Quo Vadis, Europa?
Crónica de la 17ª edición del Festival de Cine Europeo de Sevilla.
▲ DAU. Natasha, Ilya Khrzhanovskiy y Jekaterina Oertel.
Sección oficial del SEFF.
Sección oficial del SEFF.
Hoy nos urge redefinir lo que es Europa. El auge de movimientos sociales que abjuran del sueño que representó la Unión Europea, la ascensión al poder de partidos cuyos discursos arraigan en el irracionalismo sentimental, un enfoque sordociego del multiculturalismo, o realidades —sociopolíticas, pero asimismo económicas y culturales— ya imparables como el Brexit, apuntalan el fracaso irreparable de determinados modelos institucionales. De un modo u otro, el cine no ha permanecido ajeno a ello, ya sea a través de la meditación expresa sobre estas cuestiones o posicionándose ante situaciones concretas que responden, inequívocamente, al momento que vivimos. Si en el Festival de Cine Europeo de Sevilla 2019 nos topamos con una cantidad sorprendente de filmes que se hacían eco del desmoronamiento del «European Dream» —Gloria Mundi (Robert Guédiguian, 2019), Sinónimos (Synonyms, Navad Lapid, 2019), Twin Flower (Fiore Gemello, Laura Luchetti, 2019) o Atlantis (Valentyn Vasyanovych, 2019)—, en esta ocasión lo que hemos encontrado es un afán insistente de revisar el pasado: los errores cometidos, los pecados imperdonables, las heridas sin suturar. Incluso cuando muchas de las películas de este 17 SEFF han querido centrarse en el presente, lo han hecho revisitando las huellas que nos han llevado hasta este punto del camino.
En algunas ocasiones, este pretérito apela al ámbito de lo personal. El caso más extremo es el de Kill It and Leave This Town (Zabij to i wyjedz z tego miasta, Mariusz Wilczynski, 2020), cuya animación adquiere la significativa forma de expresivos garabatos que cobran vida —o una sombra de la misma— sobre páginas arrugadas. El propio Wilczynski se hace presente como personaje en lo que es todo un ajuste de cuentas consigo mismo: un diálogo pendiente con sus padres que termina preguntándose por la capacidad del arte para aliviar las cargas que nos han legado los años. Los límites de la intimidad se estrechan en Time of Moulting (Fellwechselzeit, Sabrina Mertens, 2020), pues en este tortuoso coming of age la acción se circunscribe al opresivo hogar familiar. Si Kill It and Leave This Town es un cuadernillo de apuntes, el filme de Sabrina Mertens es un borrador de relato, lo cual resulta completamente coherente: en Time of Moulting el pasado lastra al presente, encarnado en los objetos —antiguas fotografías, una dentadura postiza, prendas heredadas, herramientas de matadero...— que saturan las superficies. Así pues, la casa de la adolescente Stephanie aparece como marco donde el futuro apenas es una promesa que, sabemos desde un principio, jamás llegará a concretarse. Si el Wilczynski de ficción desandaba el camino que lleva de la muerte hasta la vida por vía de la imaginación, Stephanie concreta en sádicos dibujos y juegos de automutilación la rebelión contra la herencia recibida. Los fantasmas de la masculinidad en conflicto consigo misma de Tommaso (Abel Ferrara, 2019) reaparecen en Siberia (Abel Ferrara, 2020), retorno a un personaje —Willem Dafoe vuelve a prestar su rostro— y a unas disyuntivas ya explorados, solo que aquí en clave onírica. El gélido limbo en el que se instala Clint representa la negación de la temporalidad. En su caso, no debe volver atrás, sino abismarse en su propio espíritu: mientras Clint se reencuentra con su padre o su exmujer y, acaso por primera vez, escucha palabras que provienen de voces ya desaparecidas, su trineo avanza hacia un horizonte de incógnitas, pero horizonte, al fin y al cabo. February (Février, 2020), cuarto largometraje de Kamen Kalev, es un relato en tres tiempos que —parafraseando a Carlos Losilla— parecen suceder simultáneamente. El presente continuo se materializa en «los trabajos y los días», y la aceptación melancólica del devenir del hombre según los cauces y ritmos de la naturaleza parece la única actitud que nos puede salvar de la alienación.
