Memoria (intra)histórica
Crítica ★★★☆☆ de «Nuestras madres», de César Díaz.
Guatemala, Bélgica, Francia, 2019. Título original: Nuestras madres. Dirección y guión: César Díaz. Fotografía: Virginie Surdej. Sonido: Vincent Nouaille, Gilles Bernardeau, Emmanuel de Boissieu. Montaje: Damien Maestraggi. Intérpretes: Armando Espitia, Emma Dib, Música: Rémi Boubal. Productora: Delphine Schmit. Productora: Perspective Films. Productora asociada: Need Productions, Proximus, Cine Concepción. Presentación Festival de Cannes 2019. Premio Cámara de Oro a la mejor ópera prima. Duración: 77 minutos.
Es Nuestras madres una película pequeña, honesta, directa, concreta. Ni mejor ni peor interpretada, perfectamente criticable en algunas opciones de guion y de selección sonora acompañando a ciertos momentos culminantes de su desarrollo. Incluso la transición entre lo general y lo particular sería mejorable, y pese a ello deja la sensación confortable tras su visionado de una película acertada pese a sus desaciertos. Y no porque lo que se vea genere tranquilidad, ni comprensión con una durísima realidad, sino porque se cuenta bien, transmite bien lo que quiere que quede claro y toca un tema que, hasta en España, 80 años después de ocurrir, sigue molestando. La memoria, la recuperación de la esta y de los cuerpos de los desaparecidos es de pura justicia para con las víctimas. Procurar construir un relato que permita preservar de tergiversaciones las razones de los asesinatos y desapariciones, máxime cuando se trata de crímenes de estado, y mantener un contexto objetivo alejado de intereses políticos, es obligación internacional de todos los estados firmantes de las convenciones de la ONU contra la represión de la tortura y la persecución de las desapariciones forzadas. Guatemala, con toda su carga de violencia presente en la actualidad, y las conexiones no totalmente aclaradas entre poder, ejército, oligarquía y represión homicida, lo intenta a nivel institucional con supervisión internacional. En España continúa siendo la actuación particular la que sostiene el peso de la recuperación de los cuerpos enterrados en fosas cerrada, de cuajo, la vía judicial abierta en muchos países.
Nuestras madres de César Díaz es el primer largometraje del montador de Ixcanul y Temblores de Jayro Bustamante. Cuánto hay de uno y de otro en sus respectivas películas no puede determinarse, pero desde luego sí que hay esa sinergia que trata de recoger el testimonio oral de las comunidades mayas, reprimidas como pocas por las élites blancas de Centroamérica, incluidas su lengua y tradiciones, tratando de preservar el recuerdo del pasado más reciente y criminal que las ha perseguido; ya haya sido mediante abusos sexuales a las mujeres, feminicidios o asesinatos masivos de poblaciones completas bajo la excusa de dar amparo a la guerrilla de izquierdas, no desde luego, cuando el amparo, forzado, se otorgaba a los paramilitares y escuadrones de la muerte. La relación de esta película con El síndrome del vinagre es inmediata y automática, aunque en ese caso los documentalistas fueran españoles. La película de Díaz parecería una prolongación de la de Gutiérrez y Aguilar, pero donde las mujeres eran protagonistas absolutas de su dolor, en Nuestras madres son sustituidas, como hilo conductor, por un joven antropólogo que trabaja en un instituto de medicina legal de la capital recabando las historias verbalizadas por los familiares y recopilando los restos que van apareciendo en las diferentes fosas comunes repartidas por el país, tratando de completar ese relato que mantiene miles de páginas en blanco esperando un relato que la víctima merece.
Un plano casi idéntico abre y cierra la película, un plano primoroso y respetuoso. Sobre una mesa forense el antropólogo reconstruye, en ambos momentos, un esqueleto completo coronado por un cráneo donde se aprecian los efectos del disparo ejecutor. Hay algo de ritual, de unión entre el presente, el pasado cercano y la herencia indígena en el cuidado con el que el profesional reconstruye y coloca unos restos que, una vez completado el esqueleto, van a terminar recogidos en una caja a la espera de los resultados del ADN para su posterior entrega a los familiares supervivientes. Cuando al final de la historia Ernesto (Armando Espitia) repite movimientos y resultados ya no lo hace desde el dolor genérico de la injusticia, sino desde el cierre de un círculo personal en el que ha resuelto una incógnita de su pasado mientras se ha abierto un abismo identitario como consecuencia de sus investigaciones fuera de protocolo. Y ello sucede porque Ernesto es hijo de un líder guerrillero desaparecido y buscado sin éxito durante años. Ese silencio y renuencia de la madre a tratar el tema podría interpretarse como la existencia de ese dolor que no se quiere remover, de la innecesaridad de encontrar unos huesos, aunque realmente se esconde una vuelta de tuerca de la historia que le da un sentido más personalísimo al devenir del personaje principal.
▼ Nuestras madres, César Díaz.
Cámara de Oro a la mejor opera prima del Festival de Cannes.
Cámara de Oro a la mejor opera prima del Festival de Cannes.
«La película no habla de nombres ni número de muertos, pero no conviene olvidar que las comunidades mayas fueron declaradas enemigas del estado por la dictadura militar y económica del país, éste es el sustrato de una película valiente y notable pese a sus altibajos que termina incidiendo en lo esencial, y la imagen de esos dos esqueletos, inicial y final, son la gran defensa del proyecto».
Es en esa transición entre lo general de la constancia del genocidio, de las violaciones, de las desapariciones, de las ejecuciones sumarias y arbitrarias; al caso particular de Ernesto, donde la película sufre las consecuencias de un forzado cambio de foco y pérdida de coherencia que se equilibra cuando el director recuerda ese necesario punto de vista global y vuelve al mismo. Para que las preocupaciones del protagonista no absorban la esencia del filme, Díaz habla, hasta con los silencios de los rostros de las mujeres supervivientes de cómo, algo tan abrumadoramente doloroso para un país, no pierde su trascendencia e importancia individual. Si la película se resiente cuando abandona ese tono documental al primar la narrativa de invención sobre los aspectos reales de las personas que rodean a Ernesto, la herida se restaña rápidamente uniendo con buen sentido, la búsqueda personal con ese daño general al país a través de la herramienta del juicio por delitos contra la humanidad celebrado en Guatemala. Ya no es tanto el proceso, cuya presencia se coloca siempre en segundo plano de las acciones de los protagonistas; sino la posibilidad de hablar, de contar, de revelar lo ocurrido en público, aunque sea sin perder ese miedo a la represalia, pero al menos obteniendo el amparo del sistema para denunciar lo que el propio sistema alentó y encubrió. En 2018, tras una discutible sentencia del Tribunal Constitucional guatemalteco, se volvió a juzgar a la cúpula militar por el genocidio de más de 1000 ixiles bajo la dictadura de Ríos Montt, y se volvió a condenar a quienes no habían muerto, pues entonces el genocida ya había fallecido. La película no habla de nombres ni número de muertos, pero no conviene olvidar que las comunidades mayas fueron declaradas enemigas del estado por la dictadura militar y económica del país, éste es el sustrato de una película valiente y notable pese a sus altibajos que termina incidiendo en lo esencial, y la imagen de esos dos esqueletos, inicial y final, son la gran defensa del proyecto | ★★★☆☆
© Revista EAM / Valladolid