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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crónica de la 70ª edición de la Berlinale (+ tops 10)

    Una vaca es una vaca

    Análisis de la 70ª edición de la Berlinale & tops 10 de nuestros redactores.

    Contrariando el famoso consejo de Hitchcock, en esta Berlinale hemos visto numerosas películas rodadas con animales. Las suficientes como para atreverse a crear una doble categorización sobre sus directores parafraseando a la que popularizó André Bazin: cineastas que confían en los animales, y cineastas que confían en su significado. En el fondo, y esto vertebrará buena parte del texto, nos parece que la programación del certamen da para retomar las ideas del crítico francés sobre la relación entre imagen cinematográfica y huella de la realidad. Porque el exceso de ideología masticada del cine contemporáneo encuentra, felizmente, un bálsamo en algunas películas que siguen dispuestas a dejar entrar la belleza del mundo en sus planos antes que imponerles un posicionamiento. La concurrencia aplaudió un momento de The Woman Who Ran, de Hong Sang-soo, en el que un gato que simplemente se pasea por el plano roba por completo la escena —sobre el minino ya nos hemos explayado en la crítica de la película—. No ha faltado quien celebre la ocurrencia como el único momento destacado en una cinta por lo demás intrascendente y limitada a conversaciones banales. Eso, por supuesto, es no enterarse de nada. La entrada del gato al plano fue cuestión de suerte, como ha contado Hong, dado que rodaron la escena sobre la marcha en cuanto descubrieron que el animal rondaba por la zona. Pero buena parte de lo que ocurre en el cine del surcoreano es igualmente fruto del azar, ya que su norma metodológica consiste en la apertura a los espacios en los que rueda. Por eso mismo, el zoom al gato que clausura el plano se puede entender como un recurso desmañado que prohíben todos los manuales, o como un gesto de agradecimiento al azar. Uno solo puede repudiar a directores como Hong si considera que el cine es una expresión de «genio» controlador de la imagen, y se olvida de las numerosas posibilidades que ofrece su relación con todo lo que tiene el mundo de incontrolable, y por tanto de libre.

    Si la cosa va de gatos, también tenemos que hablar de Seishin 0, documental del japonés Kazuhiro Soda presentado en la sección Forum. Soda rueda con un decálogo estricto (tomas largas, nada de investigación previa, cubrir en profundidad pequeños espacios, no reunirse previamente con sus sujetos...). Al observar el resultado vemos que, más que ir en favor del viejo debate sobre la veracidad del documental, el nipón parece más preocupado por que no se le escape la espontaneidad de los gestos. Y con esto nos referimos tanto a los de los sujetos de la película como a los de la propia cámara. Sus trepidaciones, movimientos repentinos y acercamientos bruscos a los rostros son reacciones a lo que el mundo le ofrece, en lugar de mecanismos de control de las imágenes preconcebidos por el cineasta. La película está dedicada a un psiquiatra anciano que se retira de su trabajo y lidia con las pérdidas de memoria de su mujer. Pero lo que nos interesa ahora es Soda inserta algunos interludios que se limitan a pasear por la ciudad de Okayama, donde transcurre, y registrar su vida cotidiana. En dos de estos insertos, la cámara en mano se encuentra con un gato callejero y dedica varios minutos a seguirle, escrutando sus recorridos y escondrijos por las calles. El doctor de Seishin 0, al principio del filme, recomienda a uno de sus pacientes una especie de terapia llamada «ponerse en cero». Consiste en tratar de no desear nada, y simplemente sentirse agradecido por las cosas que nos rodean. Es curioso que, en su rueda de prensa, Hong Sang-soo dijera algo muy parecido: «Al rodar hay cosas que me son dadas [por el mundo], sin que yo las busque. Me siento agradecido por ellas». ¿Qué significan el zoom de Hong y el seguimiento de Soda a sus respectivos gatos? Nada, cero. Son una reacción estética a un elemento que la realidad ha brindado a sus imágenes. Un gesto de agradecimiento.

    The Woman Who Ran, de Hong Sang-soo; Seishin 0, de Kazuhiro Soda;
    Days, de Tsai Ming-liang; First Cow, de Kelly Reichardt.


