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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Las golondrinas de Kabul

    Dibujos en el encierro

    Crítica ★★★☆☆ de «Las golondrinas de Kabul», de Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec.

    Francia, 2019. Título original: Les hirondelles de Kaboul. Dirección: Zabou Breitman, Eléa Gobbé-Mévellec. Guion: Zabou Breitman, Patricia Mortagne, Sébastien Tavel (Libro: Yasmina Khadra). Producción: arte France Cinéma, Les Armateurs. Música: Alexis Rault. Presentación oficial: Un Certain Regard, Festival de Cannes. Duración: 80 minutos.

    Es verano de 1998 en Kabul, la capital de Afganistán. En una calle, una mujer está a punto de ser dilapidada. Un joven (voz de Swann Arlaud) mira la escena y, después de dudar unos momentos, lanza una piedra junto con el resto de hombres coléricos. De regreso a casa, Mohsen, el joven de la piedra, se muestra taciturno con Zunaira (Zita Hanrot), su pareja, una alegre artista que debe escuchar forzadamente música con auriculares y que ansía un futuro mejor para su país. Mohsen y Zunaira son profesionistas en busca de una vía de resistencia al régimen talibán; y la posibilidad de dar clases en una escuela clandestina parece serlo. Ambos representan la esperanza entre la tiranía; contrastan con otra pareja conformada por Atiq (Simon Abkarian), un veterano de guerra que trabaja como guardián en una prisión de mujeres, y su Musarat (Hiam Abbass), que padece una enfermedad terminal. Los destinos de las parejas se cruzan a causa de un terrible accidente para explorar temas como el amor, la pérdida o el encarcelamiento femenino —el burka como una suerte de prisión.

    Las golondrinas de Kabul está basada en la novela homónima de Yasmina Khadra (seudónimo femenino del escritor argelino Mohammed Moulessehou) y cuenta con la dirección de Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec, esta última animatriz de Ernst & Celestine (2012), película con la que mantiene los detalles de las líneas intermitentes en los contornos de los personajes, o las insinuaciones del color, que, como en toda acuarela, no ocupan por completo el espacio y resaltan los blancos, los vacíos. Precisamente, y atendiendo a referencias, a la hora de abordar el trabajo de este tándem de directoras resulta interesante volver a obras como Osama (2003) y El pan de la guerra (2017). Ambas, desde sus propios géneros (la segunda también es una animación), tratan de las distintas formas de violencia hacia las mujeres, desde el enclaustramiento hasta la muerte, a partir de las historias de niñas que deben «transformarse» en varones para poder comer y trabajar. Si en Osama la película comenzaba presentando la manifestación (y su terrible represión) de cientos de mujeres en burka vistas desde el punto de vista de un documentalista extranjero, Las golondrinas de Kabul está en un punto intermedio entre el realismo crudo de ésta y la metaficción de El pan de la guerra, que transita entre los horrores del régimen talibán con sus desapariciones forzadas y la belleza de los cuentos infantiles. De esta manera, la clave está en la representación. La animación, en su relación con la realidad, puede trastocarla, narrarla desde el recuerdo o la fantasía para evocarla, no le debe ningún registro fidedigno. Bajo este recurso se ha podido salir del silencio de la guerra, una posible respuesta a lo que se preguntó alguna vez el poeta Paul Celan sobre si era posible escribir poesía después de Auschwitz; así dibujó Art Spiegelman la vida de su padre en los campos de concentración en la novela gráfica Maus, sus dibujos son vínculo entre la realidad y la memoria y funcionan como representación abierta, como los bordes con acuarela que no terminan de llenarse o el relato mítico que enmarca la infancia.

    De ahí el énfasis de Las golondrinas de Kabul en el arte como elemento lúdico y, a su vez, como herramienta política. Zunaira tiene ocultos tras las cortinas de su hogar dibujos en los que aparecen caracterizados Mohsen y ella. De este modo, el rostro de Mohnsen se convierten en talismán y sus dibujos en icono de resiliencia durante los encierros tanto en casa como en la prisión. Si en Maus el dibujo le hacía frente al trauma de la guerra, en Las golondrinas de Kabul, la acuarela busca, como Zunaira, evocar la belleza como transgresión. Por ello en algún instante vemos árboles muy verdes entre el calor abrasador (el árbol-esperanza) y por tras estos vemos un grupo de golondrinas negras volar, un ave asociada al vuelo migratorio. En ese sentido, en el filme funciona como figura antitética de la prisión y del encierro y como un símil del anhelo de la libertad femenina. En la mística sufí, un cautivo puede transformarse en una golondrina; así lo narra el filósofo Ibn Arabi en un cuento en el que un prisionero que cree poder transmutar en dicho ave para ver a su familia. De esta forma, Las golondrinas de Kabul porta sus propias lecturas sobre la libertad y la negación que deshace el binomio compuesto por el destino y las acciones humanas, porque, como en muchos relatos sobre la guerra, la película se suma a la premisa de que ante el terror importa lo humano y todo lo que lo colorea: el arte, el perdón, el amor. En esa tradición, la propuesta de Breitman-Gobbé se guía por la premisa de los afectos como pequeños actos de rebeldía; recordatorios de lo que nos distingue y que invitan a la resistencia | ★★★☆☆


    Karina Solórzano |
    © Revista EAM / México


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