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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Verano del 85


    Cuento de invierno

    Crítica ★★★☆☆ de «Verano del 85», de François Ozon.

    Francia, 2020. Título original: Été 85. Dirección: François Ozon. Guion: François Ozon. Producción: Eric Altmayer, Nicolas Altmayer (Mandarin Films). Fotografía: Hichame Alaouie. Montaje: Laure Gardette. Música: Jean-Benoît Dunckel. Reparto: Félix Lefebvre, Benjamin Voisin, Philippine Velge, Valeria Bruni-Tedeschi, Melvil Poupaval, Isabelle Nanty. Duración: 100 minutos.

    Es bien curioso observar cómo la tendencia revisionista de los «treinta años», que estas últimas temporadas nos ha traído una avalancha de films ambientados en los ochenta, avanza en paralelo con otro imaginario rigurosamente tipificado por el cine contemporáneo: el romance adolescente. No podía ser de otra forma, pues el pasado encapsulado y los tropos del primer gran amor funcionan ambos a modo de bengalas, esperando, en este caso, a ser contadas para recuperar una brillantez propia solo del mito. Dos períodos, el ayer reimaginado y el enamoramiento teen, en que todo es complicado, confuso y, a la vez, tremendamente atractivo de narrar: las historias siempre son excitantes cuando pertenecen a un periodo de experiencias formativas, pasadas por el tamiz bruñidor de la memoria. Una energía que, sin embargo, es congelada por su propia naturaleza retrospectiva, pues mirar atrás siempre pasa por construir discurso y, por lo tanto, por acabar con el tiempo al que nos dirigimos. En definitiva, practicar cualquier tipo de memorabilia, constituye —lo sabemos— un proceso de embalsame incondicional. Al contrario de lo que enuncian los versos de Vicente Aleixandre («olvidar es morir»), y por contradictorio que nos parezca, aquí será el revivir, el verdadero óbito. Un final por partida doble: la primera, el dejar atrás propio del simple paso de la vectorialidad cronológica y, la segunda, la pérdida de lo esencialmente orgánico y úmbrico de la vivencia, derivada de la recuperación sesgada por un tiempo y un lenguaje que no le son propios.

    Hace ya unos años que François Ozon viene preocupándose por cómo operan los procesos de traducción entre aquello vivido y aquello contado, enfrascado los intercambios constantes entre la recepción, el calado y comunicación de la experiencia humana, ya sea desde lo estrictamente temático (la perversión autoral de En la casa, el pudor o la furia ante la necesidad de narrar lo inenarrable de Gracias a Dios) o desde lo translúcido de su juego-homenaje a los patrones convencionales del género (la falsedad de la épica romántica de Frantz, la doble proyección de los arquetipos eróticos masculinos en El amante doble). De su aparente heterogeneidad nos quedamos en que siempre, siempre, está destinada la percepción a devenir idea y, luego, diégesis: que no hay escapatoria al doble virtual, fabricado, que acecha desde las potencias de lo narrativo. Que todo es, al final, una historia que nos contamos a nosotres mismes para poder seguir adelante —una afirmación que, puestes a jugar, tampoco pasa de cuento—. Si tomamos este punto como máxima, no nos extrañará que el joven protagonista de la película, Alexis (Félix Lefebvre), nos introduzca al núcleo traumático de su pasado afirmando estar fascinado por la Muerte, «que no por los cadáveres». El interés por la ritualística mortuoria, en el fondo un proceso de construcción de una cierta retórica teatralizante, no se orienta tanto hacia la idea de la ausencia o el fallecimiento en sí, sino hacia cómo nos referimos a ella, ente abstracto. Y cómo, en todo caso, el discurso puede alterar su propio objeto: Alexis se posiciona de buen principio, al advertirnos de que está «chalado» pero no «loco», cuando estos son términos entre los cuales no descansa una diferencia mayor a la pura intuición terminológica: ¿por qué chalado sí, pero loco no? Porque así se explica él, porque en la lógica de su autoficción, entre ambos, sí se esconde una divergencia insalvable. Así, la película tomará forma de una gran auto-explicación, una gran mise en miroir específicamente diseñada, desde la multiplicidad de sus caras, para confrontar a su narrador consigo mismo.

    Été 85, François Ozon.
    Sección oficial del festival de San Sebastián.

    «Alexis (Félix Lefebvre) y David (Benjamin Voisin) se mueven siempre entre un mundo de signos conocidos y su reverso oscuro, virtual y propulsado hacia el futuro, el nivel superior de la diégesis (el del conocimiento y narración)».


    Seguramente, como destacaba Miguel Muñoz en su lúcida reflexión epistolar sobre el film, Ozon peque de exceso en su necesidad de subrayado narrativo y le sobren palabras, pues en el terreno puramente audiovisual ya se condensa el núcleo duro de la imagen duplicada entre capas de pasado. Alexis y David (Benjamin Voisin) se mueven siempre entre un mundo de signos conocidos y su reverso oscuro, virtual y propulsado hacia el futuro, el nivel superior de la diégesis (el del conocimiento y narración). Esta dicotomía entre un mundo convencional, luminoso, y su reflejo posterior, cerebral, se articula en tres ejes principales: iconológico (la apacibilidad del joven marino que duerme en calma y despierta en tormenta), cognitivo (el trabajo en el ámbito sonoro con ecos de lo siniestro: el peine que suena como una navaja) y formal (los momentos de «desnudo emocional» de los dos chicos planteados desde su puesta en escena como un gran juego de espejos, que recordaría al planteamiento visual de El amante doble). Incluso los caracteres de David y Alexis podrían leerse como polos —relativamente— opuestos: el inocente y el pícaro, el blanco y el rojo, que van a convivir, aunque uno de ellos siempre vaya un paso por delante. En términos generales, lo contextual y transparente, y su torcimiento vivencial opaco, discursivo, existirán a la vez y fluctuarán en el film con un punto de juguetonería: ahí queden planos como aquel que encierra a Alexis (y su drama) ante un telón atestado con las enciclopedias de Jean Cocteau (lo familiar y lo concreto), apoyadas en la estantería sobre una calavera, simplona traducción simbólica de las grandes ideas románticas que apoyan el trasiego emocional del joven protagonista. También en materia de género habrá una articulación curiosa con el solape: ora una estructura diegética basada en el romance, que sin abandonarlo viene punteada por episodios de thriller, ora una travesía trágica que se repliega en momentos de comedia negra desvergonzada.

