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    Cine Alemán Siglo XXI

    Las 10 mejores películas de 2019

    Las 10 mejores películas de 2019

    La redacción de EAM elige los mejores filmes del año estrenados en España.

    Nos resulta muy forzada esa manía de tachar de «buena» o «mala» la cosecha cinematográfica de cada año. Por nuestras limitaciones a la hora de ver todo lo que se produce y por la imposibilidad de un baremo que sostenga tales calificativos. Pero, atendiendo a la lista que presentamos, no podemos evitar la sensación de que por la cartelera española han pasado este 2019 muchas grandes películas. Y frente al empeño de los medios generalistas en glorificar únicamente lo que hace Netflix y demás gigantes del audiovisual norteamericano, el resultado debería ser ante todo una celebración del trabajo de las distribuidoras hispanas. Vale la pena que les pongamos nombre a las felicitaciones: Avalon, La Aventura, Golem, Capricci, Karma Films, Numax y Surtsey Films, todas ellas distribuidoras nacionales, tienen un título entre las diez primeras. Compañías como estas son las que mantienen, pese a las inclemencias, su apuesta por la experiencia en sala y su riesgo en traer filmes que están lejos de garantizar el taquillazo, pero que elevan el nivel y la heterodoxia de las carteleras. No podemos olvidar cómo cierto crítico muy prominente le vaticinó una carrera comercial nula a la obra que lidera este listado. Y es más que probable que otras distribuidoras menos intrépidas se hubieran echado atrás con una película china de cuatro horas o una turca de tres. Que hayan llegado a los cines y que encabecen este top es una pequeña demostración de que el buen cine puede trascender etiquetas supuestamente disuasorias como la nacionalidad o la duración. Desearíamos, por supuesto, que estos filmes hubieran tenido más pantallas y hubieran llegado a más ciudades que lo que permitió su (en muchos casos) humilde distribución. Sobre todo ante las prácticas abusivas de ciertas majors para ahogar a la competencia. En cualquier caso, han estado ahí para recordarnos que el cine es un medio lleno de posibilidades y libertad. Con el afán de no olvidarlo y celebrando a quienes se esfuerzan por mantenerlo así, EAM encara el nuevo año y década que comienzan. Muchas gracias por acompañarnos en este desvelo.

    Menciones de honor:

    20| Sauvage (Camille Vidal-Naquet, Francia, 2018), 75 puntos.
    19| Leto (Kirill Serebrennikov, Rusia, 2018), 76 puntos.
    18| Midsommar (Ari Aster, EE.UU, 2019), 80 puntos.
    17| El traidor (Il traditore, Marco Bellocchio, Italia, 2019), 90 puntos.
    16| La ceniza es el blanco más puro (江湖儿女, Jia Zhang-ke, China, 2018), 102 puntos.
    15| El hotel a orillas del río (강변 호텔, Hong Sang-soo, Corea del Sur, 2018), 108 puntos.
    14| Joker (Todd Phillips, EE.UU., 2019), 117 puntos.
    13| La favorita (The favourite, Yorgos Lanthimos, Reino Unido, 2018), 124 puntos.
    12| Historia de un matrimonio (Marriage Story, Noah Baumbach, EE.UU., 2019), 128 puntos.
    11| El irlandés (The Irishman, Martin Scorsese, EE.UU., 2019), 139 puntos.

    A continuación, las diez mejores películas estrenadas en España durante 2019 elegidas por la redacción de El antepenúltimo mohicano.

    10| LARGO VIAJE HACIA LA NOCHE

    地球最後的夜晚, Bi Gan, China, 2018, 145 puntos.

    En la ópera prima de Bi Gan, Kaili Blues, el pasado, el presente y el futuro se mezclaban en una suerte de sinfonía donde los personajes recorrían un espacio que parecía perdido en algún punto de la memoria. El tiempo se estiraba y se encogía para culminar en un plano secuencia que suspendía aún más la propuesta. Si bien se trataba de un muy notable debut, la cinta adolecía de ciertas limitaciones propias de un presupuesto limitado. Tras el éxito de Kaili Blues en el Festival de Locarno, Bi Gan regresa con Long day’s journey into night, donde gracias a una producción más generosa puede demostrar su enorme talento y, sobre todo, su valentía para afrontar retos formales increíbles: la segunda parte de la película es, de nuevo, un plano secuencia de 45 minutos, pero esta vez rodado en 3D.