En An Unusual Summer (Kamal Aljafari, 2020), lo particular desemboca en lo comunitario para adquirir contornos políticos. El padre de Aljafari instaló una cámara de vigilancia durante un verano frente a su casa, en Palestina, para intentar atrapar a la persona que había destrozado los cristales de su coche hasta en tres ocasiones. El director manipula lo que terminan por ser breves fragmentos de historia vecinal, y a través de un hermoso trabajo de edición de sonido, devuelve a los transeúntes la vida. Si Aljafari —desde otro tiempo, pero también otro mundo, Alemania— dignifica la memoria del lugar, la cámara inmóvil se convierte en la metáfora perfecta del modo en que alumbramos nuestros recuerdos: una combinación de familiaridad —las siluetas de los antiguos vecinos—, extrañeza —el pixelado, que hace irreconocibles los rostros— y frustración —los inevitables puntos ciegos. Los vasos comunicantes entre la realidad que fue y la que es resuenan igualmente en dos propuestas más sencillas: si en Walden (Bojena Horackova, 2020), el gran hallazgo es la manera de conectar, montaje mediante, esos senderos que hacen transitar a Jana, la heroína, entre ayer y hoy, la Selma de Honey Cigar (Cigare au miel, Kamir Aïnouz, 2020) niega, incauta, la sombra histórica que se cierne sobre su cuerpo. En el primer largometraje, la novela de Henry David Thoreau evoca la (im)posibilidad de fraguar un reducto de resistencia ante las formas de represión del régimen comunista lituano; una ensoñación transmutada, pasadas las décadas, en triste búnker nostálgico. En el segundo, la escritura firme de una identidad que es cultural, étnica y, ante todo, sexual, será el modo único de afrontar un porvenir —las derivas islamófobas de la Francia de los 90 y los desmanes integristas que afloraban en Argelia— problemático para la joven protagonista.
▼ Walden, Bojena Horackova.
Presentada en Nuevas Olas.
Presentada en Nuevas Olas.
| Anexo | Palmarés de la 17ª edición del SEFF
¿Y qué sucede cuando el cine vuelve la cabeza y fija la vista en una época pasada pero, en cualquier caso, aún no culminada? La honestidad histórica implica abandonar toda zona de confort ideológico. Así sucede en Conference (Konferentsiya, Ivan T. Tverdovskiy, 2020), protagonizada por Natalia, una monja que organiza un memorial en recuerdo de los asesinados durante el atentado checheno en el Teatro Dubrovka. La tentativa no solo la enfrentará con su familia, sino que la obligará a lidiar con las decisiones que ella tomó durante un instante clave. En su parte central, Conference imagina una representación donde las víctimas recuerdan, in situ, lo que sufrieron durante aquella jornada atroz. Esta reconstrucción verbal de los hechos es incómoda porque acaba trasluciendo el afán de Natalia por emanciparse de su culpabilidad instrumentalizando una narrativa alienante, tóxica, que provoca sufrimiento a sus congéneres. Pocos trabajos recientes han problematizado —a partir de explosiones melodramáticas, en este caso— la doble faz de la víctima; un tema tabú, nos atrevemos a decir, en la Europa contemporánea. En algunos planos, la imagen de la profesa de espaldas remite a aquellas asaltantes con niqab que ella y sus compañeros evocan; no hace falta decir nada más. No menos sincera nos parece al respecto Quo Vadis, Aida? (Jasmila Zbanic, 2020), solvente narración acerca de la matanza de Srebrenica que busca hacer justicia no solo recreando los sucesos con imágenes vivas, sino asumiendo las contradicciones de la naturaleza humana. Aida, intérprete de la ONU, no dudará en usar todo lo que está en sus manos para que su familia reciba un trato de favor por parte de los cascos azules. No es cinismo: es humanismo. Zbanic no quiere mentirse a través de la ficción, sino extraer de ella verdades, y por ello disocia a la víctima de la redención ética.
