Un nuevo cine argentino
Ensayo de Miguel Martín Maestro sobre el cine del siglo XXI
▶ Especial 13º aniversario de EAM: el cine del siglo XXI
Bajo la etiqueta de «nuevo cine», de manera periódica —y esquemática—, a cualquier cinematografía mínimamente constante se le crea su propia corriente. Con demasiada frecuencia, lo de «nuevo» unido al cine y sumado al país de turno se confunde con «nuevos directores» o «nueva generación»; sin que ello implique ninguna novedad en los conceptos narrativos o visuales y sí una repetición de estilemas que se adjetivan como nuevos al referirse a temáticas más cercanas a las nuevas generaciones que a las anteriores. Hubo un nuevo cine español como lo ha habido catalán y ahora lo hay gallego, lo hay británico, argentino y estadounidense como lo puede haber islandés o boliviano. Da lo mismo. La etiqueta «nuevo» pocas veces se refiere a lo que se experimenta o percibe por primera vez; tampoco a algo distinto de lo anterior o lo que se tenía aprendido. Más bien, se identifica con lo recién hecho que no incorpora nada novedoso a su arte. De modo que en la etiqueta de «nuevo cine argentino» uno puede encontrarse a gente tan variopinta como Enrique Piñeyro, Juan José Campanella o Pablo Trapero junto con Mariano Llinás o Matías Piñeiro, cuando los tres primeros no destacan por su novedad y los dos últimos rompen por sistema con cualquier precedente. De aquellos podrá decirse que han hecho una nueva película, pero sólo de los últimos podrá decirse que hacen nuevo cine.
Dedicados estos artículos en EAM al mejor cine de lo que llevamos de siglo XXI, y abandonada la idea de mirar hacia una película o director concreto, la circunstancia que más me apasiona para el futuro de este arte es la existencia, consolidación y expectativas que genera el colectivo argentino El Pampero. Matías Piñeiro merecería la misma atención, pero es su idea de lo colectivo, lo autogestionado, lo libre, lo que me hace escribir estas líneas sobre un grupo de artistas en ebullición constante, una especie de comuna libertaria del arte en la que todos participan y todos cooperan para llegar al resultado final. Hablar de El Pampero es colocarse al margen de todo el sistema mantenido durante más de un siglo alrededor de cómo ha de producirse una película, cómo ha de idearse y cómo ha de distribuirse y exhibirse. Controlar todo el proceso por parte del mismo grupo puede imaginarse una tarea agotadora y que priva de energías para el acto creativo, pero de manera paralela permite hacer al grupo lo que le venga en gana, mantenerse en activo con una potencia envidiable y, probablemente —como bien retratan El escarabajo de oro y Por el dinero de Alejo Moguillansky—, crear sin obtener mayor rendimiento económico que el de la subsistencia precaria; trabajar, en el gran sentido de la expresión, «por amor al arte».
Imágenes de cabecera y cierre: rodaje de La flor (Mariano Llinás, 2018).
▼ La vendedora de fósforos (Alejo Moguillansky, 2017).
▼ La vendedora de fósforos (Alejo Moguillansky, 2017).
«Es su idea de lo colectivo, lo autogestionado, lo libre, lo que me hace escribir estas líneas sobre un grupo de artistas en ebullición constante, una especie de comuna libertaria del arte. Hablar de El Pampero es colocarse al margen de todo el sistema mantenido durante más de un siglo alrededor de cómo ha de producirse una película, cómo ha de idearse y cómo ha de distribuirse y exhibirse».
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Señalaban en sus orígenes en el portal profesional Cinando: «El Pampero Cine nace en el año 2002, más que como una simple productora, como un grupo de personas dispuestas a experimentar y a renovar los procedimientos y las prácticas del cine hecho en la Argentina. [...] La influencia de El Pampero Cine no sólo se plasma a nivel estético: su revolución alcanza —sobre todo— las formas de producción y de exhibición. Desde Balnearios, en el 2002, El Pampero Cine ha desarrollado un sistema de producción basado en el rechazo a los postulados industriales y la radical independencia de las fuentes clásicas de financiación». Los ideólogos de la propuesta son Mariano Llinás, Laura Citarella, Alejo Moguillansky y Agustín Mendilaharzu, los tres primeros dirigiendo incluso sus propios proyectos. Mendilaharzu, procedente del mundo del teatro, se ha incorporado en el momento de escribir estas líneas a una nueva faceta artística del grupo: la dirección de series junto a Constanza Feldman, siguiendo la estela inicial de Un día de caza. Si el grupo nació con la idea de crear cine, poco a poco se va convirtiendo en algo más. A su postulado de que el cine sólo puede verse en una sala oscura y con una pantalla de grandes dimensiones le surge el matiz, porque también son capaces de adaptarse a la evolución de los acontecimientos y, sea por los efectos de la pandemia o por la inevitable deriva de la exhibición, abrirse a caminos menos comunitarios, menos participativos y utilizar su plataforma de difusión en la web wearekabinett.com para permitir a sus seguidores ver sus últimas creaciones. El Pampero tiene la versatilidad de los grandes y el ingenio de quien no anda siempre pendiente de una cuenta de resultados o de los índices de audiencia. Se nota, y así puede verse en los encuentros con el público accesibles online, que se disfruta sobremanera del pase con espectadores y que la idea misma de la proyección se transforma en otra parte de la experiencia. Cada pase de La flor se convierte en una película diferente como cuando se dice que no hay dos representaciones teatrales idénticas. Esa noción de cine ambulante con el maestro de ceremonias Llinás en pleno arranque verbal forma parte del propio espectáculo cinematográfico.