    Antes de que empiecen los títulos de crédito, un escueto mensaje lanza un desconcertante aviso: «la película no es íntegramente en 3D, pero invitamos a los espectadores a colocarse las gafas cuando también lo haga el personaje principal.» Es una curiosa manera de establecer el primer contacto con el espectador, de empezar la interpelación directa a los sentidos que supone la cinta de Gan. El punto de partida es el regreso de Luo Hongwu a Kaili, su ciudad natal, tras la muerte de su padre. Allí empezará la búsqueda de una mujer de la que estuvo enamorado, Wan Quiwen, y de quien no ha vuelto a saber nada. En realidad, este inicio es tan solo el elemento argumental que pone en marcha el viaje. Por ello, no es casual que encuentre una fotografía antigua de su amada escondida tras un reloj de pared porque, a partir de aquí, y al igual que ocurría en su debut, parece que entremos en el reverso de la lógica temporal. El pasado y el presente pasan a ser un espacio fluido por donde transitar. Las referencias a ellos son continuas: la última vez que vio a Quiwen fue durante un solsticio, los relojes continúan apareciendo durante toda la cinta en forma de regalos… pero lo realmente importante es cómo consigue representar esa idea de continuum y dilución temporal. Con la increíblemente sugerente fotografía de Huang Jue y esos lentos movimientos de cámara, que siempre se ayudan del espacio para lograr conseguir encuadres de una belleza pausada y arrebatadora (pocos directores a día de hoy logran una imagen tan excitante como él), Gan empieza a construir su relato sobre los dos elementos que crean imágenes de un tiempo pasado: el cine y la memoria. Como dice Hongwu, la principal diferencia entre ambos es que el cine es una sucesión de escenas que son mentira mientras que la memoria se compone de una mezcla entre recuerdos reales e inventados. Durante toda la primera parte parecemos asistir a esa representación de la memoria: nunca sabemos qué parte del pasado es verdad y cuál una representación de lo que querríamos que fuese. Y así, siguiendo su búsqueda, Luo Hongwu accede a un cine y se coloca las gafas 3D. Entonces aparece el título de la película y empieza el espectáculo: un plano secuencia donde, recordemos, todo es mentira. Es un sueño, sobre un recuerdo, sobre un pensamiento, sobre otro sueño, sobre la representación de una imagen, sobre otro recuerdo, otro sueño… y así en una espiral que no termina nunca, pero que construye una película insólita, un ser cinematográfico perfecto en el que el espectador se debe meter de lleno esperando pocas respuestas en el argumento y buscando su espacio en cada imagen propuesta, en cada idea lanzada desde su embriagado onirismo. Con Long day’s journey into night, además de consagrarse definitivamente como el director chino más prometedor, Bi Gan consigue algo que solo está al alcance de grandes como Hou Hsiao-Hsien o Apichatpong Weerasethakul: que el cine entre por la retina y sobrepase los límites narrativos para apelar directamente a los sentidos | Víctor Blanes | CRÍTICA COMPLETA

    China, 2018. Título original: 地球最後的夜晚.Dirección: Bi Gan. Guion: Bi Gan. Productoras: Huace Pictures / Zhejiang Huace Film, TV / Dangmai Films. Presentación oficial: Un Certain Regard. Música: Giong Lim, Point Hsu. Fotografía: David Chizallet, Hung-i Yao. Reparto: Tang Wei, Sylvia Chang, Meng Li, Huang Jue, Chen Yongzhong, Lee Hong-Chi, Luo Feiyang. Duración: 130 minutos.

    09| DOLOR Y GLORIA

    Pedro Almodóvar, España, 2019, 147 puntos.

    Dos fueron las ausencias principales en la anterior película de Pedro Almodóvar que nos hicieron desvincularnos de manera precipitada de su discurso, y dejarla en el olvido sin que su resolución llegara a inquietarnos o conmovernos: la falta de implicación con la historia de un director que suele desnudarse frente a la cámara como si de un espejo indirecto se tratase, prestando, como también hace el último Woody Allen, su alma para que sea manipulada por un sinfín de actores variopintos; y la falta de picardía en el desenlace, uno de esos giros de guion sorprendentes que nos hiciera pensar en todo lo que hemos visto desde el comienzo, y replantear nuestras maltrechas certidumbres. Dolor y gloria sabe subsanar ambas carencias y, además, hace de ellas el atractivo principal de su avance narrativo. Un desarrollo que además se fortalece gracias a la implicación autobiográfica comentada, que no da por hecho absolutamente nada y trabaja cada una de las partes del guion con esmero y con una variedad de recursos que nos hacen recordar al mejor Almodóvar, aquel deslenguado inconformista que no se dejaba manipular por el conservadurismo de una industria que premia el comedimiento sobre la trasgresión. Sin abandonar el lirismo que ha marcado sus últimas películas, el director encuentra la senda correcta para retornar a la sorprendente evolución de los acontecimientos, sin la necesidad de recurrir a un estilo sobrecargado ni forzado y, lo hace, como indica su título, por medio de la representación del dolor, un dolor crónico e infatigable que ha acompañado al protagonista, Salvador Mallo, desde una etapa muy temprana de su crecimiento, como recordatorio del precio de la gloria.

    A causa, precisamente, de este constante dolor físico, y también motivado por el dolor emocional que le ocasionó el hecho de que su mayor éxito estuviera marcado por la actuación de un protagonista desobediente, que se negó a aceptar las pautas de interpretación marcadas por Salvador, logrando así una de las representaciones más sinceras de su carrera, y encumbrando la película a la categoría de cine de culto, el protagonista decidió retirarse de la acción y comenzar una vida contemplativa rodeado de una imponente colección de arte que guarda en su apartamento madrileño. En constante compañía de la obra figurativa de Guillermo Pérez Villalta, y de algunos surrealistas como Maruja Mallo, el protagonista se muestra como la esencia y la enjundia de toda la liturgia almodovariana, ejemplo paradigmático de la contracultura madrileña, desencantada y arrogante, que originó uno de los mayores movimientos intelectuales de nuestro país. La trama es muy sencilla, y repasa la infancia del director para intentar comprender el porqué de su abandono prematuro y, sobre todo, la necesidad de volver a conectar con aquel pasado desterrado, encarnado en un momento agridulce de su carrera en el que finalmente alcanzó la fama internacional, a costa de perder a un amigo y quedar herido de gravedad en el orgullo. Poco a poco iremos comprendiendo mejor a este gruñón anacoreta mientras entendemos la importancia de las pistas que el director (cuidado en este punto con la doble implicación) nos va dejando en la diégesis, en la cual comprenderemos que Almodóvar ha logrado con astucia sublime la correcta lectura de su libreto desde dos niveles metarreferenciales para generar la anagnórisis final tan abierta como sorprendente | Alberto Sáez | CRÍTICA COMPLETA

