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    Cine Alemán Siglo XXI

    Songs My Brothers Taught Me (2015) / Mubi

    Volver a casa

    «Songs My Brothers Taught Me», de Chloé Zhao.

    Estados Unidos, 2015. Título original: Songs My Brothers Taught Me. Director: Chloé Zhao. Guion: Chloé Zhao. Productores: Mollye Asher, Nina Yang Bongiovi, Angela C. Lee, Forest Whitaker, Chloé Zhao. Fotografía: Joshua James Richards. Música: Peter Golub, Tom MacLear. Montaje: Alan Canant, Chloé Zhao. Reparto: John Reddy, Jashaun St. John, Irene Bedard, Taysha Fuller, Travis Lone Hill, Eleonore Hendricks, Kevin Hunter, Cat Clifford.

    Un caballo y su jinete se preparan para iniciar un paseo a trote, al atardecer, al borde del desierto de las Badlands americanas. Es la hora mágica. Están solos, él monta a pelo y ambos parecen tener bien altos sus spirits. Será la primera vez que los vemos. Sin embargo, Chloé Zhao, directora de Songs My Brothers Taught Me, hace caso omiso del paisaje que los rodea, de la preciosa luz anaranjada que aún se atisba y del horizonte desértico que ante ellos se abre. Los ignora, casi los desdeña: sitúa al joven Johnny en medio de unos árboles no especialmente destacables, que tapan la puesta de sol, coloca una furgoneta en medio del plano, prescinde de todo efectismo musical o ralentí y, con la cámara en constante movimiento, como encima de otro caballo, apuesta por un plano medio ni demasiado espectacular ni demasiado expresivo. Solo una voz over, la del propio Johnny, enuncia que nunca debe domarse a un ecuo del todo, pues necesita algo de su espíritu salvaje para sobrevivir.

    Habrá que esperar solo unos segundos para ver al fin la luz del crepúsculo, que se recorta tras el cuerpo de la aún más joven Jashaun, en una secuencia de clara influencia malickiana, pero volvamos sobre los planos de Johnny; estos primeros instantes de negación. Más adelante, sabremos que el chico se dedica a importar licores desde Nebraska a la reserva de Pine Ridge, donde está prohibido por ley debido a la elevada alcoholemia de su población (en 2017, el dos de cada tres habitantes eran o habían sido alcohólicos). También conoceremos que su propia madre tiene problemas de adicción y que Johnny trabaja con el firme objetivo de escapar del pueblo, junto con su novia, para construir una nueva vida ni más ni menos que en Los Ángeles. Este es un personaje que desea intensamente huir, no-estar allí: alguien para quien las áridas llanuras de las Badlands no equivalen a grandes ideas de libertad, sino más bien lo contrario. Para él, el desierto no será un paisaje trascendental, sublime, un espacio de posibilidades; en él, ya no cabalgarán más que los fantasmas de lo que fue y ya no es, y de lo que sería posible en cualquier otra parte, pero aquí, de una forma un tanto prematura, inconcreta, le es negado: una familia funcional, seguridad económica o poder dejar de alimentar la miseria a diario para ganarse el pan. Las montañas, en Pine Ridge, están peladas, los lagos son enormes charcos de barro. Johnny querría ser una Anna y desaparecer en un islote en medio del Mediterráneo, sin deber explicaciones a nada o nadie. Pero alguien debe cuidar de su hermana pequeña, Jashaun.

    No es su única hermana. De hecho, será la muerte de su padre, una de las figuras claves de la comunidad y aclamado bullrider, la que nos revelará la existencia de otros 23 hermanos de nueve madres distintas. Fallece el gran patriarca, un auténtico «jefe indio» al que muchos de sus hijos solo conocían por sus atributos (la chaqueta, el cuchillo, las imágenes de los rodeos) o las historias fantásticas que de él se cuentan. Con él, parece que se entierra algo más que un cadáver: quizás este sea el verdadero punto final de una forma de ser en, de habitar el paisaje del Oeste americano. En imágenes esto se traduce en una discreta desaparición de los majestuosos grandes planos generales y de la hora mágica –Songs My Brothers Taught Me los reserva, porque sabe que no ocupan ya espacio en los sueños de aquellos que pueblan esa tierra–. Al fin y al cabo, el mítico trotador de toros ha dado a luz a una panda de borrachos adormecidos y de conductores de camionetas que suplantan el silencio del camino por los machacantes compases de Thrift Shop.

    Songs my brothers taught me, Chloé Zhao.
    Opera prima de uno de los estandartes del nuevo cine independiente norteamericano.



    «La puesta en escena de Zhao parte de una tensión evidente entre la fascinación por un núcleo cultural mítico, inactualizable y de una voluptuosidad visual à la Malick y, por otra parte, su negación hiperrealista en la forma de una cámara documentaloide, cercana a la mirada fotográfica de Richard Avedon sobre sus Trabajadores».


    Con todo, a pesar del marcado tono crepuscular de su cinta, Zhao no acaba decretando la muerte de nada; hacerlo sería vanidoso y un tanto necio. En el pueblo sigue habiendo una conciencia de comunidad (los 25 hermanos que se reúnen alrededor del fuego), unos ritos compartidos (la misa, las celebraciones) y unas figuras totémicas, reverenciadas (las ancianas). Es más, como cita Travis, lúcido tatuador, «Caballo Loco dijo que todo parecería acabado algún día, pero renacería en la séptima generación. Esa eres tú». Esa «tú» es la joven Jashaun, a quien iban reservados unos de los pocos rayos de luz dorada en aquellos primeros instantes de la película. En la cinta, ella será la portadora de la esperanza por la recuperación de la cultura local, una especie de ave fénix de las cenizas de las generaciones perdidas por el alcohol. Toda bondad, rescatará del incendio donde falleció el paterfamilias el puñal de su padre, heredará su chaqueta y se enfundará un traje ceremonial que el mismo Travis le regale. El trabajo sobre lo simbólico aquí es evidente, y se verá expandido en la siguiente película de la realizadora: The Rider, donde el retorno imposible a la mítica del Oeste se verá concretado en una herida cerrada con grapas, el rictus de una mano que no puede soltar las riendas de un caballo desbocado, el héroe-mueca que representa Lane, el amigo tetrapléjico del protagonista, incluso la ritualística del vestir las botas de un cowboy. La misma Songs My Brothers Taught Me acaba con un puñado de arena lanzado al viento, bailando y mutando hasta desvanecerse.

