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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | By the time it gets dark / ดาวคะนอง

    Creación sin final

    Crítica ★★★★☆ de «By the time it gets dark», de Anocha Suwichakornpong.

    Tailandia, Francia, Qatar, Holanda, 2016. Título original: ดาวคะนอง/ Dao Khanong.. Dirección y guion: Anocha Suwichakornpong. Producción ejecutiva: Chayamporn Taeratanachai, Edward Gunawan, Pithai Smithsuth. Productores: Producer: Guillaume Morel, Maenum Chagasik. Director de fotografía: Ming Kai Leung. Montaje: Lee Chatametikool, Machima Ungsriwong. Sonido: Akritchalerm Kalayanamitr. Intérpretes: Arak Amornsupasiri, Atchara Suwan, Visra Vichit-Vadakan, Inthira Charoenpura, Soraya Nakasuwan. Duración: 105 minutos.

    Si la película es un reto, escribir sobre ella también lo es; el cine tailandés no pensado para la taquilla utiliza estilemas tan distantes de los de la sociedad y cinematografía occidental que se exige una capacidad de concentración suplementaria para aceptar que, durante la narración, uno se va a perder varias veces, va a costar encontrar sentido a lo que se propone, pero al final, siempre, o al menos en los grandes nombres de su cinematografía, va a terminar agradeciendo que los senderos a transitar no sean rectos, ni perfectamente delimitados, incluso que los caminos terminen sin un final definido. Flaco favor se hace a un artista cuando se le pone en comparación con otro más conocido para que el espectador pueda situarse. Tailandia para el cinéfilo es sinónimo de Weerashetakul, y alrededor de “Tío Joe” se construyen muchos de los comentarios sobre el cine tailandés del presente cuando cada creador tiene sus propios códigos que, evidentemente terminan teniendo puntos de contacto entre sí, pero más por pertenecer a un mismo espacio cultural que por utilizar los mismos recursos para contar sus historias. By the time it gets dark es la confirmación de una filmografía por descubrir y también de una filmografía en progresión, si la última película de Anocha Suwichakornpong ya ha explorado conexiones con el cine occidental en su colaboración con Ben Rivers en Krabi 2562 (2019), By the time it gets dark es una obra de contexto y factura plenamente asiáticos y, como tal, críptica en muchas de sus propuestas, pero muy luminosa y muy excitante en sus soluciones.

    Estamos ante una película mutante, que aparenta hablar de un tema desde un punto de vista convencional con un ritmo relajado, mecido por la entonación particular del idioma, lanzando referencias que hacen dudar sobre si estamos ante cine sobre el cine o cine sobre la historia de Tailandia para, de manera sorpresiva, inesperada y gozosa, lanzarse a un camino de experimentación sin freno que hará desconectar a muchos espectadores no dispuestos a dejarse sorprender o a tener que pensar sobre cada escena, pero que a quienes el audiovisual suponga una especie de reto intelectual provocará la excitación del mismo y el asombro ante cómo lo simple se transforma en complejo a partir de una sola escena, introducida cuando parece que el relato no da para mucho más de lo ya visto. El comienzo mezcla una entrevista con las imágenes de una reproducción, una entrevista que una directora de cine hace a una antigua activista política de la Tailandia de 1976 para preparar el material del rodaje de una película sobre lo que ella vivió, y una reproducción de las detenciones que el ejército hizo en ese año tras las protestas estudiantiles en la universidad Thammasat de Bangkok (un episodio que concluyó con una matanza reconocida por los militares de 46 personas y más de 3.000 detenidos, aunque si esos fueron los números reconocidos por una dictadura militar miedo da pensar lo que sería la realidad cuando se busca en internet imágenes de esos hechos y se encuentran fotografías espeluznantes de linchamientos).

    ดาวคะนอง, Anocha Suwichakornpong.
    Mutaciones del cine «thai».



