No todos los días uno tiene la oportunidad de hablar con uno de los grandes autores cinematográficos contemporáneos. Dentro del marco de la última edición de FICUNAM, Rafael Guilhem entrevista al cineasta Pedro Costa, firmante de filmes como «Juventud en marcha» (2006), Caballo dinero (2014) o «Vitalina Varela (2019)», esta última ganadora del Leopardo de Oro del Festival de Locarno.
Entrevista a Pedro Costa.
Texto de Rafael Guilhem | | FICUNAM.
Texto de Rafael Guilhem | | FICUNAM.
En ocasiones anteriores has dicho que «el trabajo debe verse», es decir, que buscas una coherencia entre el proceso de filmación y el resultado. ¿Cómo piensas el trabajo delante y detrás de la cámara?
El cine está en un momento muy bajo, cinematográficamente bajo. Hoy más que nunca lo que hace a una película no es el guión o una idea, ni siquiera una sofisticación tecnológica, sino la pura energía incandescente, el fuego que la sustenta. En eso consiste el trabajo: ensayar, probar, tener una red muy sólida de interés y sobre todo de amor, que es lo que ilumina finalmente una película. Actualmente es necesario un esfuerzo mucho mayor para hacer una película del que se requería anteriormente, porque el cine sigue siendo inseparable de la realidad social y económica, y al ser totalmente inseparable, el cine se realiza bajo una cierta lógica. En nuestros días la mayor parte de las películas se hacen maquinalmente. Resulta muy obvio cuando lees las revistas de cine o los calendarios de salida del estreno, todas esas cosas son «programas de computadoras». Para hacer una verdadera película es necesario un tal esfuerzo humano, solamente humano, que cuando se lleva a cabo se ve, quedan trazos y rastros. Siempre me gustó mucho reconocer el trabajo en las películas que veía, como el de John Ford en Las uvas de la ira (1940), y al mismo tiempo me gusta mucho ver el trabajo del actor Henry Fonda cuando pronuncia palabras sublimes. Se trata de un trabajo en el sentido amoroso, hecho sin intereses de por medio. Es necesario un esfuerzo enorme para hacer una película… yo lo siento cada vez más, y lo veo cada vez menos reflejado en las películas. No quiero ser pretencioso ni estar vanagloriándome de mis películas, pero está por ejemplo la película de Roma (2018), que vi junto con mi equipo en Lisboa, y que nos impresionó mucho por su falta de trabajo, interés y compromiso —no en un sentido de militancia, que es lo que aquel pobre director [Alfonso Cuarón] piensa que está haciendo: la buena voluntad de no olvidar ciertas luchas—, sin embargo, mientras la veía yo las olvidé totalmente, las olvidaba cada vez que veía a la pobre chica dar un paso. Cada paso que daba era un paso en falso, y pensé que es un trabajo de, por ejemplo, la cultura popular —no me da vergüenza usar estas palabras— que implica trabajar con personas que no tuvieron acceso nunca a la pintura, la escultura, la música o el cine. Yo trabajo con esas personas en un sentido distinto, del mismo modo que fue importante en el pasado. Hay muchísimos casos extraordinarios en la historia del cine: las mejores películas de [Jean] Renoir, John Ford, [Danièle Huillet y Jean-Maire] Straub, [Jean-Luc] Godard o Jean Rouch; todos trabajaron con semiprofesionales, con gente del pueblo... en fin, en Roma me pareció totalmente humillante lo que pasa a esa persona [Cleo, interpretada por Yalitza Aparicio], al mundo bajo, al mundo que limpia. Ahí está la carencia de una película que, para mí, está totalmente desprovista de trabajo, que es pura máquina, pura fábrica, puro programa, o para decirlo de otra forma, pura imagen.
Éric Rohmer dijo alguna vez que, cuando el cine sobrepasa ciertos límites realistas, ya no es cine, ¿cuáles son para ti esos límites?
Recuerdo cuando leí esa cita una vez hace muchos años. Dice exactamente lo que yo siento, lo que se siente cuando se toma un partido y se está de un lado, que para mí fue muy temprano en mi vida. Y no se trata de ser rico o pobre, sino de un interés particular por el mundo. Es una frase maravillosa porque nos hace trabajar, y al mismo tiempo proviene del trabajo; a mí me provoca una sensación de euforia. Hay un mundo vasto que dejamos, podría decirse, a los espíritus. Es algo que no interesa al cine, más bien tiene que ver con lo que decía Straub: por microsegundos el cine puede ser un bálsamo sobre la herida. Vitalina fue un acompañamiento balsámico. En Vitalina Varela (2019), Caballo dinero (2014), y muchas películas mías —en casi todas—, hay alguna fantasía, una ficción… Rohmer y esa idea de que el cine es algo que nos acompaña está mucho conmigo, pero la realidad, por otro lado, es palpable, con ella se puede hacer y trabajar absolutamente todo.
En la época actual la belleza suele inspirar sospechas, ¿qué sentido tiene la belleza dentro de tus películas?