    Otros cineastas muy acostumbrados a este tipo de trabajo con los animales son Tsai Ming-liang y Kelly Reichardt. En la nueva película del primero, Days, también tenemos imágenes de mininos. En una de ellas, Tsai filma de cerca la fachada de un edificio indeterminado. Dada la angulación de sus ventanas y la ausencia de más niveles de profundidad en el plano, su contenido se convierte en un paisaje extraño, una superposición enrarecida de materiales. Hasta que en el reflejo de una de las ventanas aparece un gato caminando. Y este detalle, mínimo en el encuadre, aporta de pronto una familiaridad que nos permite imaginar un espacio urbano más reconocible donde está transcurriendo el plano. De nuevo, el animal no aporta ningún significado, sino un pequeño placer estético en el reconocimiento de las cosas de nuestro mundo. En la cinta de Reichardt, First Cow, el propio título ya nos señala al protagonismo de la vaca, la primera que llega al territorio de Oregón recién colonizado en el que transcurre su relato. A la cineasta le preguntaron sobre su conciencia ecológica o sobre el animal como metáfora de la explotación capitalista recién implantada en la zona. Su respuesta fue que no había pretendido más que contar una historia con dos hombres y una vaca. Este rechazo a los significados e insistencia en la mera presencia de los significantes nos encaja muy bien con Reichardt, que ante todo es una cineasta que trabaja con la fisicidad de las cosas. Uno de los muchos méritos de First Cow es que, siendo una historia ambientada dos siglos atrás, todos los objetos que filma resulten tan palpables, tan rotundos. Si nos ponemos en cero y dejamos de desear sentidos, podemos entender el mero deleite que hay en que dos hombres y una vaca no sean más que dos hombres y una vaca, y comprender que en la película no hay nada tan importante como las palabras dulces que uno de los protagonistas le susurra a la susodicha mientras la ordeña.

    Como ven, nos hemos explayado en ejemplos de cineastas que confían en los animales. ¿Qué hay de los otros? Bien, uno puede entender muchas cosas sobre There Is No Evil (Mohammad Rasoulof), la ganadora del Oso de Oro, si se fija en su tratamiento del gato que aparece en la primera de sus cuatro historias —todas ellas relatos morales sobre la pena de muerte en Irán—. En este episodio de apertura, no vemos más que a un padre de familia en sus quehaceres diarios. Recoge a su hija del colegio, le tiñe el pelo a su mujer, le toma la tensión a su suegra... y ayuda a unos vecinos a rescatar un gato que había quedado atrapado en la caldera del edificio. El plano, general, apenas deja ver al animal: la intención es registrar el acto del personaje. Poco antes, hemos visto al hombre atravesar el mismo espacio y escuchar un maullido de origen indeterminado. Su cara de preocupación nos dice mucho de su carácter. Un tipo afable y con buen corazón, aunque en su rostro percibamos un estado tenso inexplicable. La presencia del gato, por tanto, no es más que una excusa para la caracterización. A su vez, esa caracterización no es más que una preparación para el golpe de efecto que vendrá al final del episodio, cuando la información esencial que nos faltaba sobre el contexto del personaje asalte el plano como una bofetada. Es decir: el gato es un recurso de escritura. Una escritura sólida y bien dosificada, todo hay que decirlo, pero en la que se pierde esa alegría de la apertura a las cosas del mundo.

    The Roads Not Taken, de Sally Potter; There Is No Evil, de Mohammad Rasoulof.


    Peor nos lo pone The Roads Not Taken (Sally Potter), quizá la obra más indigna que ha pasado por la sección oficial. Como si cumpliera una cuota obligatoria en todos los festivales, la cinta de Potter va sobre una enfermedad irreversible. El protagonista, encarnado por Javier Bardem, se encuentra en un estado de demencia que da la excusa para mezclar caprichosamente tres niveles temporales, abundantes en lágrimas, desgarros y la nota común de que Bardem pone cara de padecer mucho. De nuevo, una aparición de un animal nos lo dice todo de ella: el protagonista, en las palabras inconexas que pronuncia, repite el nombre de Néstor; sus familiares lo reconocen como un perro que murió hace años. En una secuencia posterior, él y su hija se encuentran en unos grandes almacenes. De pronto, Bardem se abalanza sobre el perro que lleva una mujer, lo toma en brazos y lo achucha. El plano es amplio: el cánido aparece en manos de un Bardem visiblemente trastornado, mientras la dueña le chilla para que se lo devuelva y, de paso, para que «se vuelva a su país» —el personaje es mexicano y la cinta transcurre en EE. UU.—. Dos en una: golpe bajo emocional y crítica social facilona. Por si fuera poco, descubriremos más adelante que Néstor era también el nombre del hijo fallecido del protagonista. Como el gato en There Is No Evil, el perro queda convertido aquí en anti-imagen, en recurso de escritura. Además, en uno malo.

