El juego de engañar
Un país vivo en el panorama actual del cine es Chile, y más allá de sus ficciones, sus incursiones en el documental, cualquiera que sean sus variantes y opciones, llaman la atención. De Aldo Francia a Patricio Guzmán, de Agüero a Torres Leiva, las opciones se multiplican y se van rejuveneciendo con nuevas generaciones dispuestas a ampliar el objetivo de sus obras, tan significativas en lo que se refiere a la memoria democrática y la represión asesina tras el golpe pinochetista. Entre las últimas incorporadas se encuentra Maite Alberdi, que ya cuenta con una filmografía de referencia y sólida, aportando un toque amable, sensible, hasta alegre, a realidades bastante menos complacientes como pueden ser la soledad de la vejez o las dificultades para vivir autónomamente que padecen las personas con discapacidad intelectual. Alberdi se dio a conocer en España con su película La Once, esa hora en la que los chilenos cumplen con la tradición de su particular «té de las cinco» británico. En esta película de 2014 ya abordó el tema de la vejez en un proyecto donde un grupo de amigas ya ancianas, se van reuniendo periódicamente para contarse su vida, un tiempo en el que cada vez van apareciendo menos componentes del grupo, mermado por la enfermedad o la muerte, componiendo un retrato amable de una sociedad chilena un tanto ajena a la realidad dolorosa del país y a las heridas sin cicatrizar que persistían abiertas para alguna de ellas. Con Los niños volvía al grupo cerrado, al espacio reducido, a un conjunto de personas que conviven o mantienen fuerte contacto con otras por razón de su deficiencia genética, en este caso el síndrome de Down, siguiendo un día a día en el que pretenden alcanzar una independencia vital que la sociedad no les quiere reconocer.
Con El agente topo Alberdi persiste en la vejez y en el grupo cerrado, en este caso el de las residencias de ancianos y potencia, al menos en su parte inicial, el tono humorístico de su propuesta. De esa manera el espectador empatiza inmediatamente con Sergio, el anciano escogido por el detective privado Rómulo, para hacer de espía en el interior del centro asistencial. Ese tono burlón, la torpeza del candidato seleccionado, tras el correspondiente casting, para adaptarse al uso de las nuevas tecnologías y a las herramientas básicas de cualquier espía, como los bolígrafos con cámara o las gafas que graban lo que ve, añade un punto cómico que hace fluir la película con sencillez y agrado. El propósito con el que Sergio acepta ingresar en una residencia de ancianos fuera de la capital Santiago, y lo que Alberdi se propone con ello, se van distanciando y el espectador cuenta con armas y señales que le van avisando. Alberdi inicia su tesis como una causa contra el presunto mal trato a los ancianos que se dispensa en las residencias para ir derivando, poco a poco, pero de manera consciente y deliberada, como un juego en el que el maestro de ceremonias es el factótum Sergio, a una crítica de las modernas sociedades que dan la espalda a sus mayores y los retiran, como muebles viejos, a espacios en los que no molestan, no ocupan, no quitan tiempo. Nuestro espía (digno alumno de la agencia T.I.A. y cuyo reclutador más parece un superintendente Vicente que un experimentado sabueso de ruinas económicas o infidelidades conyugales) aterriza en su nueva residencia con el encargo de averiguar si la madre de quien ha contratado los servicios está siendo bien atendida o es objeto de maltrato, desnutrición, abandono médico… Desde el principio resulta evidente que no es posible la filmación sin la colaboración del propio centro asistencial, así que el espectador suspicaz pronto podrá despejar esos caminos que se abren como el propósito exclusivo del filmE, advirtiendo cómo la labor de la directora, con la impagable participación de su socio residente falso, busca otras ideas, reflejar otras inquietudes, señalar y acusar otras deficiencias y no las de la propia residencia.
Presentada en el Festival de Sundance.
«Para la denuncia Alberdi demuestra que no es necesario hincar el diente y retorcerlo hasta hacer sangre; no hay que ser incisivo ni persistente. Se puede ser amable, cordial, amistoso y conseguir el mismo efecto. A cambio, el espectador contará con minutos de desahogo y de respiro ante el panorama devastador de la ancianidad e irá asumiendo, poco a poco, como la gota que cala sin darnos cuenta, que el problema siempre somos nosotros, no los demás».
El camino que sigue Sergio para conseguir su propósito le obliga a extremar la amabilidad, ser servicial con el resto de residentes. No conoce el físico actual ni la habitación de la madre a vigilar, y eso le obliga a deambular por la totalidad del recinto a la búsqueda del “objetivo”. En ese camino las residentes femeninas se irán encariñando con él, algunas más de la cuenta, y otras conectarán rápidamente con su caballerosidad aunque al día siguiente no le reconozcan. Surge esa solidaridad espontánea, esa amistad del solitario que necesita nuevos alicientes para soportar ese encadenamiento a un lugar cerrado, alejado de la familia y en el que los recuerdos y el deterioro cognitivo se van cebando con la mayoría de los residentes. El personaje-persona de Sergio va evolucionando del aspecto puramente profesional, es un “espía” contratado para una misión, al de residente temporal que va generando lazos en el interior del establecimiento a sabiendas de que todo va a terminar, sin querer dañar la confianza de las personas que se han abierto tan espontáneamente a su presencia amistosa. La película implica, en su impoluta realización, con su, por decirlo de alguna manera, línea blanca en la manera de exponer los hechos, una denuncia concreta hacia todas aquellas personas que encierran a sus mayores con la excusa de no tener tiempo para ellos, o espacio para albergarlos en casa, y después se olvidan de su existencia y ni tan siquiera les visitan. El foco hacia el trato que los ancianos puedan recibir de los centros se revierte y nos señala directamente a nosotros como hijos o como nietos, ¿qué haremos, qué nos harán, qué nos mereceremos? Para la denuncia Alberdi demuestra que no es necesario hincar el diente y retorcerlo hasta hacer sangre; no hay que ser incisivo ni persistente. Se puede ser amable, cordial, amistoso y conseguir el mismo efecto. A cambio, el espectador contará con minutos de desahogo y de respiro ante el panorama devastador de la ancianidad e irá asumiendo, poco a poco, como la gota que cala sin darnos cuenta, que el problema siempre somos nosotros, no los demás | ★★★☆☆