Han aflorado durante estas jornadas diversas estrategias creativas para abordar un pasado cuyos frutos, nos guste o no, hemos terminado por recoger. No cabe desdeñar a la más modesta de dichas aproximaciones, La vida era eso (David Martín de los Santos, 2020), historia que hila el destino de dos emigrantes españolas en Bélgica, María y Verónica. Martín de los Santos opta por el laconismo y un 15-M como ruido de fondo para poner en crisis la parálisis vivencial de una mujer ya anciana que obtiene su alegórico renacer gracias al sacrificio juvenil. Parte del mastodóntico proyecto «DAU.», sofisticada recreación escenográfica, fílmica y performativa —con más de setecientas horas grabadas— de la vida en la URSS, DAU. Natasha (Ilya Khrzhanovskiy y Jekaterina Oertel, 2020) se ubica en el punto más tenso entre el cine y la vida, el control material del individuo y su angustiosa liberación. En el margen de los dominios del poder soviético, una cantina permite que actores y personajes se confundan en sus gestos apasionados, grotescos, inanes, pero también subversivos por lo que tienen de improductivos. Set-pieces que se extienden hasta que la resistencia de los intérpretes se agota, pura efervescencia incontrolable de los cuerpos que ninguna fuerza será capaz de doblegar. DAU. Natasha es, en el fondo, un estudio acerca de la pugna entre la expresión artística y sus innumerables condicionantes, o lo que es lo mismo: del ser humano contra unas estructuras de poder obcecadas en doblegarlo. Vayamos más lejos: hablamos de un cine concebido como presente —la imprevisibilidad de lo que vemos en pantalla, improvisado en buena medida, nos enfrenta a imágenes que se escriben en el mismo momento en que se manifiestan— intentando desnudar de su rigidez los mecanismos de la Historia. Por su parte, El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020) opta por la no ficción para desmontar el atomismo ideológico de nuestros días y re-politizar el cine documental. Las protestas en la Cartagena de 1992, inscritas en el contexto de una España en apariencia «progresista» y «desarrollada», sirven para desplegar un aparato formal de corte dialéctico, donde la pantalla dividida cumple la función sucesiva y, en ocasiones, simultánea, de aislar, inducir al diálogo visual, ahondar en el marco humano de las conversaciones y, en fin, abrir un resquicio que le permita al público —en un filme colmado de espectadores— preguntarse por su relación con lo que se debate, relata o rememora. El esfuerzo de orden estético, que otorga la apariencia de una vieja cinta de VHS a lo que vemos, no nos lleva tanto hasta los '90 sino que, más bien, trae el reflejo de aquellos años a nuestro afásico siglo XXI.
▼ Karen, María Pérez Sanz.
Presentada en Sección Oficial.
Presentada en Sección Oficial.
«Puiu busca menos la esencia de lo europeo que de los europeos en esta gran novela cinematográfica, atreviéndose a proyectar un futuro más allá del fin de nuestro mundo tal y como lo conocíamos. Debemos seguir buscándonos en nuestras raíces intelectuales, y eso implica —esta es la gran lección de Malmkrog— una actitud de sospecha hacia las mismas».
