Consume y sé feliz
Crítica ★★★★☆ de «Freshman Year (S#!%house)», de Cooper Raiff.
Estados Unidos, 2020. Título original: Freshman Year (Shithouse/S#!%house). Director: Cooper Raiff. Guion: Cooper Raiff. Productores: Divi Crockett, Andrew Hutcheson, Rachel Klein, Will Youmans, Cooper Raiff. Productoras: CMR Productions. Fotografía: Rachel Klein. Música: Jack Kraus. Montaje: Autumn Dea, Cooper Raiff. Reparto: Cooper Raiff, Dylan Gelula, Amy Landecker, Logan Miller, Olivia Welch, Abby Quinn, Joy Sunday, Ashley Padilla, Tre Hall, Alina Patra, Chinedu Unaka, Nick Saso.
El uso de personas como objetos consumibles no es una práctica que hayan creado las generaciones millennial y centennial, pero parece claro que en estas la tendencia se ha acrecentado considerablemente. Es loable defender la instauración de los modelos de relación alternativos a la monogamia como un paso adelante en favor de la ruptura de moldes preestablecidos y del cuestionamiento de normas en muchos casos injustas o simplemente caducas. No obstante, también sería necesario hacer autocrítica y plantearse cuánto de dichos modelos ha aparecido como resultado de la crítica social y cuánto se debe a la necesidad de encontrar un nuevo modelo de interacción que justifique y normalice un mayor consumo de bienes experienciales. Internet tiene todo que ver en esto: se puede trazar con facilidad una conexión directa entre el FOMO (fear of missing out, o miedo a perderse algo) y el tener más de una pareja o querer acostarse con una persona distinta cada fin de semana. Internet nos ha abierto la mente a un mundo de posibilidades, y estas hacen que nos demos cuenta de la infinidad de oportunidades que nos podríamos perder si decidiéramos invertir tiempo y esfuerzo en algo concreto. La cantidad le gana la batalla a la calidad, gracias a la lógica capitalista, y el «consumir te hará libre» neoliberal se aplica sin contemplaciones al ámbito humano. En esta coyuntura, donde uno se sentirá más realizado como persona cuanto más experimente —en este caso, cuanto más consuma, pues la experiencia es un acto intenso pero efímero, de usar y tirar—, el desarrollo de sentimientos profundos hacia el Otro se ha convertido en un auténtico problema, no solo por el miedo a enfrentarse al vacío de uno mismo —hace falta entereza para afrontar verdaderas situaciones humanas y no simulacros—, sino porque optar por esta vía es ponerle palos a la rueda del consumismo de personas: cuantos más sentimientos desarrolles por alguien, menos tiempo tendrás para vivir esas otras múltiples experiencias que te prometen la felicidad. El resultado es una infantilización alienada haciéndose pasar por madurez, donde se confunde el compromiso con el sacrificio, donde la carencia de sentimientos se interpreta como independencia emocional, y donde un individualismo por momentos atroz se justifica como el ejercicio de la libertad individual.
En este problemático estado de la cuestión se mueve Freshman Year (Shithouse), el debut en la dirección de Cooper Raiff, quien también interpreta el rol protagonista, firma el guion, coedita el filme y lo produce. La cinta, ganadora del Gran Premio del Jurado en el pasado SXSW Film Festival, narra la historia de Alex, un estudiante de primer año que tras unos meses viviendo la experiencia universitaria tiene bastante claro que esta manera de entender la interacción humana no va con él, a pesar de que se venda como los mejores años de nuestras vidas. Alex se siente bastante más cercano a su madre y su hermana, a quienes llama constantemente, en un intento de conectar con alguien, de compartir algo significativo. Pronto empieza a perfilarse el contexto que está provocando esta situación: el joven ha tenido una infancia y adolescencia envidiables, en un hogar donde prima la asertividad, la expresión de las emociones y los pensamientos, y donde se ama y acepta a los demás de manera incondicional. Partiendo de aquí, parece normal que la vida en el campus parezca una jungla. Sin embargo, al mismo tiempo Raiff no esconde que su personaje (y probable álter ego) también tiene buena parte de responsabilidad en lo que le sucede. Si bien su vida familiar es prácticamente idílica, al mismo tiempo ha sido sobreprotegido por sus padres, y él se ha acomodado a acudir, real o metafóricamente, a los brazos de su madre cada vez que sucede algo malo. Saber trazar la línea entre el afecto y la dependencia es una de las lecciones que Alex se llevará de su paso por la universidad.