    «La película de Suwichakornpong corre más rápido que la película que pretende filmar su heterónima Ann, el dispositivo se despliega como una supernova creativa que supera a la historia inicial que se pretendía contar sin dejar de engarzar, de manera invisible pero presente, la gran magnitud de factores que se esconden detrás del proceso y que, en la mente de quien lo hace, se terminan manifestando como haces de luz reveladores de todo un estallido intelectual en ebullición constante».


    En esa dualidad entre la historia y su representación la película empieza a bifurcarse, tímidamente, en sus primeros cincuenta minutos, a hacernos dudar de si estamos, por un lado, ante una verdadera superviviente, como ella misma dice, de aquella noche del 6 de octubre de 1976, o ante una actriz que suplanta a la real líder estudiantil. Es lo mismo que nos ocurre ante las imágenes que recrean ese momento de las detenciones y los maltratos, porque no sabremos si se trata de meras reproducciones para que el espectador tenga algún asidero de conocimiento sobre lo que la película que se prepara piensa reflejar, o son imágenes ya de ese rodaje en el que se mezcla un pasado y un presente sobre la misma realidad, la preparación de la película y su filmación. En esos diálogos filmados en una habitación de hotel lujoso abierta sobre los arrozales y el paisaje tailandés nada hace presagiar el giro radical que la directora prepara hacia la mitad de la película. Ha habido algún amago, se han introducido escenas enigmáticas, el foco sobre una mujer que realiza trabajos y que aparentemente no guarda relación con el eje central de lo hasta entonces expuesto, juegos de imágenes aceleradas, viajes siderales o reivindicación de Méliès incluída; sueños en los que el despertar parece desubicarnos, pero no es sino cuando volvemos a ver la misma escena inicial, filmada prácticamente igual y con el mismo contenido pero con actrices diferentes, cuando el filme implosiona para lanzarse a una carrera avocada al desconcierto del espectador y a la maximización del riesgo. Parafraseando a Mariano Llinás y sus esquemas explicativos de La Flor, la película sería un círculo en el que, cuando la línea narrativa llega al punto de partida, surgen multitud de flechas en todas direcciones, como si viéramos la silueta de una vasija circular de la que surgen los tallos de las flores que la adornan.

    A partir de ese momento la cinta abandona la historia oculta del país, la historia de la represión y falta de libertades y se lanza a un fascinante ejercicio cinemático, a un constante movimiento en el que las fuerzas que producen los desplazamientos no son expresadas pero terminan convergiendo en una realidad, la fuerza de lo cinematográfico para, por sí mismo, construir una multiplicidad de relatos aparentemente inconexos pero que giran alrededor de la creación fílmica. Una mujer que corre por un bosque en paralelo a una niña disfrazada de animal y que, conforme avanza el tiempo, termina corriendo contra ella misma o su reflejo, una Alicia tras el espejo angustiada por el hecho de enfrentarse ante el reto de una creación sobre un suceso desconocido y ocultado en su propio país y que puede provocarle más problemas que satisfacciones; pero también es el momento de recuperar a la enigmática mujer que atendía una cafetería y ahora aparece como camarera de hotel o camarera de un crucero fluvial; o el único hombre relevante en la narración presentado sucesivamente como un personaje de éxito que es cantante, modelo, piloto de aeronave, conductor de deportivos o no es nada de eso y solamente es el actor de la película que se va a filmar encarnando al líder masculino de la protesta y de quien, en medio de la sala donde se visionan los “rushes” de la jornada, se anuncia su muerte en un accidente de coche. La película de Suwichakornpong corre más rápido que la película que pretende filmar su heterónima Ann, el dispositivo se despliega como una supernova creativa que supera a la historia inicial que se pretendía contar sin dejar de engarzar, de manera invisible pero presente, la gran magnitud de factores que se esconden detrás del proceso y que, en la mente de quien lo hace, se terminan manifestando como haces de luz reveladores de todo un estallido intelectual en ebullición constante | ★★★★☆


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid


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