Adiós a mi lenguaje
Ensayo de Javier Acevedo sobre el cine del siglo XXI
▶ Especial 13º aniversario de EAM: el cine del siglo XXI
I. Para el lector
«La disidencia no es en sí misma un fin; es la marca superficial de un valor más profundo. La disensión es la señal de la libertad, como la originalidad es la señal de la independencia de la mente. Y así como la originalidad y la independencia son necesidades privadas para la existencia de una ciencia, así el disentimiento y la libertad son sus necesidades públicas».
Jacob Bronowski.
Jacob Bronowski.
Este texto no tendrá un gran valor para usted. Un conjunto de palabras que buscan trazar el balbuceo de una mente que siente una profunda disensión hacia todo lo que siente y hace. Comenzando por la cita de Bronowski, uno de los grandes y escasos divulgadores científicos y humanistas, este texto intentará argüir que la disidencia es una forma dudar de determinados modelos de representación intelectual de la realidad que, de un tiempo a esta parte, han venido a configurarse. Usted esperará algún tipo de defensa del listado de piezas audiovisuales que quien escribe ha anotado o, como mucho, alguna clarificación sobre por qué determinadas obras figuran ahí. Desde luego, no espere nada de eso. Si acaso, un único apunte desertor: de The Disintegration Loop 1.1, de William Basinski, a Aidol, de Lawrence Lek, median dos paradigmas de la imagen que, para quien escribe, son significativos de esa gran (anti)ontología de la imagen que es el siglo XXI.
La primera obra es una pieza documental y observacional que muestra el colapso de las Torres Gemelas en tiempo real apoyada por el trabajo musical del videoartista, recogido en una serie de cuatro álbumes englobados en su proyecto The Disintegration Loops (2002-2003). La pieza de Basinski es la imagen desnuda y cruda de un acontecimiento histórico que se niega a instaurar el filtro de la representación entre lo factual y lo percibido. Justo antes del livestream, o retransmisión en directo, que a la postre se configuraría como uno de procesos de imagen más extendidos a principios del siglo, Basinski reformula el cinéma vérité y el cine-directo underground de exponentes como Andy Warhol en un ejercicio de vanguardia que, de manera casi premonitoria, anuncia la era de la imagen como espectro y fantasma de la realidad. El Pop Art había ironizado sobre la cultura de masas haciendo suyos mecanismos situacionistas como el détournement o el desvío conceptual de bienes capitalistas. Esta vanguardia posterior en la que se englobaría la pieza de Basinski, muy consciente de que toda intelectualización y acto vanguardista se engloba en un gesto elitista de una clase con gran capital cultural, parece percatarse de que la ironía ya no sirve para desmontar una sociedad postindustrial y postcapitalista que había subsumido la ironía, el pastiche y el postmodernismo como meros escorzos de una estética del pensamiento institucional. Ante el incipiente gran panóptico de la videovigilancia y, años después, de la interfaz domesticada, solo queda la disensión y la duda que, partiendo de los pocos shocks sufridos por el realismo capitalista, muestre el cosquilleo del miembro fantasma que a todo agente social y cultural le fue amputado hace tiempo: autonomía, independencia, deber de cuidado y capacidad de subversión.
