Seminci 2020: Introducción
En los últimos años, los festivales de cine han vuelto a situarse en el epicentro de múltiples debates en relación a su relevancia, su razón de ser y, por supuesto, a propósito de su futuro. Un porvenir cargado de incertidumbres que asoma en el horizonte no solo de los certámenes audiovisuales, sino de cada uno de los engranajes que integran la industria del cine. El ascenso imparable de las plataformas de streaming ha ido otorgando un protagonismo cada vez mayor al espacio doméstico como ámbito principal —las cifras hablan por sí solas— de exhibición cinematográfica. Ello ha acarreado, asimismo, una mutación paralela en los objetivos de producción y en los hábitos de «consumo» de películas y series: proliferan los productos concebidos para ser disfrutados en sesiones maratonianas, con todo lo que ello conlleva. Nos referimos a la masificación de un audiovisual que confunde la digestión rápida con la pobreza formal; cada cierto tiempo, la medianía general se disimula con el estreno de artefactos-evento llamados a satisfacer a diferentes nichos de público. Más allá de las peculiaridades o limitaciones que podamos señalar, así como de los juicios que quepa llevar a cabo, hoy los festivales tradicionales se han acabado por erigir en reductos a contracorriente para la apreciación fílmica. Con los largometrajes y cortos agrupados por géneros, trasfondo, enfoques o procedencia, se brinda al espectador y al crítico, en el mejor de los casos, la posibilidad de acercarse a una diversidad de panoramas del cine actual —pensamos también en las tendencias «festivaleras» y lo que ellas puedan decir de su marco de exposición y, en consecuencia, de nuestro presente.
En los festivales europeos y españoles «triple A», la proyección de películas es un elemento más entre otros muchos, incluyendo la faceta turística. El lustre de las alfombras rojas, un par de ruedas de prensa bien planteadas o una masterclass memorable han sido capaces, en más de una ocasión, de salvar mediáticamente una cosecha cinematográfica discreta. En este sentido, la súbita expansión del Covid-19 a lo largo y ancho del planeta ha hecho temblar los cimientos de celebraciones que basan parte sustancial de su encanto en la presencia física del público. La cancelación del Festival de Cannes auguraba una temporada cargada de complicaciones. Sin embargo, con el precedente veneciano por delante, y pese a la crisis sanitaria y económica que sigue atravesando el viejo continente, los certámenes de qualité se las han ingeniado para salir adelante, aunque sea a costa de la limitación de aforos y de la inversión en rigurosas medidas de seguridad. Con la tierra moviéndose bajo los pies, la pervivencia de estos encuentros anuales pasa, más que nunca en mucho tiempo, por cuidar el aspecto estrictamente fílmico; es decir, devolverle la confianza a la audiencia y a los medios cuando otros elementos figurarán de manera esquinada. Y, en cuanto a incentivos para los asistentes, la 65 Semana Internacional de Cine de Valladolid no se queda corta, ofreciendo dentro de su Sección Oficial un ramillete de trabajos en una edición que aúna, nuevamente, vocación comercial y riesgo, grandes promesas y figuras reputadas.
Inaugura esta Seminci lo nuevo de Isabel Coixet, Nieva en Benidorm (2020) [Fuera de concurso]. La barcelonesa recibe este año la Espiga de Honor, apenas unos meses después de que se le entregara, por su trayectoria, el Premio Nacional de Cinematografía. Obras recientes de la directora como Mi otro yo (Another Me, 2013), Aprendiendo a conducir (Learning to Drive, 2014), Nadie quiere la noche (2015) o La librería (2017), la habían adentrado en una inesperada e inexplorada vertiente artesanal. Últimamente su filmografía transita por un sendero discontinuo salpicado de títulos en los que ha vertido su personalidad creativa con resultados desiguales —Proyecto tiempo (2018), Elisa y Marcela (2019). Nieva en Benidorm, producida por los hermanos Almodóvar, promete ser su largo más ambicioso en mucho tiempo: un thriller de desapariciones con héroe obsesivo ambientado en el Levante, contando en su reparto con las presencias de Timothy Spall, Ana Torrent, Carmen Machi, Sarita Choudhury y Pedro Casablanc, entre otros. En todo caso, y si algo ha conseguido siempre Coixet con sus obras más reputadas, es captar la atención tanto de haters como de fans irredentos. Desde luego, Nieva en Benidorm promete devolver la atención pública sobre ella.
