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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | My mexican bretzel

    Mentiras al servicio de la verdad

    Crítica ★★★★☆ de «My mexican bretzel», de Nuria Giménez.

    España, 2019. Título original: My Mexican Bretzel. 75 minutos. Dirección y guion: Nuria Giménez.Montaje: Cristóbal Fernández, Nuria Giménez. Fotografía: Frank A. Lorang. Restauración: Federico Delpero. Música: Charles Mingus, Tod Dockstader, Christina Kubisch, Polmo Polpo. Diseño de sonido: Jonathan Darch. Producción: Nuria Giménez. Intérpretes: Ilse G. Ringier (Vivian Barrett), Frank A. Lorang (Léon Barrett). Compañía distribuidora: Bretzel & Tequila. Presentación en el festival de Gijón 2019, sección Llendes. Duración: 75 minutos.

    Para aquellos que ven cine porque quieren que les cuenten historias, descubrir el contenido de una ficción antes de abordarla supone una especie de traición que elimina cualquier interés a la experiencia de contemplarla conociendo sus entresijos. Para quienes, por su parte, esperan sensaciones y la historia puede ser hasta innecesaria, el resultado final desvelado antes de tiempo no es ningún hándicap para disfrutar de ello. Escribir sobre My mexican bretzel es complejo si se quiere respetar al primer tipo, y frustrante si se dirige uno al segundo. Estamos ante una cinta importante que sirve para ambos tipos de espectadores, tanto el que busca una historia que seguir porque la película la tiene, como para el que quiere sentir las sensaciones transmitidas por las imágenes y los silencios, muchos silencios, porque la película es muda, nadie habla en ella, o mejor habría que decir sin voz, porque algún efecto sonoro sí existe, siempre muy bien insertado en el desarrollo narrativo de la historia mientras las imágenes desfilan sin diálogo alguno. Lo que ocurre es que para quien simplemente quiere una historia bien contada, si no indaga sobre los orígenes, no podrá asumir la complejidad de la propuesta vista.

    El uso de imágenes en Super 8 rescatadas de archivos familiares es tan frecuente que, por sí misma, podría constituir ya todo un género en la reciente cinematografía mundial. Lo normal es servirse de ese material para contar unos orígenes, unas experiencias, un suceso, unos antepasados. Lo inusual es generar una película con historia propia a partir de ese material. Nuria Giménez utiliza viejas filmaciones de sus abuelos para realizar un indudable ejercicio de estilo en el que la forma, y el medio, termina condicionando el fondo, la historia. Con material ajeno inventarse un filme, ni más ni menos es hasta donde llega la propuesta de la cineasta en su debut, que vuelve a plantear esa eterna duda de si aquellos que utilizan su propia historia como material narrativo no queman las naves con su primera obra y desfallecen para el futuro. Si a la cinta, que ya he dicho que carece de voz y diálogos, no le acompañara la palabra, el resultado sería completamente diferente, tan diferente como la distancia que separa asistir a una proyección de videos familiares de una obra de ficción, pero una ficción construida a partir de imágenes reales.

    Al descubrir el dispositivo cinematográfico desaparece la incógnita sobre la que se construye la película, que, no obstante, va dando pistas desde el inicio como cuando se rotula aquello de «la mentira es solo otra forma de contar la verdad», aforismo escrito por un tal Paravadin Kanvar Kharjappali. Alrededor de la mentira se va forjando esta historia en la que manteniendo la verdad de las imágenes lo falso se transforma en cine. Si se lee la ficha técnica se aprecia que como creador de la fotografía aparece Frank Lorang, y como intérpretes Ilse Ringier y el propio Frank Lorang. Ni el uno ni la otra interpretan ni ha de entenderse al filmador como director de fotografía. La filmación alrededor de los años 50 y 60 recoge instantes familiares de una pareja que, como turistas, o teniendo como hobby la acumulación de las pequeñas bobinas de lo que en España se conocía como «tomavistas» fija sus recuerdos para el futuro. Aquellos viejos aparatos, salvo excepciones de gama alta, no recogían el sonido, así que la opción de la directora para aprovechar el patrimonio familiar es el de inventar un diario que aparece impreso en la pantalla y en el que la mujer a la que vemos en imágenes cuenta su vida, es ese añadido de la palabra creada a partir de la imaginación de la directora la que proporciona entidad propia a las imágenes. El querer utilizar el material implica inventar, y un gesto de apariencia banal se transforma por completo si se introduce una frase del diario incorporando un estado vital de hastío o de incertidumbre.

    My mexican bretzel, Nuria Giménez.
    D'A Film Festival de Barcelona | Un impulso colectivo.

    «Hay mucho riesgo en la propuesta, pero es un riesgo que denota coraje e imaginación, inteligencia emocional para haber reinterpretado los movimientos de unos abuelos hasta despojarles de su identidad y crear una nueva realidad que funciona como un perfecto melodrama sin lágrimas en pantalla. Absolutamente recomendable para apreciar por donde se mueven las corrientes creativas de ese nuevo cine español tan olvidado».


    Se cuida mucho la directora de modificar los nombres, y eso debería advertirnos de que algo de lo que se cuenta no corresponde con la idea de un documental, sino con la de una ficción completa en la que la mentira se apropia de los recuerdos ajenos y nada es verdad. No serán verdad la felicidad inicial del matrimonio, ni la esterilidad de la mujer que pasa a llamarse Vivian Barrett (porque si no la directora no existiría), ni el progresivo deterioro de la pareja, su alejamiento, sus silencios, el amante mexicano que, oportunamente, se llama Leo mientras el marido se llama León, el hecho ocasional que cambia una decisión trascendental, como no existirá ese fármaco ni el boom económico que les aúpa como clase adinerada ni la estafa derivada de lo que no es más que un placebo. Todo es mentira pero, en tiempos de posverdades, ¿qué nos impide pensar que todo aquello pudo ser verdad si alguien se ha atrevido a contarlo? La magia de lo cinematográfico consigue eso y también en eso consiste, que uniendo imagen y palabra la verdad se modifica por obra de la creación. Hay mucho riesgo en la propuesta, pero es un riesgo que denota coraje e imaginación, inteligencia emocional para haber reinterpretado los movimientos de unos abuelos hasta despojarles de su identidad y crear una nueva realidad que funciona como un perfecto melodrama sin lágrimas en pantalla. Absolutamente recomendable para apreciar por donde se mueven las corrientes creativas de ese nuevo cine español tan olvidado | ★★★★☆


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid


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