Carta a nadie
«Las vírgenes suicidas», de Sofia Coppola.
Estados Unidos, 1999. Título original: The Virgin Suicides. Directora: Sofia Coppola. Guion: Sofia Coppola (Novela: Jeffrey Eugenides). Productora: American Zoetrope / Eternity Pictures / Muse Productions / Virgin Suicides LLC. Fotografía: Corine Day. Música: Brian Reitzel. Montaje: Melissa Kent y James Lyons. Reparto: Kirsten Dunst, James Woods, Kathleen Turner, Josh Hartnett, Scott Glenn, Michael Paré, Danny DeVito, Chelsie Swain, A.J. Cook, Hanna Hall, Leslie Hayman, Hayden Christensen, Robert Schwartzman, Jonathan Tucker, Suki Kaiser.
Cecilia, en tu diario escribes primaveras. Tu caligrafía es borrosa, las letras se tuercen un poco mecidas por tu curiosidad y las frases que se niegan a encajar en las líneas del diario recuerdan a las hierbas que se infiltran por el cemento. Pocos escucharon tu voz, pero esta era transparente y golpeaba un poco los sentidos cada vez que sonaba. Algunos sí leen tus primaveras, esas que nunca más llegarán, aunque siempre han estado ahí como quien imagina cómo será el árbol tras tan solo haber plantado la semilla y sentir la tierra en las manos. Leerte es descubrir que tú y tus hermanas, las cinco hermanas Lisbon pintadas en el delirio de algún artista impresionista, siempre pensabais en mañanas. Tu escritura prende la pequeña bengala que ilumina el luminoso desván de tus memorias y, por unos instantes, los chicos que se abismaban en los pliegues de los vestidos de tus hermanas tratan de conquistar vuestra primavera. Congregados en una conjura de la testosterona, abren tu diario y se asoman a vosotras, las hermanas que pensabais en mañanas. Sin embargo, ellos solo piensan en hoy y sienten cómo todas esas memorias pertenecen a almas cuyo paraíso reside más allá del pequeño césped de las viviendas unifamiliares. Pero ¿cómo es pensar en mañanas? Para ti, Cecilia, consiste en vivir proyectándote en el mundo esperando que todas tus frustraciones se mezclen con el mundo. La angustia no te deja pensar en el ahora. Tu madre recoge rastros de prendas sucias y pone lavadoras con la resignación de quien sueña con una tarde cobijada en la manta eléctrica. Tu padre, el profesor de Matemáticas, construye maquetas de aviones porque le da miedo volar. La angustia no te deja pensar en el ahora. Por eso tu diario evoca un mundo externo que mece tus miedos y en que todo brilla un poco más. Frotas tus frustraciones como si fueran una mancha de hierba en tu vestido. Algunas se van, otras dejan una pequeña marca que destiñe el tejido. Desteñidos son tus días y limpios tus mañanas. La vida ha echado raíces en ti, pero te niegas a crecer y ver cómo se alarga tu sombra sobre el extraño jardín.
