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  • Atarrabi et Mikelats


    Elementales del mito

    Crítica ★★★★☆ de «Atarrabi et Mikelats», de Eugène Green.

    Francia-Bélgica, 2020. Dirección: Eugène Green. Guion: Eugène Green. Compañías productoras: Noodles production, Les films du fleuve. Fotografía: Raphael O'Byrne. Montaje: Laurence Larre. Música: Joël Merah. Reparto: Saia Hiriart, Lukas Hiriart, Ainara Leemans, Thierry Biscary, Pablo Lasa. Duración: 122 minutos.

    O mito é o nada que é tudo.
    O mesmo sol que abre os céus
    É um mito brilhante e mudo —
    O corpo morto de Deus,
    Vivo e desnudo.

    (Fernando Pessoa)

    Eugène Green cita el primero de estos versos de Pessoa para abrir Atarrabi et Mikelats. La escritura más elemental del mito, nos recuerda el poeta, está en las cosas más elementales del mundo: el sol, «mito brillante y mudo». Tal esencialismo ya era notorio en Le fils de Joseph, donde Green daba un tratamiento actual y limpio a uno de nuestros mitos fundacionales: la Natividad de Cristo. Despojada de sus trazas más eclesiásticas, el cineasta hallaba en sus partes más estrictamente narrativas un relato sobre el descubrimiento de la paternidad inserto en una dinámica del bien contra el mal, en términos absolutos. Puestos ante la cámara en sus característicos primeros planos frontales, los rostros de los actores le devolvían una imagen inequívoca de bondad o mezquindad. Si el sol escribe el mito, ¿por qué no también la dulzura de unos ojos azules? Pues bien, Atarrabi et Mikelats se mueve por los mismos terrenos expresivos, aunque en esta ocasión la referencia mitológica sea un tanto desconocida. El cuento que le da título está tomado de las recopilaciones del etnólogo vasco José Miguel de Barandiarán. Atarrabi y Mikelats son los dos hijos de la diosa Mari —la madre tierra—, que esta entrega al diablo para que los críe. Al frisar la edad adulta, Atarrabi se orienta hacia la santidad y Mikelats hacia la maldad. El primero decide vivir entre los mortales y trata de convertirse en sacerdote, el segundo permanece en las cuevas subterráneas para instruirse con su padre adoptivo en las artes oscuras. El bien y el mal, sin ambages, se disocian en dos mitades simétricas.

    Green representa abiertamente fenómenos mágicos. Los animales y los objetos hablan, el fuego y las tormentas pueden invocarse. Todo ello ocurre con absoluta naturalidad. Para hacer hablar a un jabalí, se limita a poner la cámara delante de uno y superponer una voz doblada. Si la presencia del animal es rotunda y el sonido de las palabras también, ¿por qué no creer en su conjunción cuando nos la ponen delante —que de eso trata la magia—. Del mismo modo, para transmitir la bondad o maldad de los dos hermanos (Saia y Lukas Hiriart, primos en la vida real), Green confía simplemente en sus rostros. De ahí el ejercicio de sustracción bressoniana en su actuar, otra seña de identidad autoral: a su calculada inexpresividad añade unas pocas modulaciones sobre su mohín, su forma de mirar, su vestuario e iluminación que le bastan para extraer de su semejanza física una dicotomía cristalina.

    Atarrabi et Mikelats, Eugène Green.
    Presentada en el festival de San Sebastián.

    «Tanto el montaje como la composición son dialécticos. Nos dan una imagen del mito en toda su pureza: el hombre contra la naturaleza —o contra lo divino, a la vez parte de sí mismo—, la luz contra la oscuridad. No hay nada más que eso, y todas son cosas irrefutables para un ojo o una cámara. Pero, a la vez, todos los sentidos intangibles de la narrativa podrían resumirse en ellas. El mito no es nada y lo es todo».


    Ante estos rostros, dispone los elementales del mito. Veamos un ejemplo: Mikelats invoca a su madre para que desate una tormenta sobre el pueblo donde vive su hermano. Atarrabi, al verla llegar, acude a lo alto de un monte para dirigirse a la diosa hecha tormenta. Mari queda recogida en un gran plano general que se limita a registrar un relámpago que destella sobre las sierras y el cielo nocturno. En el contraplano tenemos el rostro de Atarrabi de frente a la cámara —la imagen de cabecera de este artículo—. La luz de la tormenta divina, intermitente, oscurece y aclara sus facciones. El candil que sostiene él, a la vez, ilumina una mitad de su cara y deja la otra en penumbra. Así pues, tanto el montaje como la composición son dialécticos. Nos dan una imagen del mito en toda su pureza: el hombre contra la naturaleza —o contra lo divino, a la vez parte de sí mismo—, la luz contra la oscuridad. No hay nada más que eso, y todas son cosas irrefutables para un ojo o una cámara. Pero, a la vez, todos los sentidos intangibles de la narrativa podrían resumirse en ellas. El mito no es nada y lo es todo.

    Junto a esta estrategia esencialista, Green juega con la atemporalidad. El carácter arcaizante del relato de Atarrabi y Mikelats «choca» con su ambientación contemporánea y con el gusto del cineasta por un humor casi chanante. Por una parte, la manera en que los personajes emplean la palabra nos dispone en un conocimiento antiguo del mundo. Recitan, impávidos, unos textos que evidencian una relación prístina y mágica con las cosas. Por otra parte, se mueven en un entorno y visten unos ropajes contemporáneos. El diablo, por ejemplo, perpetra sus vilezas desde un Mac mientras escucha rap con sus auriculares y presume de un currículum que incluye un máster en business administration —pronunciado, por supuesto, en un inglés que contrapuntea al euskera sostenido durante todo el filme—. Los golpes de humor del estilo son igual de secos que esos cortes de montaje, capaces de transformar el funcionamiento de las cosas del mundo sin trucaje alguno. Pero, además de eso, Green consigue con ellos añadir capas a la eterna validez de los mitos. Que un genio del mal moderno —llamémosle el demonio o por otro nombre— enarbole las mismas titulaciones que haría un jefecillo de consultora o algún mandamás de partido político, al fin y al cabo, es tan lógico que hasta asusta. | ★★★★☆


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / 68º Festival de San Sebastián


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