Es una cuestión que trato de trabajar en cada momento. Y me refiero al rodaje porque no hay más —claro, después está el montaje—, pero no hay más que el rodaje, la película no existe antes de existir. Podría confesar que no hay un sólo plano que haga por la belleza. Esa belleza es anterior, está en Vitalina, en algunos de los lugares. Puede ser recriminada, admito que sí, cuando se dice: «qué belleza en esa miseria». Yo creo que tenemos que ir más profundo y pensar quizá en espacios —los barrios, las casas, las paredes— que son construidos por las manos de las personas que escuchamos, y que por tanto les pertenecen; son espejos de su pequeña posibilidad de vivir en un mundo sumamente cruel, es intentar construir una casa que, aunque sea en un centímetro, les recuerde algo de su pasado, algo de la tierra de la que provienen, todo lo que el mundo no le permite a esta gente. Son barrios donde hay una diferencia muy grande de comprensión entre lo que en inglés se distingue como labor y work: la primera produce la casa mal hecha del marido de Vitalina, y la segunda sería la casa bien construida en Cabo Verde. El trabajo [work] es algo que queremos hacer con amor y laborar [labor] es algo que nos obligan hacer o que apenas logramos hacer. Eso está tal vez ligado a cómo ver y cómo sentir, a cómo persevera esa belleza intrínseca que es muy propia. En Juventud en marcha (2006) hay una secuencia en un museo que se mueve alrededor de ese problema, porque ahí están las grandes bellezas de la humanidad de occidente: pinturas de Rembrandt, Rubens, Picasso, etc. y, no obstante, lo que Ventura está mirando en éxtasis estético son las paredes que él contribuyó a cimentar, y que con gran suerte tienen un cuadro de Rembrandt encima. Esa pared es lo que está observando, disfrutando, y ojo, no podríamos nunca negar a Ventura ese gozo estético. Yo puedo tener la misma sensación que tú, por ejemplo, por cualquier pintura; te emocionas así como Ventura se emociona con la pared que hizo. Los objetos son completamente diferentes, son trabajos diferentes, ¿hay emoción? No lo sé, es un disfrute estético, casi espiritual. Creo que será siempre un problema cultural: lo que es bello, lo que no lo es, lo que es más bello, lo que es admisible y lo que no. Nos emocionamos con Rembrandt y Ventura se emociona con la pared detrás de Rembrandt. En ese sentido, me gusta mucho más el trabajo del pedreiro [albañil] que el trabajo del pintor.
Estamos en un mundo obsesionado con acumular, producir y poseer, en cambio tú buscas filmar para perder cosas…
Esta vida donde encontré una forma de cine, donde encontré estos espacios y sobre todo esta gente, es tan fuerte que el cine que practicamos es un combate tanto como el de un ángel enfrentado al demonio. Combate en un buen sentido: que nos provoca y nos hace avanzar, y que sobre todo a mí me hace perder todo lo que quería perder, toda la parafernalia de los equipos de filmación y los camiones, pero también preguntarme algo más interior y más profundo: ¿qué es posible con el cine? Y no me estoy comparando con aquellos cineastas que considero verdaderamente grandes, yo estoy intentando algo más pequeño. Por ejemplo, confrontar con la cámara a Ventura. Confrontar no es una guerra, es al mismo tiempo afrontar la realidad más básica y el lugar común de los clichés. Y si estás desarmado conscientemente, si estás desnudo —que es lo que ambicionamos: estar desnudos lo más posible frente a esta realidad—, las cuestiones y los problemas son infinitos; o finitos, de cierta manera. A mí el cine me da todo lo que pensaba que podría darme como instrumento de conocimiento. Yo estudio un poco, puedo estudiar por el cine, puedo estudiar de todo con las grandes películas, pero el conocimiento verdadero para mí es, sobre todo, el de los seres humanos. Pienso en las obras de Jean Rouch y Jacques Tati, que generan un conocimiento bastante completo y que revela lo que somos: lo pasado, lo futuro, la ciudad, el campo, pobres, ricos, patrones, esclavos, hombres, mujeres… todo. Pero eso es un milagro que sólo puede ocurrir cuando tienes las manos vacías. Es un milagro tener las manos vacías: no puede ser a partir del dinero, las armas, las opiniones o las intenciones, tienes que estar desinteresadamente desnudo.
¿Es el cine un lugar para saber a qué distancia de nosotros están los otros?
El cine es un arte de distancias. Un arte en un sentido de juego y técnica; de posicionarte, de enfrentarte, de ver, de mirar cosas en varias distancias. Y no es una metáfora, creo que es así la vida de los humanos, unos con los otros. Mirar los ojos, tocarse, aproximarse, sólo así podrás conocer al Otro. Y eso implica distancias físicas, que en el cine son ópticas, pero también en otros niveles: psicológicas, metafísicas y filosóficas.
Antes mencionaste que no te interesaba filmar planos sin seres humanos.
No es que no me interese, siempre por una razón u otra tenía que hacer un plano de algo, y de repente, si no había personas en el plano, me sentía completamente perdido. Pienso un poco en una especie de ausencia de movimientos como caminar, pasar, tocar… por tanto lo humano es con lo cual sé trabajar. Sé cortar, montar, fotografiar, aproximar, distanciar, es decir, lo intento. De un paisaje, de un espacio vacío sin humanos, es difícil: ahí no tengo cómo empezar y terminar, tiene algo de arbitrariedad con la cual es difícil relacionarse, porque estas personas con las que estoy viviendo o trabajando no tienen esa idea de absoluto. No lo sé, es complicado, tan sólo sé que me siento como un completo idiota cuando no tengo a un ser humano frente a la cámara.