    España, 2019. Título original: Dolor y Gloria. Director: Pedro Almodóvar. Guion: Pedro Almodóvar. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Alberto Iglesias. Duración: 108 minutos. Montaje: Teresa Font. Productora: l Deseo. Distribuida por Sony Pictures Entertainment (SPE). Diseño de producción: Antxón Gómez. Diseño de vestuario: Paola Torres. Intérpretes: Antonio Banderas, Asier Etxeandia, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Julieta Serrano, Nora Navas, Asier Flores, César Vicente, Raúl Arévalo, Neus Alborch, Cecilia Roth, Pedro Casablanc, Susi Sánchez, Eva Martín, Julián López, Rosalía, Francisca Horcajo. Presentación oficial: Festival de Cannes 2019.

    08| AD ASTRA

    James Gray, EE.UU., 2019, 154 puntos.

    Ad Astra no duda en reconocer y hacer suyos los códigos y tótems de un cine clásico de aventuras como podemos admirar en el pathos de un hombre que se embarca en misiones vagando en solitario (igual que los vaqueros de las cintas del oeste), encontrándose por el camino numerosos obstáculos que harán complicada la vuelta a casa. La escena, digamos análoga, que funciona como apéndice de otra aventura en paralelo de Roy, en el que los piratas persiguen al convoy en la superficie lunar, pasaría por ser una suerte de Hatari en la Luna, y esa hermosa comparativa nos lleva a la voluntad de Howard Hawks a poco que escarbemos en sus horizontes, en esos paisajes rojizos de Marte o en el crepúsculo de una galaxia fronteriza. Desde Rio Bravo hasta El dorado, las imágenes colonizan la pantalla en tonos verdosos y azulados que dan sentido al espectáculo arqueológico de la película. Digno de ello el momento en que Roy, ataviado de una puerta de la nave a modo de escudo, atraviesa los anillos de Neptuno exactamente igual que ante una ristra de flechas o disparos del enemigo. Metáfora radiante de la sensibilidad de Gray por crear imaginarios de códigos y estructuras ancestrales. En el campo contrario, y quizás como principal hándicap de la cinta, contamos con unas imágenes muy solitarias en relación a la música que las acompaña. Por primera vez, Gray se pliega a las normas de estudio cediendo la batuta a las filtraciones y arreglos sonoros de Lorne Balfe, en detrimento de la música de Max Richter, primer compositor asignado, creando disonancias y un tejido industrial demasiado homogéneo que impide dotar de mayores dimensiones al relato. Un peligroso déjà vu que acota la capacidad de convicción del lenguaje del cineasta, expuesto y vendido a las tareas de posproducción, y de una música sin lugar, ambigua, que apenas puede narrarnos nada. Una lástima habida cuenta de la excelente manera de usar músicas preexistentes en anteriores trabajos (Two Lovers, Z. La ciudad perdida), o los scores originales y atmósferas del polaco Wojciech Kilar o Howard Shore en La noche es nuestra (2007) y La otra cara del crimen (2000), respectivamente. Con ello se pierde parte del aire operístico al que nos tenía acostumbrado en cada una de sus tragedias. Unas tragedias que, por otro lado, dejan abiertas de vez en cuando las puertas a la esperanza, en este caso por encima de las anteriores, mucho más fúnebres y desoladoras, apelando al amor como lectura general del filme, respuesta política a la solución de Roy.

    “Take me home”, una de las canciones de Tom Waits y Crystal Gayle para Corazonada, decía algo así: «lévame a casa, chico tonto, porque aún estoy enamorada de ti». Roy no tiene a nadie que le ayude en su destino de vuelta, está solo, o eso cree, pero le empuja a redescubrir el sentido de la vida, de reconstruir cada pieza de su memoria, de sus recuerdos vagos de un amor roto y perdido y de su afán por no palidecer a la sombra eterna de su padre (un padre colgado del espacio negro germen oscuro de un ataúd gigante que engulle los corazones). Llévame a casa dice el relato, y convierte cada flashback de la mente de Roy en una proyección de sus inquietudes artísticas, de su objetivo final en el firmamento de la industria. El plano final de la película, en plena sintonía con un cuadro de Edward Hopper, nos enseña a un Roy pensativo diluyendo su pasado mientras le va dando vueltas al café. El sueño imposible, el sueño de un cine de tesoros escondidos. El sueño del hijo por encima del sueño del padre | David Tejero | CRÍTICA COMPLETA

    Estados Unidos, 2019. Título original: Ad Astra. Director: James Gray. Guion: Ethan Gross, James Gray. Productores: Plan B (Brad Pitt, Jeremy Kleiner, Dede Gardner), Keep Your Head Productions (James Gray, Anthony Katagas), RT Features (Rodrigo Teixeira), New Regency Productions (Arnon Milchan), Bona Film Group, MadRiver Pictures. Fotografía: Hoyte Van Hoytema. Música: Max Richter. Montaje: John Axelrad, Ace y Lee Haugen. Reparto: Brad Pitt, Tommy Lee Jones, Ruth Negga, Liv Tyler, Donald Sutherland. 124 min.