Imagen de cabecera: Death Mask, de Ed Atkins
▼ Disintegration Loops 1.1, de William Basinski
▼ Disintegration Loops 1.1, de William Basinski
▶ Las 21 mejores películas del siglo XXI para Javier Acevedo
Queda por ver si la pandemia es un shock o un anabolizante, de momento todo hace indicar que será lo segundo. La pax americana posterior al 11S basada en una aceleración de la necrosis geopolítica y fagocitación imperialista tuvo su correlato audiovisual en un síncrono flujo de cultura mainstream que supo alternar, por un lado, entre estados de pánico sintetizados en grano de celuloide para nutrir la psicosis de que todo Otro necesariamente es malo; y, por otro lado, entre estados placebo de una cosmética cultural e intelectual que, solo a la postre, se dio cuenta de su irrelevancia. De la crisis económica del 2008 queda la resaca de una progresiva pauperización y gentrificación de los modos de pensamiento y habitus social. Por lo tanto, ningún otro shock llegó hasta la pandemia. En su contexto germina una pieza como Aidol, donde Lawrence Lek vuelca la pura abstracción del software orientado hacia el error de programación, fuerza la corrupción del aura humanista en un posthumanismo sin órganos, relega al mausoleo institucional todo audiovisual canónico y narcotiza el pensamiento transhumanista para suspenderlo en un duermevela cibernético que imagina futuros cancelados. La imposibilidad de habitar y pensar un presente conduce a ejercicios de imaginación de futuros cancelados desde la perspectiva del presente. Esto genera un bug irresoluble en la ontología de la imagen actual y futura que cierra esta primera reflexión introductoria: la imposibilidad de alcanzar un consenso sobre la representación audiovisual del presente comienza con una vanguardia que desnuda la imagen y se atreve a conspirar sobre su más allá y termina con un movimiento postdigital que problematiza la imagen y corrompe su linaje histórico después de imaginar su más allá y descubrir que, en realidad, este es solo un más aquí. Es un momento de pura abstracción fugitiva debido al vaciamiento de todo discurso sobre la realidad.
Usted no va a encontrar certezas aquí. Tan solo la disensión y la duda de alguien que escribe y no puede ejercer la crítica. Decía Roberto Amaba a propósito del soberbio Especial 10 años de Transit que «la nostalgia opera desde un presente que desea restituir un pasado para luego validarlo de cara a un futuro; pero, cuidado, también desde un presente que desea imaginar un futuro que incorpore reminiscencias del pasado». Cierta crítica del medio cine vive instalada en una nostalgia deseada y deseable. La pandemia ha hecho desear el regreso de una vieja normalidad cinematográfica que ya de por sí era una gran lacra. Los motivos darían para una reflexión que solo sería posible si la financiara algún organismo público en el marco institucional de algún festival. Seguro que ustedes aprecian la ironía de eso. Sucintamente, esta vieja normalidad consistía en un panorama de exhibición asimétrica en nuestro país que relegaba toda agenda cultural a lo que sucedía en Madrid, Barcelona y el foco festivalero del mes. Del mismo modo, la distribución acercaba en su mayoría películas que ahora hasta parecen deseables ante los estrenos de las plataformas de streaming, pero que, a poco que se sea honesto, no justificaban el pago de una entrada semanal. Paralelamente, el circuito crítico programaba en Google Calendar su cita con el festival de turno, erigido en punto de encuentro. Naturalmente, esto es un razonamiento falaz, una reductio ad absurdum. Cualquier persona que ejerce la crítica puede rebatirme muy sabiamente y usted, como persona con sentido común, debe tomar con pinzas las impresiones de un no-crítico.
▼ Aidol, de Lawrence Lek
«La multiplicidad de pantallas y el cambio del régimen de la atención —la fragmentación de los actos de visión— es solo una fase más en la revolución permanente de la gestión de la imagen. [...] El rencor desinfectante que busca limpiar las impurezas deseables del presente debería dar paso a una visión del ecosistema de dispositivos de mirada más sana, con el cine como un dispositivo más y una manifestación audiovisual adicional».
