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    Cine Alemán Siglo XXI

    Entrevista: Pablo Maqueda, director de «Dear Werner»


    El madrileño Pablo Maqueda presenta su tercer largometraje, Dear Werner (Walking on Cinema) (2020), tras una década ligado, de muy diversos modos, a la creación cinematográfica. Director del ambicioso proyecto audiovisual All the Women (2012), compuesto por 366 breves piezas rodadas en distintas capitales del mundo, es asimismo el responsable de la iniciativa orientada a la producción low cost #LittleSecretFilm. De hecho, la inaugura con la arenga anti-YouTube que fue Manic Pixie Dream Girl (2013). El mismo año se aproxima a los reality shows a través del thriller #RealMovie (2013), su segundo y último 'little secret film'. Desde entonces, ha estado volcado en la producción cinematográfica. Como él mismo cuenta, Dear Werner (Walking on Cinema) surge de una frustración y un sentimiento de derrota originados por las dificultades que se encontró para llevar a cabo la que será —ahora sí— su próxima película, La desconocida, adaptación de la obra teatral Grooming (Paco Bezerra, 2012). Recorriendo a pie los 800 kilómetros de distancia entre Múnich y París, Maqueda va tras los pasos de Werner Herzog, quien a finales de 1974 realizaba todo un peregrinaje espiritual hacia el lugar donde yacía convaleciente su amiga Lotte H. Eisner.


    Entrevista a Pablo Maqueda, director de «Dear Werner».
    Texto de Ignacio Pablo Rico Guastavino | | Madrid.
    Fotograma de «Dear Werner»


    Hay en tu película una correlación interesante entre el camino que recorres, tras los pasos de Werner Herzog, y la creación cinematográfica.

    Ha sido un proceso muy catártico, porque al enfrentarte a rodar una película tú solo, con dos trípodes, tienes que ser tu propio técnico, tu propio operador, tu propio director de fotografía. El camino ha sido sobre todo de autodescubrimiento como cineasta. No fue igual comenzar el trayecto, preparar mis primeros pasos, que aquello que vino después. En las primeras localizaciones que yo grababa, por ejemplo, estaba mucho más atento a ser fiel a la realidad de los paisajes. A medida que pasaban los días, yo me daba cuenta de que, más que intentar reflejar esas localizaciones, tenía que tratar de entenderlas desde la cámara y convertir al paisaje en el protagonista. Es decir, que yo me fuera diluyendo en la propia naturaleza. Esto ocurre incluso con la presencia de Herzog: la película arranca con él, pero su figura desaparece poco a poco para abrirle paso al cine, a su historia, a Lotte Eisner... Me parecía que el propio camino resultaba estimulante para entenderme como director. Cuando tú estás en lo alto de una montaña, muerto de frío y con un viento infernal que no te permite ni abrir el trípode, te das cuenta de por qué no se graban películas en estos lugares; y es que a nivel logístico es muy difícil. Portando una cámara muy pequeña —una DJI Osmo Pocket— con un gimbal incorporado, jugué a la idea de ser Dziga Vertov. Quise apostar fuerte por el plano subjetivo, porque, aunque sea paradójico, puede hacer viajar a los espectadores a un nivel mucho más inmersivo, en estos tiempos en que no se nos permite viajar. Tiene bastante que ver con la experiencia de los walking simulator.

    Tras leer y releer Del caminar sobre el hielo, imagino que tendrías algunas ideas muy concretas de lo que te depararía el viaje. ¿Cuáles fueron tus sorpresas y decepciones al respecto?