Premio a la mejor película del Festival de Sundance.
Las ganadoras de Sundance y Berlín, Minari y There is no evil, son las cabezas de cartel de la 65ª edición de una Seminci en la que ilustres como Ivan Ostrochovský, Chaitanya Tamhane o Alexandre Rockwell competirán por la Espiga de Oro.
Como cada año, el equipo liderado por Javier Angulo recoge de las cosechas europea y americana un puñado de títulos avalados por un cierto prestigio internacional. No cabe sino alegrarse de que entre las cintas programadas se halle Minari (Lee Isaac Chung, 2020), ganadora del Gran Premio del Jurado y del Premio del Público en Sundance. El autor de Munyurangabo (2007), rodada en Ruanda y hasta hoy su obra más celebrada, escruta ahora el American Dream desde los ojos de un niño en una narración de tintes marcadamente autobiográficos. Lo mismo ocurre con Mohammad Rasoulof —La isla de hierro (Jazireh ahani, 2005), Un hombre íntegro (Lerd, 2017)—, al que el certamen castellano-leonés le dedicó una retrospectiva hace dos años. El realizador iraní se alzó con el Oso de Oro en Berlín en febrero gracias a There Is no Evil (Sheytan vojud nadarad, 2020), meditación acerca de la libertad de expresión en su tierra natal, Irán. Una nueva aportación del subversivo cineasta a su ya dilatada trayectoria como incansable objetor de conciencia que opera detrás la cámara. Justamente en el festival teutón se presentó asimismo Servants (Sluzobnici, Ivan Ostrochovský, 2020), que como el debut de Ostrochovský, Velvet Terrorists (2013), ahonda en los traumas recientes de Eslovaquia, en esta ocasión centrándose no en el terrorismo, sino en la iglesia católica. Desde Venecia nos llega una de sus grandes triunfadoras, The Disciple (Chaitanya Tamhane, 2020) —mejor guion y premio FIPRESCI—, donde Tamhane abandona la implacable acritud de su primera película, Tribunal (Court, 2014), para explorar a través de un joven músico los límites del idealismo y de la ambición artística. No podemos olvidarnos del Festival de Rotterdam y de la película premiada con el Tiger Award, la china La nube en su cuarto (The Cloud in her Room, Zheng Lu Xinyuan, 2020), cuento en clave intimista acerca de la pertenencia y la pérdida del hogar.
A lo largo de sus sesenta y cinco años de existencia, la Seminci ha visto crecer, e incluso nacer, a no pocos cineastas de todo el orbe. Este último es el caso de los hermanos palestinos Arab y Tarzan Nasser, quienes presentaron en 2015 su ópera prima, Degradé, que hacía del microcosmos de un salón de belleza en Gaza una sugerente concreción del conflicto árabe-israelí. Su nuevo filme, Gaza Mon Amour (2020) —premio NETPAC en Toronto—, parte de una causticidad similar, solo que aquí cuenta una peculiar historia de amor otoñal encarnada en los laureados Salim Dau y Hiam Abbass. En 2015 debutaba también la húngara Lili Horváth con el sensible drama adolescente The Wednesday Child (A szerdai gyerek, 2015). En Preparativos para estar juntos un período de tiempo desconocido (Felkészülés meghatározatlan ideig tartó együttlétre, 2020)—, Horváth habla de una cirujana radicada en Estados Unidos que vuelve a su Budapest natal para encontrarse con que el hombre que ama ya no la recuerda. Por último, regresa el veterano Alexandre Rockwell —En la sopa (In the Soup, 1992), Louis y Frank (Louis & Frank, 1998)—, cuyo melancólico relato sobre la infancia Little Feet (2013) había sido galardonado con la mención especial a sus dos protagonistas en la 59 Seminci. Con Sweet Thing —ganadora de la sección Generation Kplus en Berlín—, el realizador indie presenta un nuevo coming of age en torno a jóvenes que intentan reconstruir su mundo particular más allá de las fronteras de un hogar inestable.