    The Roads Not Taken, a su vez, nos sirve como ejemplo de otro tema hacia el que queremos derivar esta crónica tan zoológica. El primer plano como cuestión moral, esta vez referida al animal más común en el arte cinematográfico. Las abundantes tomas del rostro de Bardem parecen simular un engaño muy común en el cine: que la cercanía al rostro humano conlleva un acercamiento profundo a lo que hay tras él. Pero este, claramente, no es el caso. Su protagonista, por mucho que estudiemos su fisionomía, nunca deja de ser una conceptualización del dolor, una tristeza que tiene más que ver con su enunciación (imposición, mejor) que con su carácter personal. A menudo, las películas confunden ambos términos. Eso es lo que ocurre, aunque no de una manera tan marcada, en Never Rarely Sometimes Always de Eliza Hittman. En su caso, no entraña un falseamiento de las emociones sino un posicionamiento excesivo que las fuerza. Hittman quiere levantar un discurso sobre el aborto, el machismo y demás presiones que sufre su protagonista adolescente. La intención es intachable, pero la voluntad alocutiva emborrona todo lo demás: cualquier gesto, cualquier acto, cualquier contingencia, forman parte de un sistema demasiado bien ensamblado, que reduce a esa protagonista a un concepto: víctima. El problema, claro, no está en representarla como tal, sino en que no sea otra cosa. O casi. Porque en Never Rarely Sometimes Always hay un primer plano que sí que logra superar este enquistamiento. Se trata de la escena que le da título, y en la que una trabajadora social hace a la chica protagonista una serie de preguntas sobre su entorno familiar y afectivo. El recurso de Hittman no puede ser más sencillo: mantenerla en primer plano durante toda la entrevista. Pero resulta que aquí aflora una auténtica cercanía algo inédita en el resto del metraje, demasiado obcecado en avanzar y significar. Solo con dejarle el tiempo suficiente, la verdad de un rostro impregna el plano y consigue que veamos una presencia contundente, una chica de diecisiete años que con nada más que sus reacciones a las preguntas manifiesta todo un pasado doloroso y reprimido. Qué diferencia la de este plano, por ejemplo, con una escena en la que su mejor amiga accede a magrearse con un chico para conseguirles alojamiento en Nueva York. En ella, Hittman corta a un plano detalle de las manos de las dos chicas entrelazándose fuera de la vista de él. El diseño de la situación, la escenografía, la inserción forzada del plano... Todo parece dispuesto para enunciar a toda prisa una idea —la de sororidad— y nada más que una idea.

    Never Rarely Sometimes Always, de Eliza Hittman; Effacer l'historique, de Benoît Delépine y Gustave Kervern;
    Le sel des larmes, de Philippe Garrel; Favolacce, de Damiano y Fabio D’Innocenzo.


