El adiós de una leyenda
Kirk Douglas, el último gran mito de una época gloriosa.
Tenía 103 años. Una avanzadísima edad que le había convertido en el último gran exponente vivo del Hollywood dorado, junto a la también inmortal Olivia de Havilland. Kirk Douglas ha tenido una vida larga e intensa, desde que naciera en Nueva York, en aquel lejano 1916, dentro de una humilde familia de campesinos judíos, de origen ruso, hasta su despedida este 5 de febrero, rodeado de su familia. A lo largo de su vida, sobrevivió a un accidente de helicóptero en el que hubieron dos víctimas mortales, a una trombosis que le dejó prácticamente paralizado y a una aplopejía que le acabó privando del habla, y, aun así, continuó demostrando su gran carácter y honestidad, así como unos férreos ideales que, allá por la década de los 50, le llevaron a luchar contra aquel macartismo que persiguió a numerosos profesionales del celuloide por sus ideas comunistas, siendo incluidos en una vergonzosa lista negra que les cerró puertas para trabajar. Padre de 4 hijos, entre ellos el excelente actor Michael Douglas (fruto de su primer matrimonio con la actriz Diana Dill), Kirk se labró una carrera como intérprete de lo más extensa (92 películas), donde tocó todos los registros posibles, haciendo siempre gala de una profesionalidad a prueba de bombas y demostrando que no había género que se le resistiese. Empezó haciendo sus pinitos en teatro, tras estudiar en la prestigiosa Academia Norteamericana de Arte Dramático. Allí conoció a Lauren Bacall, que le consiguió un papel en El extraño amor de Martha Ivers (Lewis Milestone, 1946), justo un año antes de secundar a Robert Mitchum en una de las cumbres del cine negro de todos los tiempos, Retorno al pasado (Jacques Tourneur, 1947). Pero sería 1949 el año más decisivo para su carrera, ya que fue cuando alcanzó sus dos primeros grandes éxitos como protagonista, en el drama pugilístico El ídolo de barro (Mark Robson), donde mostró unas estupendas aptitudes físicas encarnando a un boxeador y logró su primera nominación al Oscar, y en el gran melodrama Carta a tres esposas (Joseph L. Mankiewicz).
A partir de ahí, muchos fueron los papeles inolvidables que Douglas dejó para el recuerdo, como los desempeñados en biopics como El trompetista (Michael Curtiz, 1950) –basado en la vida de Bix Beiderbecke– o El loco del pelo rojo (Vicente Minnelli, 1956), por la que compitió a otro Oscar dando vida al pintor Vincent Van Gogh. Dejó su marca en el western gracias a clásicos del calibre de Camino de la horca (Raoul Walsh, 1951), Río de sangre (Howard Hawks, 1952), La pradera sin ley (King Vidor, 1955), Duelo de titanes (John Sturges, 1957), El último tren de Gun Hill (John Sturges, 1959), El último atardecer (Robert Aldrich, 1961), Los valientes andan solos (David Miller, 1962) o El día de los tramposos (Joseph L. Mankiewicz, 1970), del mismo modo que interpretó a héroes aventureros de una pieza tan memorables como los de Ulises (Mario Camerini, 1954), 20000 leguas de viaje submarino (Richard Fleischer, 1954), Los vikingos (Richard Fleischer, 1958), Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) –por el que será mayormente recordado para futuras generaciones de cinéfilos– o Los héroes de Telemark (Anthony Mann, 1965). En este registro épico solo encontró rival en otro grande como Charlton Heston, al que, no obstante, aventajaba considerabemente como actor dramático. Así, estuvo genial, tanto en cine negro como en drama, en destacadas obras como Brigada 21 (William Wyler, 1951), El gran carnaval (Billy Wilder, 1951), Cautivos del mal (Vicente Minnelli, 1952) –nueva nominación al Oscar por ser un productor de cine tiránico–, Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), Un extraño en mi vida (Richard Quine, 1960), Ciudad sin piedad (Gottfried Reinhardt, 1961), Dos semanas en otra ciudad (Vicente Minnelli, 1962), Siete días de mayo (John Frankenheimer, 1964), Primera victoria (Otto Preminger, 1965), ¿Arde París? (René Clément, 1966) o El compromiso (Elia Kazan, 1969). También para el género fantástico dejó algunas cintas menores pero tan entrañables como La furia (Brian De Palma, 1978), Saturno 3 (Stanley Donen, 1979) o El final de la cuenta atrás (Don Taylor, 1980). Este legado tan ecléctico como envidiable justifica plenamente su nombre como, no solo una de las grandes estrellas que el séptimo arte ha conocido a lo largo de su historia, sino también como uno de los mejores actores que han pasado por la gran pantalla. Se ha ido toda una leyenda, uno de los contados supervivientes que quedaban de un cine que, por desgracia, cada vez está más extinto, y del que, a estas alturas, cualquier halago que se le pueda hacer, está de más, ya que su intachable trayectoria humana y artística hablan por sí solas. Descanse en paz, Kirk Douglas.
© Revista EAM / Madrid