Cine indie estadounidense con rastros del pasado.
La 65ª entrega del festival vallisoletano se celebrará del 24 al 31 de octubre.
Parte de la variedad cinematográfica que caracteriza al festival vallisoletano se traduce invariablemente en la presencia de producciones con una inclinación popular más clara. Así sucede, por ejemplo, con El profesor de persa (Persian Lessons, Vadim Perelman, 2020). Tal como el bestseller de Wolfgang Kohlhaase en el que se inspira, la película se abona a la riada inagotable de narraciones en torno al Holocausto. Recordemos que el máximo responsable del filme es ni más ni menos que el director de Casa de arena y niebla (House of Sand and Fog, 2003), contundente thriller dramático con Ben Kingsley y Jennifer Connelly que no ha perdido un ápice de su terrible vigencia. Un viejo conocido de la Seminci como es Uberto Pasolini —integrante del Jurado Internacional en la 62.ª edición— presenta Nowhere Special (2020), crónica protagonizada por un padre que aprovecha sus últimos días de vida para encontrar una familia digna de adoptar a su pequeño de cuatro años. El realizador italiano incide en su querencia por los más desvalidos, certificada previamente por Machan (2008), tragicomedia de trasfondo migratorio, y Nunca es demasiado tarde (Still Life, 2013), feel good movie acerca de la muerte que gozó de una notable popularidad. Constatamos la versatilidad de Nir Bergman una vez más. El israelí ha combinado constantemente proyectos personales como la premiada Broken Wings (Knafayim Shvurot, 2002) con el rol de showrunner en las series de éxito En terapia (In Treatment, 2008-2010) y su remake Na terapija (2017). Ahora, con la road movie Here We Are (2020), reafirma su interés por la psique humana, apoyándose para ello en la relación entre un padre soñador y su hijo autista.
Desde luego, en la Seminci no todo son grandes nombres ni profesionales sobrados de tablas. Como viene siendo habitual, las creaciones de cineastas que están dando sus primeros pasos también tienen su lugar en la Sección Oficial. Cuando la iraní Panah (Ahmad Bahrami, 2017) llegó a las salas, no hizo demasiado ruido, pero resultó ser una fábula moral y política estimable; en la misma dirección parece avanzar La tierra baldía (Dashte Khamoush, 2020), drama laboral de intrincado argumento que quizás confirme al director y escritor Bahrami como alguien a quien merezca la pena seguir. El canadiense Michael Maxxis no es ni mucho menos un debutante —ha trabajado ampliamente en el ámbito del videoclip—, pero hasta la fecha había rodado una única ficción de larga duración, el telefilme Athletes in Motion (2010). Con Puppy Love (2020) rinde homenaje a un «realismo» indie ya prácticamente en desuso, e invoca los espectros de John Cassavetes y del primer Gus Van Sant. Terminamos con otra figura perteneciente a un entorno creativo distinto que apenas ha trabajado en la dirección cinematográfica: el celebérrimo caricaturista francés Aurel. Fiel a su inquietud por el pasado y presente sociopolíticos de Europa, adapta en formato animado un libreto de Jean-Louis Milesi basado en la vida del dibujante Josep Bartoli titulado Josep, quien fue recluido en un campo de concentración francés tras huir de la Guerra Civil Española.
Película inaugural de la Berlinale.