Deporte pop
Crítica ★★★☆☆ de «Les sorcières de l’Orient» de Julien Faraut.
Francia, 2021. Título original: «Les sorcières de l’Orient». Dirección y guion: Julien Faraut. Productor ejecutivo: William Jéhannin. Fotografía: Yutaka Yamazaki. Edición: Andrei Bogdanov. Música: Jaon Lytle. Compañía productora: UFO producciones. Sonido: Leon Rousseau. Duración: 99 minutos. Presentación Festival de Rotterdam 2021.
Brujas, ¿por qué? La interrogante no deja de tener su sentido a lo largo de la película porque para las propias integrantes del equipo femenino japonés de voleibol de las Olimpiadas de Tokio de 1964 ese calificativo les sorprende. El concepto de bruja no deja de tener un componente negativo, incluso hasta misógino, y lo que para ellas no dejaba de ser un efecto del duro trabajo diario, para la prensa occidental se transformaba en algo inexplicable, esotérico. Ellas creían ser comparadas con los personajes de Onibaba de Kaneto Shindo, o los de El más allá de Kobayashi o los Cuentos de la luna pálida de Mizoguchi, pero lo que la prensa occidental quería resaltar era su condición sobrehumana, su capacidad de resistencia y agilidad para devolver de manera incansable los remates contrarios y convertirse, de la noche a la mañana, en un referente mundial aparecido de la nada. En un mundo de bloques, donde el deporte se convirtió en la máxima expresión de la contienda entre el capitalismo y el comunismo, al dominio soviético, de la RDA o de países satélites a la URSS en el deporte femenino, les surgió improvisadamente un rival procedente de una cultura inaprehensible, hermética, milenaria.
La película de Faraut encuentra referentes de estructura en otras dos películas recientes del panorama internacional. Por un lado el retrato amable de la vejez mediante el uso de una cámara que filma reuniones de septuagenarias (o más, quien sabe) alrededor de una mesa donde recuerdan sus años gloriosos, un recurso cinematográfico que nos acerca, así, a La Once, la película de la directora chilena Maite Alberdi; y por otro el reflejo de una gesta deportiva mediante la utilización del documento de época en un mundo de bloques enfrentados por la hegemonía mundial, como bien supo reflejar Gabe Polsky en su extraordinaria Red Army, curiosamente películas ambas de 2014 y que vienen a mi recuerdo inmediatamente mientras disfruto de Les sorcières de l’Orient. Sabe el director que maneja un material absolutamente desconocido para el gran público occidental, un deporte minoritario, unos hechos de la década de los 60 y, además, femenino, tradicionalmente marginado por el espectador y los medios de comunicación, así que su película ha de trasladar al espectador a un mundo nuevo, a un continente diferente y a un modo de pensar que se nos antoja incompatible con nuestra manera de vivir.
Faraut utiliza los recuerdos de las ancianas, tan activas que aún hoy siguen entrenando, haciendo gimnasia, montando en bicicleta, para ir introduciendo las imágenes de la época, los vídeos de los entrenamientos, el día a día de esas mujeres que, en un momento concreto de sus vidas, se convirtieron en heroínas fugaces dentro de una sociedad eminentemente machista y conservadora. Un grupo de mujeres trabajadoras pertenecientes a una empresa textil, Nichibo Kaizuka, y que también forman parte del equipo de voleibol de la misma, un equipo que funciona como un ejército donde las titulares gobiernan sobre las suplentes y donde las aspirantes a entrar acuden a los entrenamientos esperando el momento de ocupar un puesto libre, un ejército liderado por un entrenador directamente sacado de un campo de adiestramiento de cualquier tropa de élite. Daimatsu, el entrenador, fue capitán del ejército imperial durante la Segunda Guerra Mundial y consiguió sobrevivir junto con todos los soldados a sus órdenes en los bosques de Birmania hasta el fin de la guerra. Las heridas de esa guerra todavía no están cerradas, las bombas han arrasado el país que ha quedado bajo protectorado americano, y Daimatsu trata a sus jugadoras como soldados para los que no cabe la rendición. Sin competencia en Japón, el equipo, en bloque, es elegido por las autoridades japonesas para representar al país en el campeonato del mundo a celebrar en la URSS, iniciando una gira también por Occidente que contrasta dos modos de ser, dos culturas opuestas que se miran con recelo y curiosidad. Contra todo pronóstico aquel equipo surgido de una empresa consigue el triunfo y la locura pop se desborda, un reflejo de un país que quiere alcanzar la modernidad copiando modelos americanos pero sin perder su esencia tradicional.