Antes de que comience a tomar conciencia de sus dilemas en torno a la relación con su familia, Alex se pega una y otra vez contra la pared de hormigón que son las dinámicas de interacción en el ámbito universitario. Tus colegas lo son porque se drogan contigo, y los conservas para tener a alguien con quien drogarte y con quien acudir acompañado a las fiestas, el territorio donde se conoce a las personas del sexo opuesto, con quienes establecer intercambios de fluidos lo más breves posible para pasar a los siguientes pretendientes de la lista. Alex no entiende que una chica que ni siquiera sabe cómo se llama se quiera acostar con él. De esta manera abrupta entra en su vida Maggie (Dylan Gelula), una joven con la que se acuesta antes de que tengan confianza ni tan siquiera para mantener una conversación. Como cabía esperar, el sexo es horrendo, pero a partir de ahí comienza una potente química entre el protagonista, una persona entregada en cuerpo y alma a la búsqueda de algo significativo, y su nueva amiga, una chica totalmente integrada en la dinámica de consumo espidíco de personas, que en el fondo sabe que algo no termina de encajar, pero que, como tiene demasiado miedo a enfrentarse a sí misma, prefiere distraer su mente con un sinfín de chicos, convertidos en novedades excitantes que satisfacen el ego pero no comprometen ningún sentimiento por el camino. En otras palabras, la interacción con el Otro entendida como una notificación de Instagram.
▼ Freshman Year (Shithouse), Cooper Raiff.
Ganadora del SXSW 2020 | Americana 2021.
Ganadora del SXSW 2020 | Americana 2021.
«Freshman Year (Shithouse) es una pequeña joya indie que, a partir de un humor por momentos desternillante, traza portentosas reflexiones acerca de lo que nos estamos haciendo los unos a los otros».
Con un estilo naturalista y muy íntimo —resulta inevitable pensar en el Richard Linklater de la trilogía Antes del…—, Cooper Raiff expande el tiempo cinematográfico durante la primera parte del metraje, que consiste en la noche infinita que pasan los dos personajes, hablando mientras deambulan por la ciudad. El autor ofrece un ejercicio maestro de humildad narrativa, casi como si quisiera restarse mérito, y por el camino regala un sinfín de lúcidas reflexiones en torno a la existencia y a las dinámicas de una generación a la que pertenece de lleno —tiene 22 años— y que comprende en profundidad aunque le parece grotesco lo que observa. La crítica es evidente y directa, pero al mismo tiempo evita caer en el trazo grueso. Aunque el protagonista sea mayormente el personaje positivo, no le ahorra situaciones ridículas, el cuestionamiento central sobre su dependencia emocional, y la necesidad de entender que su ética férrea puede acabar convirtiéndolo en un monstruo de la intolerancia. De la misma forma, aunque Maggie tenga numerosos puntos negros en su personalidad, el mero hecho de que la trate con humanidad y le dé espacio para que ejerza de contrapeso a la argumentación de Alex la convierten en un personaje complejo y valioso. Esta aproximación empática y alejada del aleccionamiento categórico —el autor tiene muy claro lo que opina, pero no se cierra en banda— cristaliza en el hecho de que ambos personajes acaben resultando ser una influencia positiva el uno para la otra, dejando el relato en un estado indeterminado, complejo, donde no existen respuestas claras. Precisamente por esto último, quizás sea cuestionable el epílogo de la cinta, que traslada la narración dos años y medio más tarde, cuando ambos personajes se encuentran en sus últimos años universitarios. Habida cuenta de lo que se narra en esta secuencia —que no desvelaremos—, la coyuntura se simplifica y tiende a la conciliación de aproximaciones a la vida, algo que no sabría si interpretar como un gesto estereotípico que reduce el potencial reflexivo de la cinta o como un perturbador falso final feliz al estilo de Douglas Sirk. Lo que parece claro es que Freshman Year (Shithouse) es una pequeña joya indie que, a partir de un humor por momentos desternillante, traza portentosas reflexiones acerca de lo que nos estamos haciendo los unos a los otros.
© Revista EAM / Madrid