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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Los conductos

    ¿Habrá futuro para Colombia?

    Crítica ★★★★☆ de «Los conductos», de Camilo Restrepo.

    Colombia, 2020. Título original: Los conductos. Dirección y guion: Camilo Restrepo. Fotografía: Guillaume Mazloum. Asistente de cámara: Cécile Plais. Edición: Camilo Restrepo. Música:Arthur B. Gillette. Diseño de sonido: Josefina Rodriguez. Mezcla de sonido: Mathieu Farnarier. Producción ejecutiva: Adriana Agudelo. Productores: Helen Olive, Martin Bertier, Felipe Guerrero. Coproductores: Andre Mielnik, Gustavo Beck, Simon Velez. Compañías productoras: If You Hold a Stone, Montañero Cine. 70 minutos. Intérpretes: Luis Felipe Lozano, Fernando Husaga. Presentación en el festival de Berlín de 2020.

    En medio de la noche se escucha el sonido de una reja al cerrarse, simultáneamente, en el breve y escaso haz de luz procedente de una farola aparece, parcialmente, el rostro de Pinky quien, al retroceder hacia la oscuridad, da paso a una mano que empuña una pistola y dispara. Es el primer acto violento de una fulgurante sucesión en el que, tras el ruido de un cuerpo al caer, la imagen se centra en una camisa blanca con un pequeño círculo rojo en el pecho, desde el que, poco a poco, se extiende la sangre. Retengamos la imagen del círculo sin fondo. No sabemos nada ni del muerto ni del asesino, pero quizás esto no deje de ser premeditado, que en un mundo hiperviolento, cualquiera puede matar y cualquiera puede morir, solo hace falta estar en el momento inadecuado en el lugar erróneo. Así empieza Los conductos, el esperado y deseado primer largometraje de Camilo Restrepo después de sus grandes cortometrajes La impresión de una guerra, Cilaos y La Bouche, con los que guarda no pocas concomitancias estilísticas y formales. Luis Felipe Lozano, Pinky, hace de sí mismo con la solvencia de quien parece recién extraído de cualquier suburbio centro o sudamericano, con la mirada henchida de violencia, de rencor, de ira, de rabia. Pinky procede de Bogotá, pero podía ser de Medellín, de Cali, Barranquilla o Santa Marta, lo mismo que es colombiano como podría ser guatemalteco, brasileño, hondureño, mexicano, salvadoreño... Lo que Restrepo filma puede necesitar un cierto conocimiento previo de la realidad del continente para comprender muchas de las paradojas que las imágenes ofrecen, pero también es cierto que la fuerza de sus imágenes elimina muchas de esas barreras y permiten extraer un mensaje global en momentos de neurosis colectiva.

    Los círculos van apareciendo y haciendo las funciones de puntos y aparte que van uniendo las fases de la historia y, además de representar esos conductos que conectan realidades paralelas donde millones de personas se mueven como si no formaran parte de un país, transmiten la idea de un sinfín, de un círculo vicioso que comunica, sí, pero al tiempo demuestra la existencia de un vacío irrellenable para generaciones y generaciones de personas que fueron jóvenes en edad pero perdieron el futuro antes de asomarse al mismo, si seguimos el borde del círculo llegamos al mismo lugar, si nos adentramos en el interior no sabemos si tocaremos fondo. Al círculo perfecto que deja la bala en la camisa le sigue el círculo de un depósito de una moto, la silueta de la luna, la máquinaria donde se falsifican prendas deportivas de marca, la manguera de la que se extrae el cobre revendido como chatarra. El mundo real está horadado como si fuera una gusanera aunque su aspecto exterior, desde las alturas que rodean Bogotá, transmite la idea de una urbe ordenada estructurada por clases sociales; sólo hay que encontrar el conducto que comunica al mundo con los elegidos, lo que no está tan claro es que mundo y elegidos puedan coexistir, o no al menos en la propuesta de Restrepo. Este es el lenguaje que usa el protagonista, el «mundo» frente a esta secta iniciática dedicada a robar, matar, dominar, hacer un trabajo de transformación para que el odio por la sociedad termine por modificar el presente, la suma de los odios particulares hace crecer el amor entre los elegidos.

