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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | First Cow

    First Cow

    Dos hombres y un vacuno

    Crítica ★★☆ de «First Cow», de Kelly Reichardt.

    Estados Unidos, 2019. Título original: First Cow. Dirección: Kelly Reichardt. Guion: Jonathan Raymond, Kelly Reichardt. Compañía productora: Film Science. Fotografía: Christopher Blauvelt. Música: William Tyler. Montaje: Kelly Reichardt. Diseño de producción: Anthony Gasparro. Producción: Eli Bush, Neil Kopp, Louise Lovegrove, Scott Rudin, Vincent Savino, Anish Savjani. Reparto: John Magaro, Orion Lee, Toby Jones, Ewen Bremner, Scott Shepherd, Gary Farmer, Lily Gladstone, Alia Shawkat, Rene Auberjonois, Jared Kasowski, Dylan Smith, Todd A. Robinson, John Keating, T. Dan Hopkins, Ted Rooney, Patrick D. Green, Clayton Nemrow, Jeb Berrier. Duración: 121 minutos.

    Al hacerse la luz en la pantalla, vemos antes que nada un barco carguero moderno que atraviesa un río. La presencia de tal elemento nos despista de entrada, dado que se supone que estamos ante una historia ambientada en Oregón a comienzos del siglo XIX. Entonces, otro eco se activa. Una mujer que recorre el bosque junto a un perro nos remite por momentos a Wendy & Lucy, que en buena medida es un western contemporáneo sobre una forastera que se busca la vida en tierras lejanas y hostiles. Siguiendo un rastro que olfatea su perro, este trasunto de Wendy —así nos gusta imaginarla— desentierra dos esqueletos sepultados en una postura muy llamativa: cogidos de la mano. Y así, tras este pequeño ejercicio de arqueología, Reichardt salta a unas manos que, unos doscientos años atrás, peinan esa misma tierra en busca de setas. Con este prólogo, la directora define su aproximación a las coordenadas temporales y geográficas del western. Como ya hiciera en Meek's Cutoff, se trata de volver a contar un espacio tan mitologizado por el cine americano. En aquella, la travesía de colonos por el desierto inexplorado daba lugar a un relato fundacional depurado de todas las convenciones que uno esperaría del Lejano Oeste. Ni siquiera una convención tan elemental como el lenguaje servía de algo ante el extravío de sus personajes y su encuentro con un indio con el que eran incapaces de comunicarse. Meek's Cutoff estaba escrita con acciones sobre el paisaje virgen. Gran parte de su fuerza radicaba, precisamente, en la inalterabilidad de su escenario, en su forma de salvar la distancia temporal del presente mediante la rotundidad de ese espacio natural. La cámara estaba ahí, atravesando colinas y ríos con nada más que un puñado de personajes y cosas a las que uno, si quería, podía poner nombre. Otra cosa es que ese nombre importara algo.

    Pues bien, First Cow es a la vez continuación y reverso de Meek's Cutoff. De nuevo, Reichardt conduce su atracción por el Oeste por la vía del (re)descubrimiento —que no, y a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, del posicionamiento—. Pero esta vez, en lugar del paisaje, su materia prima son los gestos y, digámoslo así de momento, sus continuidades materiales. Si First Cow funciona como reverso de Meek's Cutoff, entonces, es porque aquí no importa la inmutabilidad del espacio salvaje sino los restos que este ha ocultado de su superficie. Lejos de entrañar un distanciamiento, la arqueología de su prólogo es la forma más sincera de hallar la cercanía con la historia que Reichardt despliega. Desenterrar la huella del gesto antes de reconstruir el afecto que la ha moldeado. En esencia, y de nuevo a diferencia de Meek's Cutoff, estamos ante una historia sobre el deseo de sedentarismo y las relaciones íntimas que lo despiertan. A Cookie (John Magaro), uno de los protagonistas, lo conocemos en primera instancia como un cocinero al servicio de una expedición de tramperos. Enseguida, su personalidad sensible contrasta con la rudeza de sus compañeros de viaje, nómadas perennes a la caza de la oportunidad de enriquecimiento del momento —en este caso, el comercio con las pieles de castor—. Cookie es el tipo que no encaja con las fogatas y las acampadas al raso, sino con las mecedoras junto a la chimenea. Para desatar este deseo latente, basta con juntarle con un alma afín: King-lu (Orion Lee), un inmigrante chino en apuros que Cookie encuentra durante la expedición y al que presta su ayuda. En adelante, y tal como la ha definido su directora, First Cow no es más que la historia de amistad entre dos hombres... y una vaca.