    07| LO QUE ARDE

    O que arde, Oliver Laxe, España, 2019, 168 puntos.

    El tercer largometraje del director de origen gallego Oliver Laxe se abre con una escena que pone en imágenes el tema de la cinta. En medio de la noche, una máquina taladora arrasa con varios eucaliptus hasta que se topa con un viejo y robusto árbol. Esta imagen-tema resume el retrato de la difícil interacción entre el ser humano y la naturaleza en una Galicia que no le es ajena. En la manera de acercarse a esos primeros árboles que abren O que arde, Laxe lleva a cabo un proceso de personificación para convertir lo que representa ese tronco en claroscuro, quebrado por el paso de los años y herido por las marcas del tiempo, en el eje central de su película. La máquina (el humano), ante él, apaga sus grandes focos y retrocede, como en un acto de respeto. Es, sin duda, un inicio que prima la expresividad e intensidad visual para dar paso a una historia mínima contada en voz baja, a través de los rostros y las miradas de sus protagonistas. Amador sale de la cárcel tras cumplir una condena de 2 años por quemar el monte. Vuelve a la casa de su anciana madre, Benedicta, en medio de los verdes bosques y prados gallegos. A través de relación entre Amador y Benedicta, Laxe va construyendo una elegía al mundo rural, un canto de amor a un entorno que avanza moribundo en un peligroso equilibrio entre el modo de vida tradicional y la posibilidad de abrir nuevas perspectivas para el futuro. Ambas visiones dependen de lo mismo: el manto natural que les rodea.

    En O que arde se revelan de un modo sosegado todas las aristas que conforman el medio rural. En Benedicta se conjuga esa ternura incondicional por su hijo y el inmenso amor y cuidado por los animales y el huerto; en Amador la mirada amarga de quien se ha resignado a una vida efímera y leve; en su vecino Inazio, ese afán por mejorar y buscar otras vías que aseguren la permanencia del lugar; en la veterinaria, el convencimiento de que la vida en el campo es viable. Hay una mirada honesta y veraz sobre los personajes y los lugares, la mirada de alguien que conoce y ama lo que está contando; un acercamiento alejado de la condescendencia, desde la belleza que otorga la observación de una realidad que parece apagarse ante nuestros ojos. Aunque más que apagarse, se enciende. Y cuando prende, esa frágil belleza se convierte en un dolor que parte de la propia imagen. La película del director de Mimosas, uno de los mejores funambulistas en el arte de transitar entre la ficción y el documental, se convierte en una pesadilla envuelta en llamas. Y arde el bosque, sí, pero lo que arde, en realidad, es todo: es ese suprapersonaje que ha construido a través de una puesta en escena iluminada por la realidad lo que se convierte en ceniza. De nuevo, la fotografía de Mauro Herce es crucial para que la cohesión argumental cobre sentido a través de la imagen. Por ello, la película se cierra con esa idea inicial de generar un icono que resuma el tema. En medio del humo de un incendio recién extinguido, un helicóptero se mueve lentamente mientras el sol aparece y desaparece detrás de sus hélices. Es, de nuevo, el hombre y la máquina frente a la naturaleza, una complicada relación que algunos intentan conservar desde la humildad y la dulzura, hasta que el fuego arde | Víctor Blanes | CRÍTICA COMPLETA

    España, Francia, Luxemburgo, 2019. Título original: O que arde. Director: Oliver Laxe. Guion: Santiago Fillol, Oliver Laxe. Productora: 4A4 Productions / Miramemira / Tarantula. Presentación oficial: Un Certain Regard. Fotografía: Mauro Herce. Reparto: Arias Amador, Benedicta Sánchez. Duración: 90 minutos.

    06| ÉRASE UNA VEZ EN... HOLLYWOOD

    Once Upon a Time in Hollywood, Quentin Tarantino, EE.UU., 2019, 173 puntos.

    El director comienza su película mediante la reconstrucción de un contexto histórico que se rige por unos estrictos esquemas retóricos, casi epitómicos de lo que supone la presentación de un espacio en un texto (el cinematográfico en este caso), y desde ahí continúa componiendo pieza a pieza los cimientos de una estructura narrativa impecable sustentada en unos pilares de sublimidad y cohesión modélicos. Pongamos por ejemplo la ordenación temporal: Tarantino fracciona la película a través de sus personajes y en función de vivencias pasadas, pero no a la manera clásica del flashback, sino como si el espectador tuviera en su mano la posibilidad de recapitular a su antojo cada vez que se lanza un dato o comentario referente a un pasado desconocido. Así, la planificación secuencial sigue adelante pero no de forma cronológica como podría parecer, sino que recurriremos asiduamente a fragmentos de episodios pasados de la historia presente, sin alterar la trama ni suponer una revelación esencial para protagonista/ público (he ahí la diferencia con el flashback), como si volviéramos sobre nuestros pasos para recordar un episodio olvidado. Así es como estas analepsis pasan a ser de manera elocuente un simple recuerdo subjetivo de determinado personaje, aunque bajo las directrices de Tarantino, se convierta en algo que va más allá de lo ficticio o lo figurativo.