¿Por qué no-crítico? Por una falta de sistematización, rigor intelectual, altura moral y experiencia en la industria. En el especial de esta publicación leerá a grandes crítiques que lo son por su sistematización —una producción escrita regular y estable que desvela un marco de pensamiento sobre el cine sólido y personal—, su rigor intelectual —quien escribe no es pesimista, en España hay grandes firmas que no se atreven a firmar mucho—, su altura moral —el problema de la nostalgia y el estatismo crítico es que todes hacemos gala de una gran educación y amabilidad— y una experiencia en la industria —o la suficiente para corregir estas declaraciones—. Este escribidor seguirá siendo no-crítico porque en sus tres años de andadura más o menos regular no estima que la crítica cinematográfica sea un ejercicio que deba practicar y porque el cine como forma de expresión es solo una más. También porque cierta institucionalización de la crítica cinematográfica —su posición meramente reactiva a la actualidad de la industria— y su carácter conservador —el cine y el audiovisual cambian cada año mientras la crítica se escribe igual desde hace décadas— ha generado una cierta endogamia del pensamiento que quien escribe no sabe muy bien cómo combatir ni mucho menos cómo criticarla para usted de forma clara y didáctica. La performadora crítica y cultural Andrea Fraser lo elucida muchísimo mejor al afirmar que «la eficacia de la crítica se limita siempre a un momento de intervención particular. Más allá de ese momento, siempre debe ser repensada y renovada (…) para que la crítica siga siendo crítica, la crítica misma debe estar sujeta a una crítica continua». Esa labor de crítica continua le correspondería al lector y quizá la apertura de estos especiales a un diálogo con quien los lee —más que ahondar en la entropía metadiscursiva— beneficiaría a todes. De no pedirle a usted la palabra, es nula la utilidad de abrir instituciones culturales a «nuevas» corrientes de pensamiento que imaginan el futuro del cine citando a Rohmer o que pretenden territorializar y colonizar parcelas del audiovisual ajenas a la lógica del cine —cualquier contenido subido a redes— con etiquetas tan academicistas y egocéntricas como «postcine» o «no-cine». Tampoco contribuye al pensamiento que la educación universitaria, en el enésimo gesto globalizador que fagocita lo diferente, incorpore nuevas sensibilidades y agendas cuyos call for papers se erijan en sectarios aquelarres de firmas o cuyas nuevas cátedras redunden en la grieta clasista que separa la opinión de un doctorado de quien no lo es. Aún menos contribuye que el valor de las ideas se mida por el capital social de quien las escribe —su impacto en redes, su red de contactos y penetración de marca «distintiva»—, pero de eso todes somos un poco culpables.
Vaya por delante que este no-crítico rehúye de la institución de ningún tipo, de los circuitos de pensamiento institucional y la idea de la cultura como patrimonio inmaterial y terapéutico. Usted, como lector, sabrá verbalizar más o menos coherentemente qué le lleva a configurarse como sujeto de esa experiencia estética llamada cine —la dimensión ética hace tiempo que se asimiló dentro de la política en una perversión absoluta—. Quizá incluso pueda adscribirse a un tipo concreto de cinefilia. Sin embargo, reconocerá que la nueva cinefilia no es más que un conjunto de tribus bárbaras pugnando por imponer su mito fundacional sobre el cine: ese tótem parafílico que dicta que solo hay una forma posible de extraer un «placer» de la experiencia atencional. Esta parafilia tiene mucho que ver con la disposición actual de ciertas categorías estéticas a las que Sianne Ngai dedica un prodigioso ensayo que dibuja la evolución de distintas categorías—lo «cuqui», lo interesante y lo maravilloso—. Le sirve para trazar una relación coherente entre el objeto estético y el juicio subjetivo en un determinado contexto histórico. Si usted reflexiona sobre qué categoría estética —una taxonomía, etimología y conceptualización artística— es la más representativa del cine del presente verá que no hay ninguna. La categoría estética del presente se conjuga bien en pasado, pues la tendencia gentrificadora del cine de festival/autoral