    He aquí lo que queremos decir: que cuando el cine se encierra en sus propios significados preconcebidos, los primeros planos someten la libertad del rostro humano a las ideas fijadas por quien se encuentra tras la cámara, un rostro a su vez escudado en la invisibilidad. Una instrumentalización que, según el caso, puede ser despreciable. En Effacer l’historique (Benoît Delépine, Gustave Kervern), vemos el primer plano de una mujer que se confiesa impúdica ante la cámara: «Tengo una adicción, peor que cualquier droga... las series de televisión». Delépine y Kevern arman una sátira sobre la dependencia de las pantallas y los smartphones, sobre la era del control de datos y la dictadura de los trabajos basura (Glovoo y compañía). Lo cual sería una crítica bastante bienvenida si no fuera porque los realizadores la trazan mediante la humillación sistemática de sus personajes, convertidos en arquetipos tan ridiculizados que el efecto no es que nos riamos de nosotros mismos, sino de ellos. Ya saben, los alienados son los demás. La exhibición de un rostro lagrimeante en primer plano que se confiesa adicto a las series, entonces, no es tanto un gag como una exhibición implícita de superioridad. Resulta llamativo, en este sentido, los pocos comentarios a este respecto de Effacer l’historique frente a los ataques furibundos —algunos provenientes de cabeceras españolas muy conocidas— que ha recibido Le sel des larmes, de Philippe Garrel, por su presunto machismo. Llamativo porque Garrel, en efecto, filma a un personaje machista desde la cercanía. El problema es que no lo hace desde esa falsa cercanía humilladora, sino desde una comprensión real que lo traza como un tipo inmaduro y dañino demasiado parecido a nosotros mismos. Los primeros planos de Garrel son mucho más honestos con la verdad de sus rostros, y eso incomoda realmente. Porque ya no nos están diciendo «mira a este idiota», sino «mírate en este idiota». Algo parecido al primer caso ocurre con Favolacce (Damiano y Fabio D’Innocenzo), un ejercicio de crueldad a lo Lanthimos mal maridado con esos toques de fantasía vaga que han viralizado el cine italiano actual, y que somete a sus personajes a un escenario prediseñado de infortunios. De nuevo, abundan los primeros planos de rostros masculinos, con el mohín de asilvestramiento tan marcado —tan bien actuado— que no deje duda de que estamos ante monstruos posesivos y machistas, que en su monstruosidad nada tienen que ver con nosotros.

    Nos interesa también cómo hay películas que nos obligan a reconsiderar estos términos valorativos. DAU. Natasha (Jekaterina Oertel, Ilya Khrzhanovsky) viene justamente de un encierro prediseñado de sus imágenes, más que ninguna otra de las citadas. Porque el proyecto DAU, pergeñado por Khrzhanovsky hace casi una década, consistió en construir un decorado a la manera de un turbio centro de investigación soviético de mediados de siglo, y contratar a miles de actores para que vivieran permanentemente en él. Para hablar del férreo control estalinista, Khrzhanovsky ha querido revivirlo: los actores habitaron allí durante dos años, y al realizador ruso le interesaba que de sus fricciones y tensiones internas emergiera un material fílmico lo más auténtico posible. Esto es, lo que encierra las imágenes no son los planos sino la escenografía que les precede. Y el resultado, desde luego, es incómodo. Escenas de borrachera, de sexo y de tortura que se viven como reales sin que necesiten forzar la truculencia. Porque, aunque el escenario cree la clausura física, los planos tienen el efecto paradójico de recoger liberaciones repentinas del encierro interior de los personajes. Las discusiones de Natasha, la protagonista, con su compañera de trabajo o la muy gráfica escena de sexo que protagoniza no pueden definirse del todo como incómodas ni como bellas: hay en ellas tanto que se desata desde dentro que uno cae en la cuenta de que Khrzhanovsky quizá no buscara hablar de la opresión, sino de cómo convivir con ella a base de arrebatos de libertad. Y esa libertad, pese a que el último tercio del filme cuenta básicamente su sometimiento incondicional, no puede sentirse más viva en las imágenes de DAU. Natasha.

    DAU. Natasha, de Jekaterina Oertel e Ilya Khrzhanovsky; Undine, de Christian Petzold;
    Siberia, de Abel Ferrara; Voices in the Wind, de Nobuhiro Suwa.


    Este texto va tocando a su fin y nos dejamos muchas películas sin mencionar. En algunos casos, obras de las que esperábamos más y que nos dejan la sensación de pereza creativa, como Undine de Christian Petzold o Irradiés de Rithy Panh. Acerca de Petzold, el cineasta siempre ha sacado mucho partido de la indeterminación, de las finas fronteras entre niveles de realidad o tiempo que sugerían sus imágenes. Pero esta vez la indeterminación se le ha quedado en vaguedad estéril. En el de Panh, acusamos un foco demasiado amplio —habla, en general, de las víctimas de las guerras— y unos coqueteos con el exceso de estetización que ponen al conjunto en el límite de lo respetuoso. De Abel Ferrara y su Siberia no hablaremos de momento, dado que un visionado no nos ha bastado para valorarla. Hay películas que, por su radicalidad, necesitan verse con la cabeza despejada y lejos del bullicio de las salas llenas de periodistas desertando en masa. En otros casos, la programación de la Berlinale nos ha dado películas ahogadas en su ensalada de convenciones. Ya sean los tópicos manidos del cine criminal —caso de Berlin Alexanderplatz, de Burhan Qurbani— o los tópicos del cine de prestigio: ahí situamos el juego caprichoso con las temporalidades de Volevo nascondermi (Giorgio Diritti) o de Todos os mortos (Marco Dutra, Caetano Gotardo). Esta última, por cierto, es el caso de estudio más favorable a una hipótesis de que el cine de festivales ha dado lugar a un género en sí mismo.