     La actuación de DiCaprio y de Brad Pitt se eleva ahora a las más altas cotas de empatía y vinculación con la historia y con el resto de personajes. Por supuesto que existe esa característica sobreactuación tan propia del realizador, y por supuesto que existe una explícita parodia al respecto, pero no se puede olvidar que el escenario planteado no representa la realidad, sino una realidad ficcional, una realidad tarantinizada y, por lo tanto, las representaciones deben estar pasadas por un filtro hiperreal o, mejor dicho, psicodélico. Nos encontramos en los años 60, momento en el que el Pop Art se configura como la principal forma artística de expresión, la democratización del arte se hace realidad y con ella, la vanalización del mismo. Son tiempos de sacrilegios, escapamos de lo impresionista para adentrarnos en el truculento mundo expresionista y abstracto de la exageración y la grandilocuencia, lo que, trasladado al mundo metacinematográfico del Hollywood sesentero equivale a carteles publicitarios espectaculares acompañados de psicodelia musical y drogas de diseño. Pero Tarantino va mucho más allá de todo esto. Al igual que sucede con la violencia en su cine (ahora vamos con ella), más allá de querer abordar una simple crítica social, utiliza la Pop Culture y lo Afterpop con un elevadísimo acompañamiento satírico para crear cierto grado de reflexión sobre lo estético, la sublimación del arte y la interpretación entre todo el caos reinante alrededor, algo que trasciende lo simplemente decorativo o anecdótico y se impregna de la propia lectura fílmica. Cada escena, cada plano, al margen de su calidad formal en aspectos técnicos de luz, encuadre o transición, están minuciosamente estudiados atendiendo a la resonancia semiótica visual y textual y, por supuesto, a la melodía que lo acompañará. La decisión de rescatar una determinada canción parece que sigue un arduo proceso de consideración tan complejo como cualquiera del resto de apartados puramente cinematográficos, algo que consigue incrementar las cualidades icónicas del momento sonoro y otorgar a esa melodía antigua un axiomático giro pop constitutivo de la simbología de culto.

    Y ya, en este punto iremos llegando al desenlace, un final que, por descontado, estará protagonizado por la aparición del último y principal de los recursos narrativos: el empleo de la violencia como medio de expresión. De hecho, pese a que no lo parezca, por la ausencia de sangre, la totalidad de la película está escrita con códigos vehementes de desprecio al prójimo, una violencia invisible que se presenta en casi todas sus variantes, insultos, faltas de respeto, pequeños golpes… todo es parte de esa representación de lo agresivo que culminará con las consecuencias de vivir rodeado de tanta hostilidad, resultados salvajes que parten del amor por los excesos y nos llevan de forma irremediable a la resolución del conflicto. No olvidemos que nos encontramos frente al trabajo de alguien que utiliza la violencia como principal medio de expresión. Pero Tarantino nos ha sometido tantas veces a este proceso que ha creado en el espectador, cuando se enfrenta a una de sus películas, una insensibilización traumática. De hecho, no sólo no nos horroriza la violencia, sino que es algo que venimos a buscar sedientos de un instante litúrgico de verdadera liberación. Todo el nudo argumental compone un magnífico lapsus, una espera por así llamarlo que nos obliga a afrontar una posición de guardia mientras va creciendo en nuestro interior esa ansiedad por lo brutal. Una brutalidad que, no nos equivoquemos, sabemos muy bien que está fuera de los límites de la realidad; y éste es otro de los grandes factores de su cine: la participación en estos desenlaces furiosos, siempre dotados de ingentes cantidades de sangre y muertes poco realistas que componen el llamado “realismo ficticio”. Lo que vemos, por lo irónico, lo demencial y lo desmesurado, se muestra como antinatural, una realidad sin sentido y, por ello, más satisfactoria que cualquiera de las representaciones realistas. Es la violencia pop, la cual Tarantino popularizó y a la que somos adictos desde que se introdujera en nuestras retinas el corte de oreja de Reservoir Dogs. Una droga que constituye una de las mayores representaciones posmodernas de elocuencia retórico-narrativa y de cine espectáculo, una combinación que no se encuentra muy a menudo así que, aprovechen y disfruten la oportunidad | Alberto Sáez | CRÍTICA COMPLETA

    Estados Unidos, 2019. Título original: Once Upon a Time in... Hollywood. Director: Quentin Tarantino. Guion: Quentin Tarantino. Montaje: Fred Raskin. Fotografía: Robert Richardson. Música: Varios artistas. Duración: 165 minutos. Productora: Sony Pictures Entertainment (SPE) / Heyday Films / Visiona Romantica. Diseño de producción: Barbara Ling. Diseño de vestuario: Arianne Phillips. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Al Pacino, Timothy Olyphant, Tim Roth, Bruce Dern, Kurt Russell, Michael Madsen, Zoe Bell, Damian Lewis, Luke Perry, Emile Hirsch, Dakota Fanning, James Marsden, Clifton Collins Jr., Scoot McNairy, Damon Herriman, Nicholas Hammond, Keith Jefferson, Spencer Garrett, Martin Kove, James Remar, Brenda Vaccaro, Mike Moh, Lena Dunham, Austin Butler, Maya Hawke, Lorenza Izzo, Rumer Willis, Dreama Walker, Margaret Qualley, Costa Ronin, Madisen Beaty, Penelope Kapudija. Presentación oficial: Festival de Cannes 2019.