está sumida en un revival artístico caníbal; o se conjuga en un futuro que imagina una ficción del presente, de ahí que la importancia del relato personal —qué dicen sobre mí y mi modelo de realidad estas imágenes— tanto de quien crea como de quien consume sea tan preponderante. El resultado es un presente sin un discurso ético ni una categoría estética propia, una performance artística sobre la nada. Esto no es ni mucho menos negativo —está más allá del juicio de valor individual—, pero por primera vez el cine se ha topado con un desafío insoslayable: no tiene nada que decir sobre el presente y sus imágenes no reflejan dicho presente. Este arte se ha medido por su capacidad para expresar una imagen del mundo y, con la consolidación autoral, con su voluntad para mostrar la intencionalidad artística de sujetos-mundo mirando a la realidad. La metáfora de la realidad como imagen ha sido siempre fructífera, así como la idea de «visualizar el presente»; pese a todo, probablemente este sea un instante de la historia en el que nadie quiere ver esa imagen del mundo. La referencialidad específica de lo real o el debate sobre la posibilidad de codificar la representación del presente cedieron su importancia hace un tiempo. Por otra parte, la fragmentación de las categorías estéticas en un conglomerado de tendencias audiovisuales y prácticas artísticas ha conducido al cine y a su cinefilia a vivir en una cámara oscura: por primera vez es la categoría estética de las imágenes —lo «interesantes» que parecen, lo «intelectuales» que lucen, lo «cuquis» que resultan, lo «sublime» que resulta el último cine nacional chino/rumano/surcoreano, etc.— la que moldea al sujeto estético que las mira, juzga y absorbe; es decir, es el cine el que crea a su espectador ideal y no el espectador el que crea su cine ideal.
El cine ya no es tan importante como antes y no pasa nada. Lejos de los postulados pesimistas de cierta crítica que le sigue tratando a usted como a una persona estúpida en base a postulados de la Teoría de la Comunicación como la teoría de la aguja hipodérmica —le inoculan un mensaje mediático y lo asume— que se dejaron atrás en la postguerra, la multiplicidad de pantallas y el cambio del régimen de la atención —la fragmentación de los actos de visión— es solo una fase más en la revolución permanente de la gestión de la imagen. Hubo un tiempo donde los dispositivos de visión —el kinetoscopio o las primeras cabinas de visionado o peep show— ya mostraban esa fragmentación de la visión actual en actos de mirada individual que tanto aterra hoy día. Las causas por las que el proyector y la sala triunfaron se deben más a cuestiones sociológicas y económicas que meramente artísticas. De ahí puede deducirse que el rencor desinfectante que busca limpiar las impurezas deseables del presente debería dar paso a una visión del ecosistema de dispositivos de mirada más sana, con el cine como un dispositivo más —¿cuándo llegará una historia del cine como elipsis accidental en la evolución de los dispositivos de visión?— y una manifestación audiovisual adicional. La postura de quien escribe es que puede que no todo el audiovisual actual entre en la estrecha categoría del «arte». Pero realmente, ¿es necesario perder el tiempo etiquetando? La conciencia audiovisual y digital innata de creadores en redes sociales —valga TikTok como ejemplo— produce un discurso sobre el sujeto-imagen y la imagen-espejo del mundo igual de rico y válido que el de otras prácticas de la imagen. Todo se reduce, pese al desgaste de todes los que piensan y consumen en este presente conflicto, a buscar lo que Carlos Losilla hallaba al problematizar su desgaste cinéfilo y que podría ser aplicable a todo desgaste audiovisual. Concretamente, cuando afirmaba que «la imagen cinematográfica no influye en nosotros (…) chocamos con ella y el chispazo prende raudo: instantáneo, poderoso en su vigor recién adquirido, pero también mudable y presto al cambio en el siguiente punto de encuentro».
▼ Happy Birthday, de Ed Atkins
II. Para la crítica
«La mano es el filo de la mente. La civilización no es una colección de artefactos terminados, es la elaboración de procesos. Al final, el progreso del hombre es el refinamiento de la mano en acción».