▼ Les sorciéres de l’Orient, Julien Faraut.
Festival de Róterdam 2021 | 📷 Yutaka Yamazaki, DOP.
Festival de Róterdam 2021 | 📷 Yutaka Yamazaki, DOP.
«Las brujas japonesas no eran más que mujeres entregadas, con una capacidad de sacrificio inhumano, que coloca a la película en esa estela de la épica del deporte que tan agradecida resulta cuando el ritmo es dinámico y el sentido de las imágenes del pasado huye del torrente de palabrería para centrarse en lo esencial».
Una locura pop que no puede hacer olvidar que las chicas siguen trabajando, que se levantan a las 4:30 de la mañana y trabajan hasta las 4 de la tarde para, a continuación, en el pabellón de la empresa, iniciar las extenuantes sesiones de entrenamiento hasta medianoche; día tras día, semana tras semana, mes tras mes hasta convertirse en campeonas olímpicas en su propio país. Como todo fenómeno de éxito en una sociedad capitalista a la que Japón se había unido con entusiasmo, el fenómeno trae consigo el fervor popular en forma de merchandising. Todos los productos quieren usar el voleibol como reclamo, las revistas elevan a la categoría de iconos a esas jóvenes conocidas por los apodos puestos por su entrenador para que las órdenes sean entendidas más rápidamente, fuera de todo protocolo y de cualquier nombre interminable, sobrenombres también fuera de toda corrección política. Oliver y Benji no nacen en el siglo XXI, sino que tienen su precursora en Attack nº 1 un manga que, utilizando la historia del Kaizuka, reproduce su recorrido deportivo a golpe de interminables secuencias donde los remates y defensas se eternizan en movimientos lentos y llenos de colorido como solo en el manga japonés es reconocible.
Un equipo embrujado no podía dejar de tener su arma secreta para los momentos difíciles, el elemento esotérico siempre termina resultando mucho más prosaico y resultado de las innovaciones de un entrenador visionario, aunque menos atractivo, fue algo tan simple como idear una forma de devolver los remates que aumentaba la agilidad y la rapidez de sus jugadoras y aumentaba también su capacidad de recuperar la posición. Las brujas japonesas no eran más que mujeres entregadas, con una capacidad de sacrificio inhumano, que coloca a la película en esa estela de la épica del deporte que tan agradecida resulta cuando el ritmo es dinámico y el sentido de las imágenes del pasado huye del torrente de palabrería para centrarse en lo esencial. Tras esa cara de triunfo quizás el relato hubiera encontrado mayor profundidad si hubiera buscado el lado oscuro o el reverso de decepción tras el éxito, o simplemente en una cultura como la japonesa esa posibilidad no existía porque el entrenador era venerado por sus jugadoras, los resultados fueron impecables, el esfuerzo una exigencia personal sin amenazas, la extenuación del entrenamiento el necesario pago para alcanzar la gloria. Ninguna de ellas siente haber perdido nada durante aquellos años y sí haber ganado mucho, que su gloria fuera efímera no parece pesar sobre su presente, las imágenes aparentan ancianas satisfechas; si no lo son un occidental es incapaz de escrutar sus emociones interiores, pero el récord de 257 victorias consecutivas ahí permanece.
© Revista EAM / Valladolid