    05| RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS

    Portrait de la jeune fille en feu, Céline Sciamma, Francia, 2019, 175 puntos.

    Céline Sciamma abre un sutil paréntesis en su filmografía para escapar de la sencilla cotidianeidad que caracterizaba su trabajo y adentrarse en un filme de mayor complejidad narrativa y estética mediante un drama de época muy sólido y emocionante. Por supuesto, la historia vuelve a cobrar forma a partir de sus protagonistas, dos mujeres que encarnan la esencia fílmica completa de la película, al definir con sus actuaciones ese cambio evidente pretendido por la realizadora en el modelo de representación social visto hasta ahora en el cine común. La visión femenina coincide con la feminista en un soberbio ejercicio de estilo y gesto que no se ve en ningún momento comprometido o forzado por la ausencia de participación varonil. Solo una figura masculina aparecerá ya casi al final del metraje (al comienzo se deja ver alguna otra, pero sin relevancia argumental o simbólica), para romper la estabilidad creada y el vínculo entre las mujeres, como representación de la fuerte opresión del patriarcado en la libertad y emancipación de la mujer. Sciamma representa, no solo la evolución y el despertar sexual de una juventud carente de experiencia u oportunidades, sino también y de forma indirecta los prejuicios, inseguridades y desventajas socioculturales a los que se enfrenta la mujer a diario.

    La película arranca firme, pero con cautela, de forma tímida, sin dejar entrever su verdadero potencial, simplemente permitiendo al público entender la aparente sencillez de su argumento: una pintora a la que se le ha encargado el retrato de Héloïse, una joven recién llegada de un convento que no permite posar para ningún pintor, por lo que Marianne tendrá que observar a Hèloïse con minuciosidad para llevar a cabo su retrato cuando ella no esté presente. Sin embargo, no será hasta casi el comienzo de la segunda mitad cuando el filme se muestre en todo su esplendor. En ese momento se llega a un punto de conexión entre protagonistas fascinante. La música se acentúa, la pintura fluye y la emoción estalla. Y la pasión se desborda y la comprensión aflora y las pequeñas mentiras piadosas se desvanecen pues no queda espacio entre esos dos cuerpos más que para la sinceridad. Entonces entra el inevitable dolor, y estamos obligados a mirar porque la cámara no nos va a permitir que apartemos la vista de unas lágrimas que no entendemos bien si son de nostalgia, felicidad, miedo o todo junto. Solo sabemos que la música suena con mayor intensidad que nunca y que queremos que siga sonando, que no se termine porque algo hay en este final que nos hace recuperar la esperanza, aunque sea por un momento, en que todo va a salir bien | Alberto Sáez | CRÍTICA COMPLETA

    Francia, 2019. Título original: Portrait de la jeune fille en feu. Director: Céline Sciamma. Guion: Céline Sciamma. Fotografía: Claire Mathon. Música: Para One, Arthur Simonini. Duración: 120 minutos. Montaje: Julien Lacheray. Productora: arte France Cinéma / Hold Up Films / Lilies Films. Diseño de producción: Thomas Grézaud. Diseño de vestuario: Dorothée Guiraud. Intérpretes: Adèle Haenel, Noémie Merlant, Luàna Bajrami, Valeria Golino, Cécile Morel. Presentación oficial: Festival de Cannes 2019.

    04| AN ELEPHANT SITTING STILL

    大象席地而坐, Hu Bo, China, 2018, 176 puntos.

    La soledad es uno de los grandes temas del cine contemporáneo. Puede incluso que sea el tema por excelencia. Muchos directores, de hecho, se han dedicado por completo a él. Y el sudeste asiático, un universo en expansión de poderosos contrastes e inconmensurables distancias, es el principal exponente de esto. Así, muchos de los protagonistas del cine de Tsai Ming-liang, Hou Hsiao-Hsien, Wong Kar-Wai, Koreeda Hirozaku y un largo etcétera viven inmersos en sí mismos como refugio a un exterior que los ha tratado con crueldad. La primera (y, por desgracia, última) película del chino Hu Bo, que se quitó la vida poco después de rodarla, es un impresionante ejemplo de ello, arrastrándonos durante cuatro horas que sorprendentemente no se hacen nada largas a un cosmos de almas perdidas que, como su creador, parecen haber dejado de lado las ganas de vivir. Yu Zhang, Yuchang Peng, Uvin Wang, Congxi Li y compañía abordan el amplio plantel de personajes con plena naturalidad, convirtiéndose en ellos con una fuerza a la que sólo los intérpretes noveles pueden aspirar y evitando dejarse llevar por el efectismo maniqueo pese a la gravedad de los temas explorados. Como en la vida misma, cada personaje es protagonista indiscutible de su propia narrativa (muchos nunca llegan a conocerse), a través de la cual descubrimos su carácter y sus aspiraciones sin prisa pero sin pausa, desembocando el acompasado ritmo en tiempo suficiente para la reflexión pero nunca en hastío. Es más, dejando de lado sus a priori terroríficos 230 minutos de duración (que forzaron a un amplio número de espectadores a rendirse a medio camino durante su pase nocturno), nos encontramos ante una de las obras más entretenidas e inquietantes de la siempre ardua sección Zabaltegi.