Jacob Bronowski
Jacob Bronowski
Toda supervivencia de una imagen mental que perfila la vastedad de una imagen del mundo pasa por traducir la forma a una representación formal del pensamiento. He ahí la verdadera plasticidad de la crítica contra todo intento de convertir su resultado en un Pigmalión que modifique la realidad en base a nuestra ficción individual de esta. La convergencia crítica de los últimos años cristalizó en la denominada Nueva Crítica, cuyos nombres propios y espacios online fueron espoleados por firmas que aún hoy marcan el listón de la experiencia analítica cinematográfica en nuestro país. Han sido estos espacios los que han continuado la labor de albergar a nuevas firmas y buscar un relevo tanto en la conformación de un novedoso canon cinematográfico del online —una empresa que, en líneas generales, ha fracasado— como en la formación de nuevas firmas. Para quien escribe sus tres años en Cine Divergente son el máster de crítica por el que no tuvo que pagar —sí pagué por el «caimanesco» de la ECAM— y mi estancia en esta revista —aunque irregular, debido exclusivamente a mi falta de sistematización y regularidad de pensamiento— una forma de intentar comprender el trabajo de construcción de laboriosas y rigurosas formas de hacer crítica. El balance es que tengo aún menos idea de qué escribo y, sobre todo, por qué sigo escribiendo. Créanme, este balance es muy positivo porque el tiempo ha aportado la perspectiva justa para desmitificar una cierta idea de la escritura crítica.
En otros textos anteriores en los que divagué sobre estas cuestiones apuntaba a que la labor de mi generación —no me atrevo a hablar por la que viene detrás de mí dado que sé su voz propia eclipsa a la nuestra— debía consistir en huir de una crítica oficialista profundamente conservadora, reaccionaria y reactiva —que reside no tanto en el online como en la prensa escrita de grandes líneas editoriales— para proponer una suerte de no-crítica más conflictiva y emancipada del discurso historicista. Los recursos siguen ahí y, más allá de herramientas ya interiorizadas por todes como el gif, el frameo, el ensayo-ficción o el videoensayo especulativo, habría que poner encima de la mesa los fines: una no-crítica que, cuestionado ya el paradigma del autor o de la industria, se fije más en la etiología diversa que afecta a quienes crean imágenes. Ir a los estados de creación, reflejar los flujos artísticos —interesarse por el proceso y no solo por el producto concluido— y desarrollar un laboratorio de crítica que dé la espalda a una crítica institucional. La labor de esta última ni puede ni debe ser replicada —para qué hacer lo mismo con menos medios, más precariedad y los mismos conceptos— y un laboratorio de crítica procesual —del mismo modo que una vez arte procesual cuestionó los eslabones de creación— sería algo tan ajeno a todo como propio. ¿Quién querría leer este tipo de crítica centrada en todas esas imágenes no institucionalizadas en el circuito comercial? No lo sé, pero desde siempre he concebido el ejercicio de mi escritura como un acto de soledad egoísta en la medida que la libertad de mi precariedad y de mi impacto casi nulo garantizan que todo cuanto escribo sigue un modelo de amanuense digital. Lanzo ideas y textos para conservarlos y volatilizarlos como balizas que, quizá algún día o quizá nunca, alguien pueda encontrar. No creo que la escritura deba ser productiva o útil instantáneamente, al contrario de quienes se quejan de la proliferación de nuevas firmas en Internet o de intrusismo laboral.
▼ Mi Casa|Vlogs de Barbie, del Canal de YouTube Barbie en Español
«La crítica para Carlos Losilla es un mundo de sentido proyectado por el roce de pensamientos. Y quizá eso sea todo, o nada; pese a todo, la belleza debería ser ordinaria y nuestro discurso sobre ella no debería consistir en sublimarla, más bien quedarse a mirarla en todas estas noches donde el pensamiento parece apagarse para que, al despuntar el alba, quede alguien que escriba sobre la forma en la que luz del pensamiento ajeno la revela en toda su perfecta rutina».