    Como no queremos acabar con una nota negativa, mencionaremos por último Voices in the Wind, del japonés Nobuhiro Suwa. Porque si al inicio del texto referíamos a Bazin, aquí tenemos la película quizá más baziniana de todo el certamen. Un ejercicio de apertura creativa que se hila a partir de una anécdota menor. Haru, una adolescente que perdió a sus padres y su hermano en el terremoto y tsunami que sufrió la región de Tohoku de 2011, realiza un viaje catártico por la zona que acaba en el «teléfono del viento»: una cabina, existente en la realidad, abierta para que cualquiera pueda ir y hablar en ella a sus seres queridos fallecidos. Como siempre con Suwa, no importa tanto qué se cuenta sino el camino que escoge. Siguiendo su estilo habitual, la película está improvisada, rodada en localizaciones reales y con actores secundarios no profesionales fruto del encuentro. La cosa va desde una cena con migrantes en un kebab de Tokio a la revisitación de los lugares de Tohoku que fueron arrasados por el maremoto o evacuados por la radiación de Fukushima. Y aquí, lo hermoso es cómo Suwa pone su cámara ante las ruinas auténticas y las figuradas de su protagonista, en un viaje sanador (para un trauma que trasciende a una historia individual) y pleno de libertad. La libertad, y volvemos a donde empezamos, de confiar en que a veces basta dejar que el mundo, tal y como lo encontramos, invada los planos.


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / 70ª edición de la Berlinale


    Las diez mejores películas de...


    Miguel Muñoz Garnica
    1. The Woman Who Ran (Hong Sang-soo)
    2. Days (Tsai Ming-liang)
    3. First Cow (Kelly Reichardt)
    4. Voices in the Wind (Nobuhiro Suwa)
    5. À l'abordage (Guillaume Brac)
    6. Seishin 0 (Kazuhiro Soda)
    7. Le sel des larmes (Philippe Garrel)
    8. DAU. Natasha (Jekaterina Oertel, Ilya Khrzhanovsky)
    9. Sweet Thing (Alexandre Rockwell)
    10. Isabella (Matías Piñeiro)

    Mariona Borrull*
    1. Malmkrog (Cristi Puiu)
    2. First Cow (Kelly Reichardt)
    3. Never Rarely Sometimes Always (Eliza Hittman)
    4. Shirley (Josephine Decker)
    5. Siberia (Abel Ferrara)

    *La autora considera que el número de películas que pudo visionar durante el Festival no es el suficiente para que un top 10 sea representativo de una selección real, por lo que prefiere dejarlo en cinco.

    Rubén Seca
    1. Irradiés (Rithy Panh)
    2. Gunda (Victor Kossakovsky)
    3. First Cow (Kelly Reichardt)
    4. Kill It and Leave This Town (Mariusz Wilczynski)
    5. There Is No Evil (Mohammad Rasoulof)
    6. The Assistant (Kitty Green)
    7. Shirley (Josephine Decker)
    8. Malmkrog (Cristi Puiu)
    9. My Little Sister (Véronique Reymond, Stéphanie Chuat)
    10. Never Rarely Sometimes Always (Eliza Hittman)




    Anexo| Críticas publicadas de películas del festival.

    Voices in the Wind, de Nobuhiro Suwa
    Never Rarely Sometimes Always, de Eliza Hittman
    Undine, de Christian Petzold
    DAU. Natasha, de Ilya Khrzhanovsky y Jekaterina Oertel
    Shirley, de Josephine Decker
    Los conductos, de Camilo Restrepo
    Lúa vermella, de Lois Patiño
    Rizi (Days), de Tsai Ming-liang
    Malmkrog, de Cristi Puiu
    The Woman Who Ran, de Hong Sang-soo
    Le sel des larmes, de Philippe Garrel
    First Cow, de Kelly Reichardt
    Swimming Out Till The Sea Turns Blue, de Jia Zhangke

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