítica por parte del público y el temor a las represalias en redes sociales de los social justice warriors o de los fans de las sagas, las imágenes han sido condenadas a una suerte similar a la de los personajes de Paul Walter Hauser. Habría que preguntarse cuántas películas resistirán el paso del tiempo, una vez desprovistas de la maraña de reflexiones coyunturales y discursos accesorios, cuántas imágenes verdaderamente valiosas permanecerán en el imaginario colectivo de nuestra generación.

    Estas preguntas cobran especial relevancia tras un año aciago para el cine comercial como 2020, donde la pandemia del coronavirus ha agrandado la crisis de la exhibición en salas, lo que ha dado pie a la instauración casi definitiva de las plataformas de streaming, lugares donde se cuida todavía menos el lenguaje cinematográfico. La decisión de Warner de estrenar sus pesos pesados de manera simultánea en salas y en la plataforma HBO Max nos ha llevado a preguntarnos por el futuro de la imagen blockbuster, o del propio modelo en sí. Siendo evidente que el retorno de la inversión es notablemente menor cuando se estrena en plataformas, es muy probable que el fenómeno blockbuster, cuando menos, vuelva a una versión mucho más reducida en presupuesto, como el que se daba en los años noventa. Lo que pongo muy en duda es que, habida cuenta de las derivas que está tomando la apreciación cinematográfica, en las siguientes décadas se vuelva al modelo de cine de los noventa, donde la imagen-espectáculo era lo más importante.


    Yago Paris |
    © Revista EAM / Madrid


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