    First Cow, Kelly Reichardt.
    Presentada en la sección oficial de la Berlinale.

    «La historia es mínima. Reichardt cuenta poco más que la cercanía entre sus dos protagonistas, y sus tribulaciones para conseguir dinero y una vida mejor en un entorno tan hostil. Al igual que hace la cineasta con tal entorno, Cookie y King-lu terminan por aportarle dulzura. En términos de puesta en escena, sin embargo, First Cow está llena de vida».


    Como de costumbre, Reichardt brilla en su control de la puesta en escena. De los muchos ejemplos que podríamos tomar, nos quedamos con la secuencia en la que enuncia visualmente el vínculo consolidado entre Cookie y King-lu. Ya separados de la expedición de tramperos, este último ofrece a Cookie vivir juntos en la humilde cabaña que tiene cerca de un poblado. King-lu abre los postigos, deja entrar el aire y se va a sacar agua del pozo, e institivamente Cookie le acompaña empuñando una escoba con la que comienza a barrer la casa. El plano pasa entonces al interior, encuadrando en término medio la puerta de entrada y una ventana contigua: delante, vemos a Cookie barrer. Al fondo, reencuadrado a su vez por el rectángulo de la ventana, King-lu trabaja fuera. El escenario de la casa y el juego de capas del plano enuncian visualmente la sintonía entre ambos. Pero, sobre todo, la composición se carga de fuerza por la atención de Reichardt a los gestos. En primer lugar, porque es capaz de comprender el entorno de unos caracteres en continua lucha por la supervivencia, y por tanto en continua actividad manual. Barrer, revestir paredes y extraer agua son acciones mucho más importantes cuando la vida depende de ellas. De modo que cada uno de estos trabajos, realizados en ese espacio compartido que crea el encuadre, se carga de muchas más significaciones que cualquier palabra. En segundo lugar, la maestría de la cineasta americana radica en cómo traslada estas dimensiones del gesto a los objetos que lo acompañan. La escoba que Cookie emplea en esta escena, por ejemplo, nos aporta la familiaridad de lo cotidiano, pero también cierta distancia. Porque su carácter abiertamente artesanal, su diseño rudimentario, nos indica que no es solo el apoyo al trabajo del personaje: es igualmente el fruto de su labor de fabricación. Las relaciones con los objetos cotidianos son muy distintas a las nuestras, y la cineasta sabe recalcarlo. De ahí lo crucial que resulta la arqueología explicitada en el prólogo. La atención meticulosa de Reichardt a los útiles de la época no se trata de simple corrección histórica, sino de atención al lenguaje propio de sus personajes.

    En términos de manual de guion, la historia de First Cow es mínima. Reichardt cuenta poco más que la cercanía entre sus dos protagonistas, y sus tribulaciones para conseguir dinero y una vida mejor en un entorno tan hostil —en especial para sedentarios sensibles como ellos—. Al igual que hace la cineasta con tal entorno, Cookie y King-lu terminan por aportarle dulzura. En su sentido más literal incluso. El negocio con el que despegan, y para el que tienen que robar a diario la leche de una vaca propiedad de un empresario adinerado establecido en la zona, es un puesto de venta de galletas de mantequilla. En términos de puesta en escena, sin embargo, First Cow está llena de vida. De planos (como el ya citado) capaces de extraer la intimidad invisible creada entre los dos hombres, el alma infantil de un trampero harapiento que recuerda su infancia al morder una galleta, el afecto que la vaca muestra a su ordeñador clandestino con un espontáneo movimiento de cabeza (y que, por desgracia para él, le delata) o el frágil equilibrio del modo de vida que Cookie y King-lu han encontrado expresado en la recurrencia a sus objetos cotidianos. Sin querer desvelar mucho, les invitamos a que observen el uso de la batidora de varillas de Cookie, uno de los atrezos más llamativos que la cineasta va mostrando en distintos momentos de la película. Que, cerca del final, King-lu lo halle tirado y roto fuera de su casa nos transmite mucho más sobre la triste imposibilidad de su sueño que cualquier otra cosa. El logro mayor de First Cow, dicho en corto, es que a pesar de que comience mostrando la tumba de sus protagonistas, todo en ella respire con tanta viveza. | ★★★★☆


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / 70ª edición de la Berlinale


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