    Esta será la historia de Alexis, de una forma clara e intransferible, pero tampoco pasarán demasiados minutos hasta el momento en el que, creo, se evidencia de forma terminante la renuncia de Ozon a los códigos de un cierto realismo psicológico «de retrato» y, con ello, se dinamitan los márgenes lingüísticos que en ese registro operan. Aunque en abstracto hayamos identificado algunos paralelismos entre género y época (o, dicho de otra forma, entre tema y despliegue), el cómo encajar esta virtualidad propulsada, a la par, con el que es el gran núcleo de la cinta —los hitos del amor adolescente— se concreta en una secuencia capital dentro del paradigma anímico del film. En esta escena, los chicos están bailando al ritmo de In Between Days entre el bullicio de una discoteca, luces estroboscópicas y colores vibrantes como proscenio perfecto para el festejo: una auténtica celebración del verano como dínamo de un amor joven, en constante flujo, eléctrico e inagotable. De pronto, David coloca los auriculares de un walkman sobre las orejas de Alexis y la música lenta de Sailing (Rod Stewart) tapa completamente el sonido exterior. Los cuerpos danzantes siguen ahí, acompañados, suponemos, por la energía contagiosa de The Cure, pero el baile de Alexis cambia, queda suspendido al vaivén de la nueva canción. Imposible pasar por alto el abismo que se abre entre personaje y fondo a raíz de este destiempo: la vivencia del chico deja de estar conectada al torrente de la experiencia colectiva, de masa —entendida de una forma bastante literal, pues les jóvenes que lo rodean se alejan, se abstraen—, y pasa a individualizarse en una capa de experiencia personal, a medio camino ya de la memoria como agente falseante. Cómo explicarse, si no, que el chico pueda escuchar algo de la música de un walkman, aparecido de la nada (el gran artefacto de la memoria), mientras cuenta en off los segundos que estuvo con David (la retórica), y que la escena se desarrolle en una sincronía tan perfecta (ahí retomemos la etimología de la palabra, venida del latín perficiō, «terminado»). Cómo explicarse, nunca mejor dicho. Que la película a la que homenajea con esta secuencia sea un conocido clásico de la comedia francesa, La boum (Claude Pinoteau, 1980), aún vuelve más opaca la capa de pasado construido desde la clara conciencia retrospectiva, casi de archivo.

    «Ozon vertebra toda la construcción del suspense en un hecho que se nos presenta, y cito textualmente, como banal. Un destino trágico, pero del que ni siquiera somos testigues y cuyas consecuencias aprehendemos solo por las dramáticas (en un sentido muy literal) reacciones de terceros».


    Recurrir a la idea de un archivo me resulta tentador para cerrar este texto, pues ataca directamente a una de las peores características, si no la única gran tara original, del revisionismo de los «treinta años»: la nostalgia como lubricante clave en los mecanismos de la ficción abocada a lo pretérito. Una mirada atrás, como hemos esbozado, limpia, brillante y, hasta cierto punto, impersonal, a pesar del dramatismo «intensito» que se suele impone a golpe de canción en el tratamiento de las vivencias realmente importantes. Aquí, por lo contrario, Ozon vertebra toda la construcción del suspense en un hecho que se nos presenta, y cito textualmente, como banal. Un destino trágico, pero del que ni siquiera somos testigues y cuyas consecuencias aprehendemos solo por las dramáticas (en un sentido muy literal) reacciones de terceros. Lo ocurrido ya no tiene ningún rubor, no vibra sin una voz narrativa. Se trata, este, de un escrutinio casi sospechoso de nuestra relación con el pasado, que sigue el camino anticomplaciente abierto por cineastas como Philippe Lesage, Los demonios (2015) y su Génesis (2019): Alexis es un enfant terrible, totalmente cruzado, por lo que deberemos identificar —incluso cuestionar— los puntos de encaje de su versión de los hechos, y las formas que de esta se desprenden. Formas que dialogan directamente con la gran tradición cinematográfica de la experiencia, con Éric Rohmer, Maurice Pialat o Gus Van Sant como antecedentes. De ellos viene, quizás, la lección más valiosa de toda la cinta: que con el amor se viene la muerte, atraída por la simple gravedad del tiempo. Una acusación tan mayúscula como insignificante y que, sin embargo, esconde algo de verdad… Creo. Si los años pasan y lo borran todo, si los finales vienen sin avisar, quizás lo único que podamos hacer es mirar atrás, hablar y rehacerlo todo de nuevo. Puede que sí sea la nostalgia la única cura contra la banalidad. | ★★★☆☆


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 68º festival de San Sebastián


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