    El uso de la imagen en 16 mm, la imperfección de la definición de los contornos, acostumbrados como estamos al perfil inmaculado de la era digital, el diseño de sonido que coopera en crear entornos de irrealidad y nocturnidad amenazante, ayuda a que la historia recuerde al pasado, pero no conviene olvidar que se nos cuenta en tiempo presente con vocación de futuro. En Pinky no costaría reconocer a niños procedentes de la pornomiseria enganchados a la bolsa de pegamento cuya única salida era integrarse en bandas violentas que terminarían sobreviviendo, y muriendo, en el mundo del narco. «Esta es mi vida» adorna la culata del revólver que acompaña al joven, obedeciendo a un «padre» al que nunca vemos pero que pudiera ser ese muerto inicial, o el propio país que produce esta alienación juvenil huérfana de posibilidades. Se construye un país a base de violencia encontrando mano de obra barata dentro de los círculos criminales que, como escribió Dante, no dejan de ser una espiral que conduce, nivel tras nivel, al infierno, el personal de Pinky, pero también al de una carcoma social de la que el poder no es ajeno. La huida de Pinky no deja de ser un acto de libertad para romper una cadena invisible, pero es, sobre todo, un acto de valentía, un arrebato individual necesario para que ese círculo deje de encerrar a todo un conjunto de generaciones condenadas a repetir una historia de violencia. La orfandad entendida como ausencia de futuro conduce a todos los Pinkys de Colombia, o del tercer mundo, a convertirse en seres reemplazables a coste cero. Expulsados de todo lo que supone sociedad organizada cooperan a la hora de crear sus propias normas y estructuras de apoyo buscando un líder, un padre. Los estados que albergan estados ocultos bajo los conductos de los que, como cloacas, los poderes legales y los poderes en la sombra se retroalimentan.

    Los conductos, Camilo Restrepo.
    La mejor ópera prima de la pasada edición de la Berlinale.

    «Restrepo está anunciando, como el poeta, porque «Los conductos» está repleta de poesía social, de poesía histórica exenta de epopeya, que el futuro de Colombia será constantemente regado por sangre y dolor si nadie es capaz de ofrecer un futuro a su juventud. El director construye una ficción para retratar una coyuntura donde no hay nada más mortal que la vida».


    Que unos payasos se conviertan en referente nacional por dedicarse a medir la profundidad de los huecos que van apareciendo por la ciudad sería risible si no fuera por la tragedia que oculta ese dato de ineficacia, crimen y corrupción. El hueco enseña la corrupción de los políticos, pero el público se ríe del payaso y no estalla contra el criminal porque es necio. No hay respiro en la película de Restrepo, hay un rebelde dispuesto a cambiar de vida, a vestir de blanco, a convertirse en un mesías de un nuevo movimiento y abandonar las armas, aunque para ello necesita refundarse, resucitar de las cenizas. La luz del día ya no puede ocultar tanta mugre como la que rodea a todos los obreros de la mafia. Para salir de entre los elegidos hay que aceptar convertirse en mendigo, en un «zombi color mugre» que puede ser extirpado del mundo por los jíbaros (en Colombia el narco), la policía o los grupos de limpieza social. Sólo aceptando que de lo viejo puede salir lo nuevo un país, al completo, puede regenerarse. Se necesita para ello un fuego magmático, blanco, informe, sin sonido, que todo lo arrase y todo lo purifique. El acto simbólico de desprenderse de una pistola es desprenderse de «ésta es mi vida», quizás solo así pueda encontrarse la salida del conducto y volver al aire limpio y alejado de la violencia global.

    En Pinky hay un desdoblamiento que le conduce a «Desquite», mitad asesino mitad revolucionario, mitad líder mitad psicópata. El «Desquite» al que acompaña Pinky es la imagen de aquello a lo que no quiere terminar pareciéndose pero que es una constante en la historia de Colombia. O agostarse en la masa de la uniformidad sumisa o saberse condenado a morir violentamente, como escribe el poeta Gonzalo Arango hablando del verdadero «Desquite», personaje histórico que sobrevuela toda la película de Restrepo como un imán que atrae al protagonista pero del que quiere, definitivamente, distanciarse. Escribe Arango «¿qué le dirá Dios a este bandido? Nada que Dios no sepa: que los hombres no matan porque nacieron asesinos, sino que son asesinos porque la sociedad en que nacieron les negó el derecho a ser hombres. Menos mal que Desquite no irá al Infierno, pues él ya pagó sus culpas en el infierno sin esperanzas de su patria. Pero tampoco irá al Cielo porque su ideal de salvación fue inhumano, y descargó sus odios eligiendo las víctimas entre inocentes.». Restrepo está anunciando, como el poeta, porque «Los conductos» está repleta de poesía social, de poesía histórica exenta de epopeya, que el futuro de Colombia será constantemente regado por sangre y dolor si nadie es capaz de ofrecer un futuro a su juventud. El director construye una ficción para retratar una coyuntura donde no hay nada más mortal que la vida. En el futuro sabremos si Pinky consiguió abandonar la violencia, porque la película se abre a la esperanza de un cambio, pero en el presente de Colombia, dejando aparte las guerras del narco, la caza al hombre se ha trasladado a los líderes medioambientales y a los exguerrilleros que creyeron que era mejor un mundo en paz. Si continúa la masacre volverán los «Desquites» que nunca terminaron de irse | ★★★★☆


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid



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