    En cuanto a sorpresas, la capacidad de entender el peregrinaje que supuso esa kilometrada. Cuando tú estás leyéndolo en el libro, no le das tanta importancia, ya que los pueblos van sucediéndose uno detrás de otro. Yo hice un ejercicio a la hora de adaptarlo: fui rodeando con un círculo todos y cada uno de los pueblos. Algunos eran parte del recorrido lineal, y otros apelaban a su infancia o motivaban un flashback. Ya de por sí, ir subrayando cada lugar fue muy interesante. A través del camino pude profundizar en imágenes de su filmografía: los osos, los extraterrestres, el saltador de esquí... Otra sorpresa fue la de encontrarme paisajes idénticos a como estaban descritos en Del caminar en el hielo hace cuarenta y seis años, a un nivel casi atmosférico. Fue muy emocionante llegar a Alling y toparme con esa basílica y los dos cipreses que seguían allí, intactos... Recuerdo el momento en que vi que él, después de salir de Alling, intentó guarecerse en un campo de fútbol. Pues, en efecto, el estadio estaba a pocos metros de allí. Pensaba: «estoy caminando los mismos pasos que dio él». Tengamos en cuenta que Herzog es un cineasta que nunca ha hablado de esto, y que es muy pudoroso al respecto. Cuando yo he intentado sacar el tema, él se ha negado en rotundo. En cuanto a decepciones, principalmente, la idea de que él pudo vivir un viaje mucho más épico en su gesta. No tenía GPS, no tenía cobertura, se movía con un mapa y con una brújula. En mi caso, era todo más acomodado. Ahondando más en la decepción, uno lee cómo él se iba deteniendo en cosas que se iba encontrando: papeles en el suelo, una bota... Presta atención a los objetos, cuando en mi caso, viviendo en un mundo globalizado, ya no puedo darles la misma importancia. Por ejemplo, el servicio de recogida de basuras no era el mismo en 1974 que ahora en 2020. Todo está excesivamente limpio y perfecto. Mi trabajo de puesta en escena muchas veces se ha orientado a detener la mirada en lo que parecía más antiguo. Cuando alguien se va de vacaciones a Tailandia y sube a Instagram la foto de una cascada impresionante, lo que no ves es lo que queda fuera de campo: los trescientos turistas haciendo cola. Temía tener que afrontar eso. Pensaba: «A ver si voy a intentar llegar a un lugar, como el pueblo de Juana de Arco, y me lo voy a encontrar lleno de turistas». Pero cuando estoy allí, es un paraje fantasmal, sin nadie. Tiene sentido, porque no hay quien viaje en enero con el frío que hace.

    A propósito de las imágenes paisajísticas, se da un contraste inevitable entre paisajes que parecen ignotos y un cierto aire de «parque temático»...

    La idea del parque temático era importante. Deseaba que hubiera en la película elementos que fueran reconocibles para el espectador, ¡pero sin pasarse! Intentar imitar las atmósferas del cine de Herzog no hubiera servido de nada. Un buen ejemplo son las antenas de los extraterrestres, que pertenecen a la base de la NASA en Robledo de Chavela (Madrid). Obviamente, esos detalles ayudan a introducirnos en la magia del cine. Me interesaba lo que Herzog denomina «el éxtasis de la verdad»: lo verdadero es aquello que entronca con la lógica interna del relato. Como los cocodrilos albinos de La cueva de los sueños olvidados, que él llamó «antepasados de los dinosaurios», y luego en el Zoológico de San Diego le dijeron: «¡Pero si son cocodrilos albinos como los nuestros!». He querido crear subtextos para los distintos espectadores, sabiendo que unos iban a ser más cinéfilos que otros.

    Y hablando de cinefilia, Dear Werner habla más de ti como cinéfilo, casi a un nivel generacional, que del propio Herzog. ¿Cómo definirías tu relación con el medio?

    Definirme como amante del cine me es imposible. Es como hablar del aire que respiro. Voy al cine una vez al día. Desde que tuve uso de razón, me propuse disfrutar siempre que pudiera del cine en la sala. Cuando tengo el día muy liado y no puedo permitírmelo, me lastra. Si hay algo que no me apetece ver, también acabo viéndolo. Es como estar en el templo de mi religión. Para mí el cine lo es todo. Esta película tiene algo de acto político, porque ya no vemos tanto cine fuera de la actualidad, estamos atrapados entre series, Instagram, YouTube, tweets... Son demasiados los impactos audiovisuales que nos alejan de hacer el esfuerzo de ver una película de los años '50 o '70. Me pareció que el espíritu creativo con el que tenía que afrontar Dear Werner suponía retrotraerme a mi pasado, cuando estaba estudiando Comunicación Audiovisual y aún no conocía los mecanismos del cine. Por ese entonces, veía muchas películas clásicas. Quería que la mirada del Pablo que escribe la película y hace esas preguntas a Herzog no fuera el Pablo director que ya tiene varios largometrajes a sus espaldas. Pretendía recuperar al Pablo que desconocía lo que era un angular. Fue bonito plasmar esa cinefilia adolescente y romántica, es algo que ya no se reivindica. Una de las personas que más me han influenciado para hacer la película es Mark Cousins, a quien pude conocer cuando vino a presentar en Madrid su Woman Make Film (2018). Estuvimos hablando sobre su cine y mis proyectos. Me animó con Dear Werner. Me instó a que me lanzara, al igual que él hizo con La historia del cine: Una odisea (2011) o La mirada de Orson Welles (2018), producciones sin apenas presupuesto. «Si hay proyectos que nacen desde la pasión más pura y absoluta, debes ir a por ellos». Fue uno de los catalizadores para sacar adelante el largometraje.