Decía Carles Matamoros en su reflexión sobre el estado de la crítica online que «el provechoso diálogo entre ese cine contemporáneo y la nueva crítica online fue, sin embargo, efímero y hoy es difícil percibir un relevo generacional tan poderoso como el que se produjo con el cambio de siglo». Este relevo no existe, pues quienes escribimos estamos demasiado ocupados bien sea intentando colonizar espacios que ya estaban ahí en busca de la legitimidad y aprobación del “padre crítico” o criticando un falso establishment. La finalidad es la integración en la universidad o medio que busque absorber el postureo de lo nuevo y apuntalar las maltrechas paredes de la institución universitaria o periodística. Si digo que soy distinto a estas tendencias quedaré como el cínico que soy; no obstante, créanme cuando les digo que mi mediocridad no alcanza ni para tener un trabajo estable, mucho menos para ser alguien productivo en x espacio. Abogué en su día por una intensificación del diálogo y por la creación de espacios propios para agradecer a quienes nos dieron un hueco que, en mi caso, fue posible gracias a Cine Divergente, El antepenúltimo mohicano o Qué Veo En y la maravillosa generación de personas de la crítica online y, en particular, Manu Argüelles y todos los editores cuya labor quizá pase desapercibida para el lector. Un año después el diálogo ha sido nulo y estos nuevos espacios aguardan a ser creados para que sirvan de puente entre quienes nos enseñan cada día y quienes necesitan lugares seguros para activar su aprendizaje. De no hacerlo seremos una generación sanguijuela cuyos restos ocuparán distintos puestos honoríficos y no remunerados.
La crítica ya no tiene por qué reflejar a una firma que es un consumidor ejemplar. Lejos de la heteronomía marcada por una institucionalización que ha sido devastada por la pandemia: pienso que una forma discursiva ecléctica germinará suspendida entre la nada y nada. Una semilla de pura desnudez metafísica e intelectual golpeada por el rayo íntimo del pensamiento propio/un instante reivindicado por personas que sepan cuándo la belleza del discurso compartida les da placer/el reino sin jerarquías donde Bachelard prometía huir de la certeza «de no despertar siendo uno mismo para permanecer como uno mismo, sino esperar del mundo oscuro la lección de la luz». No tengo ni las ganas, ni las fuerzas ni el deseo de vertebrar discursos sobre las imágenes que prendan la confusión y problematicen una época de demasiadas certezas. «¿Qué es, entonces? Descripción de la llama que se quema en su propio discurrir. Ensayo de descripción del nuevo mundo atisbado, el mundo del sentido». La crítica para Carlos Losilla es un mundo de sentido proyectado por el roce de pensamientos. Y quizá eso sea todo, o nada; pese a todo, la belleza debería ser ordinaria y nuestro discurso sobre ella no debería consistir en sublimarla, más bien quedarse a mirarla en todas estas noches donde el pensamiento parece apagarse para que, al despuntar el alba, quede alguien que escriba sobre la forma en la que luz del pensamiento ajeno la revela en toda su perfecta rutina.
III. Para alguien
«El hombre es único no porque haga ciencia, y es único no porque haga arte, sino porque la ciencia y el arte son igualmente expresiones de su maravillosa plasticidad de la mente».