    Como hemos ido especificando, la puesta en escena de Zhao parte de una tensión evidente entre la fascinación por un núcleo cultural mítico, inactualizable y de una voluptuosidad visual à la Malick y, por otra parte, su negación hiperrealista en la forma de una cámara documentaloide, cercana a la mirada fotográfica de Richard Avedon sobre sus Trabajadores. Una dualidad cinemática que muy fácilmente podríamos encasillar en la construcción de los personajes de Jashaun y su hermano Johnny, respectivamente: Jashaun como áncora a un pasado ideal y semilla de un futuro mejor, motor de cambio y reconstrucción; y Johnny, conformista y perpetrador de una situación que no aprueba pero gracias a cuya continuidad se asegura de conseguir un billete de huida. No obstante, esta comparativa queda corta ante la complejidad de la relación que ambos mantienen con el status quo, el gran centro de una película-retrato sobre un lugar y un tiempo muy concretos. Jashaun, por ejemplo, es capaz de habitar el espacio sin necesidad de cambiarlo, amoldándose a los recovecos que la vida en el desierto deja para el juego y el desarrollo infantil, ojos abiertos a la belleza que la rodea, aceptando y perdonando. Al contrario, Johnny, en su posición de hombre joven adulto, autoimpuesto cuidador de Jashaun y su madre, vive constantemente tratando de superar las posibilidades que el pueblo le ofrece, intentando abarcar y dominar su propia vida –y aplacando la de los demás a su paso–, incapaz de dar salida a su situación y ciego a su propia incompetencia. Al fin y al cabo, la personificación de la dicotomía cristiana de gracia contra naturaleza.


    Songs my brothers taught me, Chloé Zhao.
    Sección oficial del Festival de Sundance.



    «En Pine Ridge, el concepto de Badland es absolutamente literal: la tierra es seca, los lagos son puro barro y el cantar de los pájaros ha sido sustituido por perros y sirenas. La noche cae, oscura y sin estrellas. No obstante, alrededor de una fogata charlan 25 hermanos y, en ese momento, todo está bien. El camino más largo, como siempre, es el de vuelta a casa».


    Lo que separa definitivamente a Chloé Zhao de alguien como Terrence Malick, quien ya trabajó sobre esta dualidad en El árbol de la vida, es que la realizadora orbita constantemente sobre la idea de que el carácter agresivo y dominante de sus protagonistas masculinos (no solo Johnny, sino también Brady, de The Rider) es simplemente performático, sujeto a una idea de masculinidad desempeñable que se acercará mucho, como expondremos, a la percepción irrecuperable de un pasado, en el fondo, puramente mítico. Johnny y Brady, para empezar, conviven en un entorno en el que afortunadamente ser un jinete no implica necesariamente ser «más hombre». La virilidad, como vemos en la participación de varios de los secundarios en ambas cintas (los otros pasadores de alcohol y los amigos «machitos» de Brady, respectivamente), es un comportamiento que puede desarrollarse y exhibirse, pero el suyo, el de ambos, es un ambiente alejado del estereotipo binario en que dureza y mejora constante no equivalen necesariamente a más hombría ni respeto. Para comprobarlo, solo hay que ver lo aislados que quedan estos «machitos» secundarios del resto de elenco, hombres naturalmente dispuestos a convivir sin obedecer un criterio convencional e inconcreto de lo que es ser masculino.

    Sin embargo, en el clímax de inseguridad y pérdida de control sobre la propia vida, los protagonistas de Zhao actuarán como si ser más varoniles los acercara a ese estrado mítico que sienten que han perdido de forma definitiva. Puede dársele sentido considerando que Johnny se ha educado bajo la sombra de un paterfamilias más semejante a una leyenda que a una figura paternal corriente y que, aun así, dejó abandonados a la gran mayoría de sus 25 hijos. Empero, ser cerrado, frío y escéptico ante la ayuda del prójimo no va a acercarlo al ideal de libertad que ve en su padre, «ese cabronazo chiflado» que, a pesar de todo, sí logró marcharse antes que él. Sobre todo y, para empezar, Johnny no puede ocupar el sitio del gran jefe indio que ve en su progenitor, porque ese rol es genuinamente inexistente. Lo sabe Zhao, nacida en Pekín, criada en Brighton y formada en Nueva York: el proyecto de restauración de un ideal heroico masculino americano, sea del bando «indio» (Songs) o cowboy (The Rider), es de por sí una quimera; sueño devenido estupidez. Por ello, quizás la persecución de una cierta épica de la trascendencia sea, en el fondo, algo vano. En Pine Ridge, el concepto de Badland es absolutamente literal: la tierra es seca, los lagos son puro barro y el cantar de los pájaros ha sido sustituido por perros y sirenas. La noche cae, oscura y sin estrellas. No obstante, alrededor de una fogata charlan 25 hermanos y, en ese momento, todo está bien. El camino más largo, como siempre, es el de vuelta a casa.


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / Barcelona


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