Infancias cristalinas
Crítica ★★★★☆ de «Petite maman», de Céline Sciamma.
Francia, 2021. Título original: Petite maman. Directora: Céline Sciamma. Guion: Céline Sciamma. Compañías productoras: Lilies Films, MK2 Films. Fotografía: Claire Mathon. Música: Para One, Jean-Baptiste de Laubier. Montaje: Julien Lacheray. Reparto: Nina Meurisse, Stephane Varupenne, Margot Abascal, Joséphine Sanz, Gabrielle Sanz. Duración: 72 minutos.
En Deseando amar (Wong Kar-wai, 2000), Li-zhen ensaya con su amante cómo confrontar a su marido para echarle en cara que sabe que (también) él tiene un affaire. El hombre lo negará, pero practican igualmente para asegurarse que Li-zhen no se quedará en medias tintas. Es un juego, está claro: ella lo hace mal y el joven se ríe. Sin embargo, al poco tiempo, la mujer se pone a llorar. Se abrazan: corte a la brisa que agita unas cortinas, corte a un plano de los dos, reflejados en un espejo. El cogote de él, la cabeza de ella, oculta tras la mano con el anillo de compromiso. Visto de espaldas, el amante podría encarnar perfectamente a la figura del marido, como ya hacía en el teatrillo que llevaban escenificando. En el espejo, podríamos ver la imagen fugaz de una reconciliación que, sabemos, es en el fondo imposible. Sin embargo, ahí está: la imagen-cristal será aquella que abra, con su indiferenciación, un infinito de posibilidades improbables. Un espacio intermedio que solo el cine, con sus mecanismos expresivos, puede desvelar; quizás en la superficie de algún cristal o tras un juego de luces. La mujer nunca se reconciliará con el marido, pero allá les hemos visto, por lo menos unos instantes. Si en Deseando amar el atisbo a la «otra» realidad era puntual, y la intuíamos en calidad de destello, Céline Sciamma decide replicar el mundo virtual –aquel que por naturaleza puede tener efecto, pero no continuidad en el tiempo–, extendiéndolo y bajándolo al mismo nivel que la realidad que comparte.
Un traslado ya tiene algo de cristal. Es, al fin y al cabo, el rescate de objetos de otro tiempo y su actualización, bien en la basura o en otro hogar: un período en que recuerdos, proyectos y sensaciones se mezclan indistintamente. Sobre este momento de traspase, Sciamma juega a la simplicidad: la jovencísima Nelly (Joséphine Sanz) y sus padres se disponen a vaciar la casa de la abuela materna, que acaba de morir. Poco después de su llegada, Marion, la madre (Nina Meurisse), abandona el lugar, bastante deprimida; padre e hija deberán seguirla cuando él acabe el trabajo. La madre no se despide, en uno de muchos descuidos que Nelly vivirá cada vez como pequeños abandonos. La niña tampoco pudo despedirse de la abuela como tocaba. Al día siguiente, Nelly va a conocer a la versión de ocho años de su propia madre (Gabrielle Sanz, hermana real de Joséphine), mientras construye una cabaña con ramas, y descubrirá que, al otro lado del camino que cruza el bosque hay una casa idéntica a la suya, donde vive la abuela que acaban de enterrar, también rejuvenecida. El mundo se duplica entonces en dos caras de un mismo espejo, iguales, aunque una pertenezca al reino de lo virtual y sea, por lo tanto, frágil.