    La soledad, como se ha dicho, es motor de la narración, pero hay algo aún más importante que se deriva de ella: la culpa. Los personajes de An Elephant Sitting Stillse sienten culpables e, incapaces de lidiar con tan desalmado sentimiento, tratan, de formas tan cobardes como absurdamente lógicas, de pasarlo a quienes los rodean, respondiendo así a la decepción que sienten por no haber encontrado consuelo en nada ni nadie. Y es que, aunque rara vez están estos hombres y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, físicamente solos, casi nunca los vemos disfrutar de la compañía de otros seres humanos, quienes, a través de acoso, recriminación o deslealtad, constituyen a menudo el motivo primero de la congoja. Apenas tienen además cabida la esperanza o la redención, lo cual no resulta nada sorprendente considerando el destino que deparó al propio Hu Bo, quien enfatiza la angustia con una fotografía mortecina, una música sobrecogedora y fríos diálogos cortados in media res. Sí hay, no obstante, espacio para la curiosidad y la ilusión, únicos elementos capaces de mantener motivados a los apesadumbrados personajes, pero esto no deja de ser una ironía: todos estos están unidos por las ganas de ver con sus propios ojos un famoso elefante que, en la ciudad norteña de Manzhouli, se limita a sentarse e ignorar al mundo. Sobra decir que el animal es lo de menos, pero lo cierto es que, aun siendo apenas mencionado, está presente de principio a fin como símbolo de los misterios de la no siempre satisfactoria existencia. De hecho, aun sin verlo, el reposado, pensativo y obscuro elefante forma una poderosa imagen en nuestra mente durante toda la película, despertando un gran interés tanto por descubrirlo como por saber de qué forma cambiarán los destinos de los personajes cuando ellos mismos por fin lo hagan | Juan Roures | CRÍTICA COMPLETA

    China, 2018. Título original: 大象席地而坐 | Da xiang xi di er zuoaka. Dirección: Hu Bo. Guion: Hu Bo. Fotografía: Fan Chao. Montaje: Hu Bo. Música: Hua Lun. Reparto: Yu Zhang, Yuchang Peng, Uvin Wang, Congxi Li. Productora: Dongchun Films. Duración: 234 minutos.

    03| EL PERAL SALVAJE

    Ahlat Agaci, Nuri Bilge Ceylan, Turquía, 2018, 183 puntos.

    Ceylan deja claras sus intenciones, así como la rigurosidad de su estilo que, en todo momento, desprende un aire formalista muy acorde al planteamiento visual de la cinta. Sus personajes son seres apáticos y sufridores que no consiguen avivar lo suficiente la llama de una esperanza que les permita salir de su agónica existencia. Con esta película, el director se adentra en uno de los proyectos más exigentes de su filmografía; su largo metraje, más de tres horas de duración, queda además agravado por la elección de un ritmo narrativo extremadamente pausado, donde la acción queda fundamentada en la concatenación de una serie de extensos diálogos que confrontan al protagonista con varios representantes de la cultura turca contemporánea. Su estructura presenta un elaborado ensamblaje de piezas narrativas y dialógicas de intensidad progresiva que abordarán temas tan controvertidos como la filosofía, la religión, la ética del pensamiento presente y la resignación. El realizador no tiene miedo a comprometer su mensaje a costa de una intrincada red de conversaciones tan elementales como baladís, puesto que es consciente de que la aceptación de su cine llegará con la reposada asimilación del mismo. La lectura entre líneas será pues un ejercicio tan arduo como necesario si queremos llegar a la comprensión y el sentido de su misma enunciación, el conflicto entre lo humano y lo divino visto desde la arrogante mirada de alguien, que en algunos momentos parecerá un ser humilde y muy consecuente con su posición minúscula respecto al mundo, y en otros pecará de un delirio de grandeza tan grande como la misma leyenda que pretende vender a sus presuntos futuros lectores.

    En cierto momento de la película podemos apreciar cómo Sinan se oculta en el interior de ese gigantesco caballo de Troya que ocupa uno de los espacios más prominentes de la ciudad. Este simple hecho es ya toda una declaración de intenciones del director. Escondido en ese símbolo de la decadencia de su pueblo, el joven ya está traicionando la herencia misma de su espíritu y, al mismo tiempo, la validez de sus principios. Ese caballo no responde a un recordatorio del arma bélica más mortífera de la época clásica, sino una refabricación mercantilista de la maqueta para la famosa película interpretada por Brad Pitt. Así, Sinan acepta la comercialización de su obra, aunque sea vendiéndose a los clichés que tanto había denostado. Ceylan pretende entonces subrayar esa mirada semiótica propagada por la vertiente oriental de Europa que se enfrenta a la hipotética supremacía de los viejos paradigmas de la cultura moderna, sin perder de vista las dialogías establecidas por Bajtin y que atravesarían el corazón de cualquiera de los signos estéticos destinados a conmover a la audiencia por medio de un recurso referencial de explícita nominación. La fuerte y cadenciosa “elocutio” propuesta por el director esconde una poderosa estrategia de conmiseración cinematográfica, algo que no será sencillo de apreciar, ni tampoco cómodo, pues para alcanzar la sencillez de su configuración habrá que pasar primero por la mencionada red dialógica principal hasta llegar a esa peculiaridad estructural que tiene como función principal la búsqueda de una forma fílmica vanguardista sobre el papel de los clásicos en las sociedades del siglo XXI.