«La vida había echado hondas raíces en ella y, por lo mismo, su goce más intenso consistía en sentir dentro de sí la continuidad entre las agitaciones de su propia alma y las del mundo externo»
Retrato de una dama (Henry James, 1881)
Cecilia, Sofia Coppola también piensa en mañanas. Tú y tus hermanas pertenecéis a un mundo en el que no hay huellas. Uno en el que los pasos nunca se pierden, sin veredas ni senderos. Sois demasiado propias para vivir en la realidad de otros. Estáis demasiado al margen de todo como para seguir al margen de todo cuanto sucede a vuestro alrededor. Coppola os arroja sobre naturalezas muertas: las puertas con pegatinas que parecen cicatrices de infancia, la moqueta que huele a tabaco, el armario desencajado de la cocina cansado de abrirse en cada desayuno, habitaciones que contienen vuestros cuerpos como osarios adornados con posters de reinas del pop. El tono azul de tu hogar nada tiene que ver con el azul de la tinta que redacta tus recuerdos. Es apagado, cansado y parece pintar unas inmensas ojeras de cansancio en quienes os contemplan arrojadas en el descanso agobiante de vuestros cuerpos. Coppola orienta las miradas hasta que vuestra fotografía se vuelve densa, excesiva, concentrada. Las sonrisas de tus hermanas cuando tus padres preparan una puesta de largo para el baile parecen precipicios contra los que se estrellarán los sentimientos de todos esos chicos que juegan a ser hombres. Cecilia, la fotografía de las Lisbon es menos real cuanto más se mira. Sin embargo, en una extraña paradoja, Coppola consigue que, solo de vez en cuando, se descubra parte de vuestra realidad cuando quien mira se choca contra ella casi sin buscarla. Es un poco perverso cómo lo consigue. Perversas también son tus palabras abriendo la puerta a un más allá más real. Cuando leen tu diario y el polvo del desván de tu memoria se suspende por unos instantes, tú y tus hermanas aparecéis en vuestro mundo. No obstante, ese mundo es extraño por ideal. Parece sacado de ese anuncio de Coca-Cola de tu época en el que un grupo de jóvenes cantaba «I'd like to buy the world a Coke». Se tiene la sensación de que el atisbo de vuestro más allá es solo una huella. Una preciosa e ideal huella destinada a paliar un poco la curiosidad masculina que intenta fagocitar vuestro más allá con su deseo. Como huella que es, es preciosa no por ser huella de algo, sino por ser huella en sí misma, huella de un algo real que ni tú ni Coppola queréis que nadie vea. Quizá por eso pienses en mañanas y, si alguien extendiera tu cerebro sobre el cielo, ambos tendrían la misma extensión porque en tu intimidad y en la de tus hermanas late una imaginación más allá de nuestra mirada.
Coppola os presenta dando zarpazos alegres en el microcosmos de la escuela, desgarrando la imagen familiar, dejando el rastro de tu mano en un roble enfermo. Con cada pequeño gesto que Coppola os saca en un primer plano quemáis la superficie de una realidad que no es la vuestra hasta descubrir, con la ayuda del celuloide, la fotografía asignificante de una sociedad sin intimidad. Cuando alguno de esos chicos miraba las vendas que cubrían tus muñecas, veía una imagen extraña, inhumana, no correspondida con lo que esperaba ver. Tú te alimentabas de esa extrañeza para devolver, junto a Coppola, la radicalidad de un comportamiento que no se adscribe a la realidad de aquel barrio idílico, pero que tiene la confusa densidad de una realidad que se niega a mirarse en el espejo de la imagen de todos esos chicos y sus familias. Ellos destilan sus años en las capas de sudor adheridas a sus camisetas y en el poco espesor de las entradas de su cabello. Vosotras decidisteis decantar todo de golpe. Para Coppola ese acto conforma el universo de una habitación con vistas.
«No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado».