La simetría entre mundos es prácticamente incuestionable. Las dos niñas tienen casi los mismos atributos físicos y sendos hogares se distinguen solo por un trozo de papel pintado en la cocina. No hay, entre ambos «universos» o superficies del espejo, portal alguno que atravesar: la única diferencia entre presente y pasado es la dirección del camino (en una apuesta curiosa, el presente se encuentra siempre detrás de Nelly). Es un gesto que la misma Sciamma ha confesado miyazakiano, diríamos, como si se tratara de una versión cristalizada de la insuperable Mi vecino Totoro. Sin embargo, la semejanza con el doble virtual (Marion para Nelly, Nelly para Marion) es tan perfecta que la relación entre ambos planos temporales abandona la forma intrusiva —un mundo visita al otro (en el caso de Totoro, la forma de la «visita a» es reiterada)— y puede leerse, más bien, desde una coalescencia en la frontera de lo siniestro. Con facilidad, tal es la simetría visual entre imágenes, Nelly puede estar sentada en la cocina de Marion y «trasladarse» a la suya sin necesidad de cambiar siquiera algún elemento del plano.
▼ Petite Maman, Céline Sciamma.
Un precioso retrato de la pérdida.
Un precioso retrato de la pérdida.
«Es un gesto que la misma Sciamma ha confesado miyazakiano, diríamos, como si se tratara de una versión cristalizada de la insuperable Mi vecino Totoro. Sin embargo, la semejanza con el doble virtual (Marion para Nelly, Nelly para Marion) es tan perfecta que la relación entre ambos planos temporales abandona la forma intrusiva —un mundo visita al otro (en el caso de Totoro, la forma de la «visita a» es reiterada)— y puede leerse, más bien, desde una coalescencia en la frontera de lo siniestro».
Superado el sobresalto que viene con el descubrimiento de lo sobrenatural, Nelly —despierta y sensible— reconoce, en la calidad inmanente y sostenida de este intersticio (tentade estoy de calificarlo de garante de ecuanimidad), la posibilidad de hacer las paces con asuntos que empiezan a pesar demasiado en su mochila personal. Grumo de tiempo muerto, este traspase puede sopesarse como espacio para comprender su realidad psicológica, adoptando una perspectiva privilegiada, casi de method acting para consigo misma. Nelly juega, se mimetiza con imagen de su madre-de-joven (se suelta la coleta, adopta sus maneras) y, así, entrevé las raíces de su propio malestar en un historial de abandonos que viene de lejos, y que tiene como baluarte último la costumbre de la abuela de Nelly de ir constantemente diciendo que morirá pronto. Para una niña, no hay dejación más definitiva que esa. A la vez, Marion se interpreta a sí misma como la madre que ya sueña ser, pero que aún no había podido proyectar vívidamente: consigue descubrirse a través de los ojos de ella, dentro de 23 años. Marion y Nelly encuentran en la otra el reflejo virtual de sus miedos, actualizado —en carne y hueso—, y lo que ven… no está tan mal. Entenderán que el intersticio, el «espacio entre», también puede leerse como terreno de juego, espacio seguro para expresar y dar salida a la vulnerabilidad, de ahí que el clímax de la película tenga forma de conversación en murmullos. Poder verse indiscerniblemente reflejada en los ojos de otra, poder jugar a ser una misma: este es quizás uno de los usos más bellos que recuerdo de la imagen-cristal.
Por ello, quizás se salve Sciamma del imperativo que esgrimía en Retrato de una mujer en llamas, su magnum opus, de significar constantemente a través de las imágenes. Un proceso discursivo y simbólico que aquí deviene imposible, por la propia inmanencia de lo virtual, y que pronto queda sustituido sabiamente por el simple reflejo del misterio que se oculta tras el reconocimiento de la otra. Este misterio no está ahí para ser descifrado, como apuntarán los momentos de desconcierto que les adultos (la abuela, el padre) viven al encontrarse ante Nelly/Marion, extrañas —¿espectrales?— en un mundo que no les corresponde. Una extrañeza que pronto es incorporada a la familia, incuestionada. En Petite maman no hay que resolver nada, tampoco puede haber suspense alguno, porque a priori sabemos que todo va a ir bien. Entonces, puede que, ante la aparición del misterio, debamos hacer como les adultos y solo aceptarlo. Para ello, quizás todo lo que necesitemos sea escucharnos un poco más.
© Revista EAM / 71º Festival de Berlín