Jacob Bronowski
Jacob Bronowski
Hace tiempo que las imágenes me resultan ajenas, como si al volver a ellas la distancia entre mi cuerpo y el sitio de mi memoria se hubiera vuelto tan infinita como irrelevante. Hace tiempo que tengo la certeza de que el ruido que hago al escribir ya no sirve para callar un poco ciertos pensamientos, es solo un tedio sostenido por la rutina. Olvido, indiferencia, mis manos sintiendo mi frente mientras hidrato los ojos con algo de colirio. Tampoco quiero volver a ese estado de infancia en el que vivía abrigado entre sábanas de imágenes y me cobijaba bajo ellas. De esta relación de indiferencia ha madurado una cierta idea de belleza anclada en la rutina. «¿No debe la belleza, entonces, se preguntará, ser buscada en las formas que asociamos con nuestra vida cotidiana? Sí, si se hace de manera constante y en lugares donde se pueda ver con calma». Esto decía Rushkin y lo comparto en la medida en la que mi escritura es ahora —aún más, un poco más— un garabato empeñado en seguir escribiendo hasta que la tinta se agote. Lo mejor de mis textos son los otros: todos esos otros textos que cito y mutilo como una versión pagana del pintor Frenhofer quien, en La obra maestra desconocida de Balzac, se siente orgulloso al exhibir su obra maestra a dos jóvenes estudiantes que ven un gran borrón en el que solo destaca un pie pintado de forma exquisita. Quizá esa sea la máxima aspiración tanto de la crítica como de la no-crítica: un atisbo a lo que podría ser, el cadáver embalsamado de lo que una forma y un referente material, el residuo tras la autolisis de células-imágenes que se autodestruyeron y murieron al estrellarse contra mis ojos. ¡Cuántas dudas!, ¿es eso suficiente? Tendrá que serlo porque pienso que todo juicio particular de gusto —sobre cualquier imagen— no contribuye a ningún paradigma universal del gusto; la crítica hace tiempo que perdió esa capacidad fijadora y, por fortuna, la que me interesa está centrada en mostrar esa coerción que imposibilita la conformación de un gusto canónico, sesgado e impuro. Aumont define esa coerción como histórica, económica-cultural e ideológica. Es muy importante, estimo, que la crítica cuestione el gusto inmediato, histórico y dado reflexionando sobre sus coerciones e incoherencias.
De lector a lector, encontrará una miríada de buenas mentes empleando conceptos y estrategias tan diversas como útiles —ninguna está «pasada de moda», como dicen, en la medida en la que cuestione desde el presente—. Por ejemplo, el análisis fílmico —de los Raúl Álvarez, Aarón Rodríguez o Teresa Sorolla Romero—, el hackeo sociológico de géneros y relatos —piense en las Visual404—, el ensayo como experiencia de vida y forma de «habitar la imagen» —de mi preciado Manu Argüelles, o las filosofías de Paula López Montero—, la crítica que se piensa a sí misma sobre cuestiones como le mediación o los «antifestivales» —lean y escuchen, por favor, las misivas de Mariona Borrull y Miguel Muñoz Garnica—, el pensamiento disidente de los Perros Verdes, Trincheras de la Cultura Pop o Crítica desde el Confinamiento —de la imagen-nada, pasando por el blockbuster y llegando a un uso de la cultura pop y el digital como ingeniería inversa—, los especiales de Transit que perduran desde su publicación, la crítica latinoamericana que nos supera día a día y el trabajo llevado a cabo en esta misma publicación. Las omisiones son intencionales por falta de espacio, pero creo que elles saben que les leo, veo y escucho.
▼ Ways of Something, de Rick Silva
«Hay imágenes para todes y, pese al miedo general a la sobreabundancia de estímulos audiovisuales, todes pueden tener su imagen. No creo que llegue el nuevo modelo de realidad de una no-crítica; no obstante, la crítica de cine está en las mejores manos».