    Acabas de hablar de la reivindicación de una mirada cándida, incluso primitiva. Esta idea está muy ligada al modo en que Herzog se acerca a las imágenes.

    Es cierto. De Herzog se habla un poco de lo mismo siempre: el espíritu de conquista, el filmar lo no filmado, la locura... Pero no hay que olvidar que sus personajes hacen prácticamente regresiones a la infancia. La locura tiene mucho de infantil, además. Van caminando, por seguir con la metáfora, sin darse cuenta siquiera de cómo se camina. Era importante que también yo, si seguía las huellas de Herzog, me pusiera en la piel de uno de sus héroes. Por ejemplo, en Del caminar sobre el hielo, leo en un parrafito: «Hoy caminé setenta kilómetros». Yo apunté: «¿Es mi cuerpo capaz de hacerlo?». Me lo tomé como un actor, preparándome para andar esos setenta kilómetros y así sentir lo que él sintió. Ese romanticismo me parecía importante que se pudiera percibir en la película, ya que además su único valor de producción es el arrojo físico con el que se ha hecho.

    ¿Hasta qué punto el filme fue haciéndose sobre la marcha? ¿Cuánto de ella tenías ya pensado antes de comenzar?

    No tenía pensado absolutamente nada. Lo único que sabía es que esta iba a ser una película en clave de fracaso. El documental, en un principio, no trataba sobre Herzog, sino que la metáfora de su viaje iba a ser únicamente un leitmotiv. Quería hablar de la carrera previa de cineastas que conocieron la derrota: Lynch rodando Cabeza borradora, Cronenberg antes de obtener la primera ayuda en Canadá para dirigir Están vivos... El discurso del cineasta exitoso a mí no me interesa nada, es una mentira. Puedes ganar un Goya y luego no cobrar porque no se ha recibido la ayuda del Ministerio. Me parecía bonito homenajear a todas y cada una de las personas que estamos caminando para sacar adelante proyectos que muchas veces no salen; por eso la idea de la cueva, sin ir más lejos. Dear Werner surge de la necesidad y del placer. Me lanzo al camino, ya antes de ir a Múnich, grabando algunos planos en la sierra madrileña. A medida que me voy adentrando en la figura de Herzog, en su libro y en el trayecto, la película va adquiriendo forma, aunque de una manera muy caótica. El conjunto se ha escrito puramente en la sala de montaje. El rodaje, además, fue bastante desalentador. Después de pasar una hora en un prado intentando que la luz te venga de manera correcta para grabar a una vaca que está desenfocada todo el rato, no tienes nada a lo que agarrarte. Te preguntas: «¿Qué hago yo aquí?, ¿merecerá esto la pena?, ¿seré capaz de sacar algo inteligible de estos brutos?». Ahí es donde el montaje, muy inspirado por el trabajo de Mark Cousins, me permite reescribir ese diálogo con Herzog.

    ¿Cuántas horas de metraje grabaste? ¿Se te escapó alguna imagen que te hubiese gustado capturar?

    Hay veinte minutos de Dear Werner que se han quedado fuera. Se trata de la parte política del cine de Herzog. Me parecía interesante meterle caña y ser un poco negativo con él refiriéndome a ese documental sobre el nazismo que nunca ha hecho. Grabé muchísimo metraje sobre cárceles o sobre la vida de Sophie Scholl en Múnich. Toda esa parte, finalmente, quedó fuera. Cuando Haizea la vio, me dijo que se estaba perdiendo el foco, y decidí eliminarlo. Y en cuanto a brutos, fueron un montón de horas. Me aproveché de la tecnología para grabar, y grabar, y grabar, sin tener que pasar por el temor de que escasearan materiales, porque nunca sabías qué podías perderte. Llegaba una hora mágica y conseguía un plano espectacular entre viñedos franceses, tal y como al día siguiente, a la misma hora, no sacaba nada. Más que una imagen que se me haya perdido, tenía la sensación constante de que la luz siempre se estaba yendo. La luz del día en Alemania y en Francia dura muy poco, y entonces me acordaba mucho de Stanley Kubrick rodando Barry Lyndon, cuando repetía ese mismo cabalgar del caballo en gran plano general una y otra vez porque no le gustaba la luminosidad. Yo era su antítesis más absoluta: «Solo tengo este lugar y esta hora, porque mañana debo estar en otro lugar y a otra hora». Me perseguía la sensación constante de tener que aprovechar cada segundo al máximo.

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