Podemos inferir entre líneas, en El año del descubrimiento, una defensa de la labor arqueológica del cineasta: profundizar en el pasado de los hombres implica deconstruir las imágenes de su tiempo. Nunca volverá a nevar (Sniegu juz nigdy nie bedzie, Malgorzata Szumowska y Michael Englert, 2020) traza un itinerario que parte de la cultura fílmica —Stalker (Andrei Tarkovsky, 1979)— para aterrizar en traumas colectivos reales —el accidente de Chernobyl—, tal como el enigmático Zenia sale de los bosques sombríos y asciende a la ciudad, literal y figuradamente. El Aris de Apples (Christos Nikou, 2020), víctima de una extraña amnesia, tiene miedo a recordar su origen, como si la memoria pudiese esclavizarlo a responsabilidades y deberes que no reconoce como propios. La gran paradoja de Apples es que el director Christos Nikou, mientras Aris lucha por reinventarse, es incapaz de huir del legado de Yorgos Lanthimos, con el cual trata de romper en vano en diversas escenas. Al final, uno y otro, creador y criatura, han de asumir trágicamente que solo la memoria puede salvarlos del vacío sobre el que planean. Lo que propone Rascal (Vaurien, Peter Dourountzis, 2020) es hacer de un arquetipo cinematográfico añejo alguien propio de nuestro tiempo. Actualización y, a la vez, crítica del cine de Jean-Luc Godard, la película de Dourountzis somete a una figura de impulsos arrebatados, propia de cierta literatura genérica, a los vaivenes del día a día. Rascal sigue los pasos de Dje, un tipo recién salido de la cárcel que no tarda en mezclarse con el lumpen y los ambientes marginales parisinos. Abordado desde los compases iniciales como un romántico empedernido, Dje es un reflejo del Jean-Paul Belmondo de Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960, Jean-Luc Godard) o Pierrot el loco (Pierrot le fou, Jean-Luc Godard, 1965). El odio de clase acabará desvelando, con la progresión de los hechos, un talante psicopatológico que nos obliga a releer a los héroes godardianos desde una perversa ambigüedad que desconcierta. La ópera prima de María Pérez Sanz, Karen (2000) no pretende revisitar con acritud el pasado, sino desarticular su «museificación». Por ello, le brinda vida nueva a aquello que ha sido despojado de todo atributo por el orden cultural. Karen Blixen, autora de Memorias de África, conversa largamente con su ayudante Farah, pela una fruta, divaga, pasea o hace cuentas sentada frente a una mesa. Los tiempos muertos otorgan, paradójicamente, la resurrección a Blixen. Grandes temas como la llegada de la madurez, la predestinación, el amor o las expectativas existenciales, florecen en estampas susceptibles de honrar tanto a la Karen de Christina Rosenvinge como a la literatura de la escritora. Notturno (Gianfranco Rosi, 2020) camina en dirección opuesta: desea liberar al presente del pasado. El director de Sacro GRA (2013) ha decidido borrar las fronteras que Europa dibujó, con escuadra y cartabón, en Oriente Medio, unificando los tempos y las experiencias de quienes moran paisajes agrietados por una sucesión interminable de conflictos.
Enraizado en el origen de nuestra cultura está lo mítico, signo de una identidad que recorre las ciudades como una fuerza soterrada e invisible. Esta es, de hecho, la idea que maneja Christian Petzold en Ondina. Un amor para siempre (Undine, 2020): los cimientos de Berlín son esas aguas eternas de las que surge Ondina, una ninfa del siglo XXI enamorada del amor. Como revalorización de lo que nunca cambia y siempre permanece, se antoja relevante esa arquitectura regresiva —en términos visuales y temáticos— a la que Ondina dedica sus días. La mitología a la que apela Gagarine (Fanny Liatard y Jérémy Trouilh, 2020) es, en cambio, fílmica: el tándem de cineastas pretende renovar el anquilosado cine social francés invocando una fantasía que maneja con laxitud códigos de la ciencia ficción espacial y que, por encima de todo, reverencia a Los Goonies (The Goonies, Richard Donner, 1985). Si Gagarine fracasa en su voluntad de incorporar lo fantástico a nuestro presente es porque Yuri, su protagonista, lo concibe como una vía para escapar de la realidad —el bloque de edificios en el que se ha criado va a ser demolido— y no para confrontarla. Hace diecisiete años, Manoel de Oliveira se adelantaba a muchos de los acontecimientos que golpearían después nuestro continente con su monumental Una película hablada (Um filme falado, 2003), en la que vaticinaba «una nueva Edad Media». Como sucedía en aquella, en Malmkrog (Cristi Puiu, 2020) los diálogos que inspiran los escritos del filósofo Vladimir Solovyov no son únicamente significativos por su contenido sociopolítico, metafísico y existencial, sino por lo que estos delatan de cada uno de esos personajes que, reunidos en una mansión de Transilvania, pasan juntos las Navidades. Puiu busca menos la esencia de lo europeo que de los europeos en esta gran novela cinematográfica, atreviéndose a proyectar un futuro más allá del fin de nuestro mundo tal y como lo conocíamos. Debemos seguir buscándonos en nuestras raíces intelectuales, y eso implica —esta es la gran lección de Malmkrog— una actitud de sospecha hacia las mismas.
© Revista EAM / Sevilla