Comenzaron por el cine, y ahí estaban Llinás con sus Balnearios, Moguillansky con Castro y Citarella con Ostende, pero las ramas del árbol se extendieron. Luego llegaron el teatro —tanto por los orígenes de alguno de los miembros del grupo como por decisión propia—, la música —no sólo porque las películas cuenten con la participación estable de Gabriel Chwojnik, sino por la elaboración de vídeos musicales—, la danza —a través de su colaboración con el Grupo Krapp que se trasvasa a las películas: por ejemplo, en la base de la filmación de El loro y el cisne de Moguillansky o Un día de caza, pieza que juega al slapstick con la envidiable capacidad de control corporal de sus miembros—, la literatura y el análisis de la imagen —con la publicación de Revista de Cine o su blog de textos cinematográficos—. Suma y sigue sin abandonar el objetivo inicial, la creación de películas que van agolpándose en su filmografía hasta atreverse a recuperar aquello que fue desechado en su momento y que, por acontecimientos del futuro imprevisibles o como mero juego irónico y cinéfilo, se retoman bajo el epígrafe de «El salón de los rechazados». Una propuesta que ofrece al espectador desde magnéticas historias como La noche submarina, cuyo propósito inicial desaparece y el punto de vista se trastoca completamente si entre la filmación y la decisión de exhibir ocurre un suceso como la propia desaparición del lugar donde se filma, a escenas eliminadas de Historias extraordinarias o de Castro.
▼ Ostende (Laura Citarella, 2011).
«La extensión multidisciplinar de El Pampero provoca que las conexiones con otras artes se rijan por el mismo concepto de colaboración y coparticipación. Quien dirige una película puede ser el guionista de otra o el montador de la tercera. Esta efervescencia de la producción, unida a la renuncia a participar en los encorsetados programas de producción oficiales, facilita al grupo su esencial libertad creativa».
La extensión multidisciplinar del grupo provoca que las conexiones con otras artes se rijan por el mismo concepto de colaboración y coparticipación. Así, Chwojnik no sólo hace la música, sino que se atreve a ponerse delante de la cámara en Por el dinero. Los lazos con el teatro acercan a las películas a personas como Walter Jacob o Rafael Spregelburd, y entre todos ellos las labores se diversifican y se comparten: quien dirige una película puede ser el guionista de otra o el montador de la tercera. Esta efervescencia de la producción, unida a la renuncia a participar en los encorsetados programas de producción oficiales —que entregan dinero, cierto es, pero exigen guiones cerrados, repartos predeterminados, costes calculados al milímetro, semanas de rodaje precisas, fechas de estreno...—, facilita al grupo su esencial libertad creativa. Sólo así puede plantearse que un proyecto como La flor tarde ocho años en culminarse (otros han precisado tres o cuatro años) y nos haya mostrado cómo el cine puede recalcularse infinitamente para ofrecer una película de más de trece horas que empieza y nunca termina, y en la que el espectador (este espectador, al menos) desearía la continuación de cualquiera de las historias sin importarle la duración. Ese planteamiento de producción es inconcebible para una industria que vive en la dinámica coste-beneficio de manera permanente. Como decía Moguillansky, «No es posible que exista una disciplina artística cuya condición de posibilidad sean los millones». Trascendiendo tal dinámica, El Pampero puede permitirse afrontar proyectos a larga distancia, que se filman por fases sin que el conjunto se resienta ni se advierta el inevitable paso del tiempo.
Un listado de películas como Balnearios, Historias extraordinarias, Ostende, La vendedora de fósforos, El escarabajo de oro, Tres fábulas de Villa Ocampo, La mujer de los perros, La vendedora de fósforos, La flor, Las poetas visitan a Juana Bignozzi, Por el dinero y multitud de pequeñas piezas, en tan breve periodo de tiempo, sólo cabe si se renuncia al rendimiento inmediato y se afronta El Pampero como una parte de la vida artística de sus integrantes que pueden hacer realidad su proyecto mediante otros trabajos de encargo, premios y subvenciones internacionales o privadas alejadas de los corsés oficiales de los organismos públicos argentinos. Decía Moguillansky a la web argentina emprendecultura.org que el Pampero «es más parecido a una unidad terrorista que trabaja, o que trata de acceder, a cierto lugar en el mercado y hace acuerdos personales con una serie de técnicos a los cuales les pide que a la hora de filmar las películas se ponga la camiseta». Así, se acepta trabajar gratis bajo la promesa de un retorno posterior cuando la película obtenga ingresos, si los obtiene. El sello de calidad y profesionalidad del grupo atrae a otros artistas que colaboran con ellos bajo esa idea de rendimiento futuro o, quizás, aceptando que no es poco aparecer en sus obras. Esta forma de producir y crear les permite incluso ficcionar alrededor de su propia situación. El escarabajo de oro surge de los avatares subsiguientes a recibir una subvención danesa, el comienzo del cuarto episodio de La flor es un cameo irónico de todo el grupo alrededor de la inexistencia de guion y de producción, Por el dinero es un ejemplo de cómo con el arte no se alcanza la riqueza, si acaso, la fama. Ojalá el grupo permanezca y la idea se consolide, porque su producción es de tal magnitud que la pérdida sería demasiado dolorosa ahora que uno se ha encariñado con todos y desea nuevas obras de manera constante.
© Revista EAM / Valladolid