Literatura/Cine/Kusturica
«Forastero en el matrimonio», de Emir Kusturica.
Editorial Acantilado, ISBN: 978—84—17902—22—3.
▲ Fotograma de «El tiempo de los gitanos», 1988.
▲ Fotograma de «El tiempo de los gitanos», 1988.
Entre los muchos deberes pendientes de la cinefilia contemporánea —o, por lo menos, de los que nos dedicamos a esto de la escritura y reflexión cinematográfica—, la reivindicación de la obra de Emir Kusturica sigue siendo una de las tareas pendientes. Dicha afirmación puede resultar paradójica tratándose de un director que coleccionó en los ochenta y noventa la inevitable colección de estatuillas de los grandes festivales europeos y que fue celebrado –no sin polémica— como uno de los cineastas que mejor nos ayudaron a pensar los antecedentes que condujeron a guerra de los Balcanes.
Como ocurre con tantos otros grandes nombres del periodo —Hal Hartley o Todd Solondz, por citar apenas a un par—, Kusturica ha ido desplazándose lenta —e injustamente— a un lugar secundario de la palestra cinematográfica, en parte por el carácter francamente extraño de sus últimas propuestas, en parte por su más que férrea oposición a realizar cualquier cine que no sea el que le venga en gana. De ahí que, en una nueva paradoja cultural, haya sido precisamente una editorial como Acantilado —cuya oferta cinematográfica es limitada pero de extraordinaria relevancia— la que haya tenido redaños de traer de nuevo su nombre a nuestro debates apostando por la edición de Forastero en el matrimonio y otros cuentos.
Parece sensato arrancar con una afirmación eminentemente cronológica: Forastero en el matrimonio comienza precisamente allí donde acaban las películas que tanto amamos en los ochenta y los noventa. Heredan su concepción de los personajes, del ritmo, de las atmósferas, el uso del lenguaje o las situaciones. La extraordinaria traducción de Nicole D´Amonville ayuda, sin duda, respetando las extrañas elipsis, las brusquedades, las desmesuradas muestras de desgarro y de ternura. De igual manera que las secuencias se repartían siguiendo bloques autónomos, pero bien definidos en, pongamos por caso, El tiempo de los gitanos (Dom za vesanje, 1988), aquí hay algo quebradizo y serpenteante en cada narración que obliga a seguir con atención, sin respiro, las idas y venidas de sus protagonistas. El slapstick que estaba de fondo en Gato negro, Gato blanco (Crna macka, beli macor, 1998) o en los mejores momentos de una película algo más tardía como Prométeme (Zavet, 2007) tiene aquí una inesperada fórmula literaria que se despliega por hospitales, carreteras, trenes, cocinas domésticas… Porque es, sin duda, una especie de slapstick literario —hasta donde puede imaginarse el término— lo que va hilando esa colección de caídas, destrozos, explosiones, disparos, palizas, bailes y persecuciones familiares o policiales que van sucediéndose página tras página, obligándonos a frotarnos los ojos sin saber dónde empieza la película soñada por Kusturica, el guion nunca esbozado o el trozo de celuloide que se quedó colgado en la sala de montaje.
«Da igual que en sus cuentos Kusturica retroceda a la Sarajevo de los setenta se introduzca en extrañas torsiones temporales y místicas tras las que parecen latir todas las grandes guerras de la segunda mitad del XX y principios del XXI, al final del camino, siempre retorna a sí mismo, y por extensión, a su propio cine. A los que seguimos nostálgicos de sus imágenes, se nos permite regresar a ese universo en el que siempre suena Radio Sarajevo, los adolescentes crueles juegan al fútbol, las historias de amor se narran sin rubor ni ironía “postmoderna”, y la vida, contra todo pronóstico y aunque parezca imposible, sigue siendo un milagro».
Esto me lleva a una segunda idea. Los cuentos de Forastero en el matrimonio entablan un diálogo explícito con lo que en el fondo no dejaba de ser el fundamento temático del cine de Kusturica, el motor que animaba sus mejores películas. En cierto punto, el cine de Kusturica se tradujo en plancha —de manera parcial y, de nuevo, injusta— como un conjunto de comedietas bárbaras protagonizadas por pícaros con serios problemas de alcoholismo. En realidad, ahora que ya tenemos una cierta distancia, podemos ver cómo casi todo su cine es, en realidad, una inmensa reflexión sobre la pérdida de la infancia, eso que los modernos llaman ahora el coming-of-age y que, de toda la vida, se ha llamado la novela de iniciación. Basta con pensar en su primera pieza, Guernica (1978), en la que un niño intentaba recortar las fotografías de sus antepasados al descubrirse judío en plena persecución nazi. A partir de su reflexión sobre la infancia, tema mayúsculo y total, Kusturica ha jugado a hacer bascular los tiempos de la historia de la antigua Yugoslavia, ajustando su compás o su astrolabio según le conviniese. En los cincuenta del totalitarismo soviético emergió Papá está en viaje de negocios (Otac na sluzbenom putu, 1985). De los escombros del capitalismo salvaje y el fin de la historia, la ya citada El tiempo de los gitanos. De la propia guerra de los Balcanes, y con brújula de un amor paternofilial escalofriante, esa obra genial e infravalorada que es La vida es un milagro (Zivot je cudo, 2004). Padres, madres, hijos que se van aferrando y decepcionando entre sí, año tras año, generaciones que se despliegan como en el crisol de Underground (1995) hasta desembocar en los cuentos de Forasteros en el matrimonio. Aquí, en efecto, regresa la infancia, el primer amor, la pregunta por el tiempo y la maldad, pensada y repensada en un torbellino de páginas. Partiendo de dos figuras que se repiten pertinazmente en varios relatos (Braco y Azra), Kusturica hace girar los dados de la decepción y la celebración, en ese delicadísimo equilibrio sobrecogedor que había trazado en sus películas. Ni ingenuo ni desesperado, ni ñoño ni desencantado, Kusturica sigue siendo capaz de mirar al vacío con los ojos alegres y la sonrisa irónica, generando aquí unos trasuntos de sus personajes fílmicos en los que es fácil intuir los rostros de Predrag Manojlovic o del malogrado Davor Dujmovic.
Da igual que en sus cuentos Kusturica retroceda a la Sarajevo de los setenta —Bueno…, como gustes— o se introduzca en extrañas torsiones temporales y místicas tras las que parecen latir todas las grandes guerras de la segunda mitad del XX y principios del XXI —el sobresaliente En el abrazo de la serpiente, uno de los relatos más extraordinarios que recuerdo haber leído en los últimos años—, al final del camino, siempre retorna a sí mismo, y por extensión, a su propio cine. A los que seguimos nostálgicos de sus imágenes, se nos permite regresar a ese universo en el que siempre suena Radio Sarajevo, los adolescentes crueles juegan al fútbol, las historias de amor se narran sin rubor ni ironía “postmoderna”, y la vida, contra todo pronóstico y aunque parezca imposible, sigue siendo un milagro. De ahí que Forastero en el matrimonio no sea simplemente una curiosidad para cinéfilos o una pieza más o menos valiosa para “completistas”, sino que tenga derecho propio a formar parte del canon Kusturica, de su íntima creación artística, driblando a las obras menores y situándose en un punto realmente central en el que literatura y cine conviven armónicamente, sin disonancia y sin fricción.
Aarón Rodríguez Serrano |
© Revista EAM / Castellón