Las vírgenes suicidas (Jeffrey Eugenides, 1993)
Cecilia, tus hermanas saben que el amor no tiene rostro. Entienden que la muerte es un acto de resistencia y que el suicidio es una forma de sacrificar todo futuro en aras del presente. Tus palabras escriben tu ontogénesis: nacen, crecen y maduran hasta convertirse en las células que forman tu cuerpo. Intuyes que la escritura es una forma de tatuar en tu cuerpo los recuerdos que darán forma a tu presente, un mapa táctil de todos tus dolores pellizcando el suave fluir del tiempo de la adolescencia. Tus actos inspiran a tus hermanas hasta erigirse en una filogénesis tan tuya como de todas ellas. Esa filogénesis es tu forma de relacionarte y mostrar tu parentesco con las de tu especie. De algún modo, tus actos están determinados por una conciencia de especie. Tu cuerpo ensartado en la valla del jardín podría ser cualquier cuerpo, pero ningún otro a la vez. Coppola te muestra aterida por la duda de la puerta que se abre y el cielo que cae sobre tu rostro. El profundo carmesí de tu vestido y tu boca convertida en una pequeña rendija de la que escapas. Podrías ser la mujer etiquetada de histérica que se tiró por la ventana, la mujer victoriana que prefirió ser cadáver antes que esposa. Podrías, pero esa reivindicación solo te pertenece a ti y a Coppola, porque sois cuerpos al margen de miradas. Tu padre te sujeta en una extraña inversión del motivo de la Pietà: no eres ni la Virgen ni Cristo. No hay piedad o compasión, tan solo un parentesco que conecta tu cuerpo con el de tantas otras. Él solo puede resignarse y mirar a otro lado porque su mirada es incapaz de pintar los contornos de un cuerpo que por primera reconoce como algo fuera de él, una maqueta que nunca podrá pegar ni colgar en su despacho. Las hermanas Lisbon pertenecéis a una especie ajena a regímenes de mirada y parcelas de visión. Para Coppola sois tenebristas iconos pop, filtros de color, estribillos sin versos. Llenáis las imágenes de un santoral de la modernidad junto a las estrellas de Somewhere (2010) o las celebrities veneradas de The Bling Ring (2013). No sois hijas del bienestar de la postguerra, ni herederas del sueño americano ni madres del incipiente neoliberalismo de los setenta. Coppola os entiende y por eso deshereda cada espacio de cada vivienda hasta que vuestra ausencia persigue como un espectro a todos los que intentaron capitalizar vuestro afecto con la moneda de sus deseos. Ocupáis planos estáticos, moráis en los suaves movimientos de cámara que fracturan vuestros cuerpos e insinuáis la incomodidad del ser con vuestros gestos que rompen el encuadre y dinamizan las anatomías muertas de los únicos hijos, vecinos y habitantes de ese Estados Unidos que cabe en el contorno de una valla publicitaria.
«Aquel hijo que no habíamos sabido mantener con vida. No podía acallar yo el repiqueteo sordo de aquel antiguo deseo, no ya de detener el tiempo para que los muertos volvieran a la vida, sino de saber de una vez por todas qué amor, qué aspecto del amor es el que permanece».
Aquella noche (Alice McDermott, 1987)
Cecilia, escribes primaveras, piensas en mañanas y miras a inviernos. Tú y tus hermanas dormís bajo el amparo de todas esas estaciones que nadie más siente. Las suicidas formáis una religión cuyos dominios se extienden a una naturaleza ajena a la contaminación de la vida. Cuando Sofia Coppola os retrata uno siente que ya habéis vivido todo. Los chicos que os evocan cada año experimentan un escalofrío ya que su pensamiento percibe, por un instante, el vértigo de la muerte. Muertas en la valla, muertas en el coche, muertas en la bañera: en cada uno de los pensamientos que nunca confesasteis moríais un poco. Decía Artaud «me siento como si ya hubiese vivido todo; y si me vuelvo hacia la muerte para liberarme de esa esclavitud de pensar, de sentir, de vivir (…) No consigo liberarme de la vida, no consigo liberarme de algo». Coppola os hace más libres después de enseñar a todos cómo os libráis un poco de los grilletes del sentimiento, del pensamiento, del vivir con cada palabra, con cada gesto, con cada mañana al que renunciáis. Cecilia, siempre pensaste en mañana sabiendo que siempre te sentirías como ayer. El conocido misterio de una chica trece años es un cadáver que nos despierta.
© Revista EAM / Salamanca
«Catorce, quince, dieciséis, diecisiete, déjame decirte. Esos son años grandes. A veces toda tu vida ocurre en esos años, y el resto de tu vida es la misma historia con diferentes personajes. (...) ¿Quieres saber la diferencia entre la sabiduría de los adultos y la de los jóvenes? Tienes la habilidad de mirar hacia atrás a tu pasado e interpretarlo. Yo tengo la habilidad de mirar mi presente y vivirlo con todo mi cuerpo».
Dora: a headcase (Lidia Yuknavitch, 2012)