Este texto un tanto egocéntrico y prejuicioso ha quedado un poco gruñón —que no pesimista, confío—, un defecto que viene siendo norma últimamente. Creo que en algún momento todes chocamos contra los límites de nuestro lenguaje, de nuestra capacidad para hacernos entender. Cuando la imagen mental no puede transcribirse y un sintagma fantasmal no alcanza. O cuando uno cree haberlo dicho todo cuando se abstiene de decirlo. Lo bonito de pensar y escribir es que es tan irrelevante que hace relevantes los esfuerzos, hay algo en ese acto egoísta y terco de encender una cerilla en la oscuridad durante unos segundos. Es un lenguaje que nace y muere en la memoria a corto plazo, en la sensación que golpea y se va: un lenguaje de signos en la oscuridad hasta que las manos se estrechan, un lenguaje escrito en arcilla hasta que una palabra se tatúa. Seguro que podéis seguir buscando. Hay imágenes para todes y, pese al miedo general a la sobreabundancia de estímulos audiovisuales, todes pueden tener su imagen. No creo que llegue el nuevo modelo de realidad de una no-crítica; no obstante, la crítica de cine está en las mejores manos. En personas que confían en el poder referencial del cine, en su capacidad pedagógica como autores para contextualizar las prácticas de visión de espectadores muy conscientes de cómo miran y, sobre todo, en espolear ese espíritu de ser críticamente activo. Como dice Parikka, la geología del media actual impone un materialismo espacial y temporal que deberá encontrar una forma de cartografiar su ecosistema. Por mi parte, ser un gruñón cuyas ideas parecen como «si quien me lee supiera lo mismo que yo» —abuelo, siempre tuviste razón— me ha llevado a decidir contribuir cada vez menos con el ruido propio de mis borrones mentales. Tarde o temprano, este ruido cesará y me marcaré un Wordsworth ya que «el mundo está demasiado con nosotros» y «así podría, aquí en este plácido prado, entrever imágenes que me entristecieran menos». No soy un antimoderno como él, tampoco haré más promesas. Hay un más allá de las imágenes, una vida postrera —una Nachleben benjaminiana— que buscaré en los mundos ajenos porque mi mundo está demasiado conmigo. Una suerte de trashumante del pensamiento que se pare, de vez en cuando, para habitar en ideas ajenas hasta que el fuego se apague y entre las sombras vislumbre la mía para mantener el más íntimo y pequeño de los diálogos. Os leo, escucho, veo y aprendo.
© Revista EAM / Salamanca
Bibliografía:
◼ Amaba, R. (2019). Nostalgia de la imagen: Afecto y mercado de la (pos)modernidad melancólica. Transit.
◼ Aumont, J. (1997). La estética hoy. España: Cátedra, Signo e Imagen, p. 42.
◼ Bachelard, G. (2000). La intuición del instante. México: Fondo de Cultura Económica.
◼ Bronowski, J. (2011). Science and Human Values. Londres: Faber and Faber, posición 974.
◼ Charlesworth, J.J. (2019). Follow the money. ArtReview.
◼ Losilla, C. (2019). Sobre el desgaste cinéfilo y otras cuestiones urgentes. Transit.
◼ Matamoros Balasch, C. (2019). La evolución de ‘Transit’ y el estado de la crítica online. Transit.
◼ Ngai, S. (2012). Our Aesthetic Categories. Cambridge, MA: Harvard University Press, p. 178.
◼ Parikka. J. (2015). A Geology of Media. Minneapolis: University of Minnesota Press, p. 3.
◼ Rushkin, J. (2011). The Seven Lamps of Architecture. Proyecto Gutenberg: posición 1863.
◼ Amaba, R. (2019). Nostalgia de la imagen: Afecto y mercado de la (pos)modernidad melancólica. Transit.
◼ Aumont, J. (1997). La estética hoy. España: Cátedra, Signo e Imagen, p. 42.
◼ Bachelard, G. (2000). La intuición del instante. México: Fondo de Cultura Económica.
◼ Bronowski, J. (2011). Science and Human Values. Londres: Faber and Faber, posición 974.
◼ Charlesworth, J.J. (2019). Follow the money. ArtReview.
◼ Losilla, C. (2019). Sobre el desgaste cinéfilo y otras cuestiones urgentes. Transit.
◼ Matamoros Balasch, C. (2019). La evolución de ‘Transit’ y el estado de la crítica online. Transit.
◼ Ngai, S. (2012). Our Aesthetic Categories. Cambridge, MA: Harvard University Press, p. 178.
◼ Parikka. J. (2015). A Geology of Media. Minneapolis: University of Minnesota Press, p. 3.
◼ Rushkin, J. (2011). The Seven Lamps of Architecture. Proyecto Gutenberg: posición 1863.
▼ Xilitla, de Rosa Menkman.