    En efecto, encontrar el sentido renovador de una película como ésta no es tarea fácil, pero habremos de recurrir aquí a las relaciones sintagmáticas presentes en toda estructura superficial planteada hasta la fecha en las narraciones sobre civilizaciones modernas construidas sobre las ruinas de una importante cultura arcaica. Se trata de volver a la visión lingüística del mito establecida por Lévi-Strauss, y la necesidad de la existencia de un segundo mito menor que haga al primero destacar y forjar una leyenda de imbatibilidad. Todos somos conscientes de que Aquiles fue derrotado en la guerra de Troya, sin embargo, siempre será recordado como el gran vencedor gracias a su comparación con el mito menor: Héctor. Así, el binarismo, o la oposición estructural, funcionan como la principal estrategia introspectiva de la cultura de nuestros días. Si para Lévi-Strauss la trama carecía de interés, Ceylan aportará una modificación sublime a esta esta oposición binaria, entre Sinan e Idris, que viene de la búsqueda de la presentación lógica y causal de los hechos diacrónicos. Esto es, la complementación de la fundamentación idiosincrática de dos grandes personajes enfrentados, con el análisis sintáctico de la estructura de un trabajo narrativo elocuente y presente en una secuenciación que permita la intervención de otros personajes con puntos de vista discrepantes a los del gran héroe: el Imán, la madre, el escritor famoso. Todos ellos, además de resaltar lo irritante que puede llegar a ser el protagonista en la superioridad moral con la que juzga a todos los que le rodean, permiten, de forma brillante, entender la nueva teoría de la relatividad posmoderna, la cual expone que cualquier argumento que pueda tener una persona para defender una idea, se verá desacreditado por otro u otros de igual o mayor validez argumentativa que actúen en sentido opuesto al primero. Un concepto que encuentra su representación gráfica en una de las pocas escenas no dialogadas de toda la película, la mirada sumisa de derrota y conformidad de un perro atado a una casa que no es la suya | Alberto Sáez | CRÍTICA COMPLETA

    Turquía, Macedonia, Francia, Alemania, Bosnia y Herzegovina, Bulgaria y Suecia. 2018. Título original: Ahlat Agaci. Presentación: Festival de Cannes. Director: Nuri Bilge Ceylan. Guion: Nuri Bilge Ceylan, Ebru Ceylan y Akin Aksu. Productoras: Detailfilm / Film i Väst / Memento Films Production / RFF International / Sister and Brother Mitevski / Zeynofilms. Fotografía: Gökhan Tiryaki. Montaje: Nuri Bilge Ceylan. Diseño de producción: Meral Aktan. Diseño de vestuario: Demet Kadizade. Reparto: Dogu Demirkol, Murat Cemcir, Bennu Yildirimlar, Hazar Ergüçlü, Öner Erkan, Akin Aksu, Serkan Keskin. Duración: 188 minutos.

    02| PARÁSITOS

    기생충, Bong Joon-ho, Corea del Sur, 2019, 194 puntos.

    El cineasta Bong Joon-ho ha logrado integrar en su cine la tradición identitaria de Corea del Sur y la espectacularidad transcultural posmoderna como si quisiera reescribir la dinámica del thriller, solemne y sobrio por naturaleza, con un trazo deliberadamente descuidado, errático y cómico en sus fundamentos más básicos. A pesar de todo lo dicho, no es sencillo, y mucho menos necesario, catalogar ninguna de las películas de este realizador que se ha mostrado contrario a cualquier etiqueta genérica a la que se le ha enfrentado hasta la fecha. Parasite, por supuesto, no es una excepción, y en su lóbrega narrativa no dejamos de encontrar innumerables desvíos y subterfugios retóricos utilizados con el fin de evitar caer en la simplicidad o la previsibilidad. La yuxtaposición es una constante en el proceso de andamiaje al que somete su película, y mediante ella introduce sin miramientos todo tipo de referencias populares y ficciones asombrosas, pues sabe que el espectador se alimenta de ellas, las necesita como un buen thriller necesita una escena lluviosa, como la que sirve de detonante para la introducción del salvaje desenlace. Pero esa lluvia, ahora estará precedida de una escena que nos desconcierta, a pleno sol y con unos aspersores que astutamente nos distraen por un segundo, tratando de ocultar ese salto hiperrealista hacia una dimensión onírica, delirante, casi en la misma línea expresionista que el anime, pero con un inexorable tono satírico envuelto en la quejumbrosa cadencia locutora de una narración espasmódica y renqueante.

    La trama sigue a una familia con apuros económicos que sobrevive con el esfuerzo de pequeños trabajos mal pagados. Un día, Ki-woo, el hijo de Ki-taek, es contratado como profesor particular de una joven de familia adinerada. Enseguida vemos como el protagonista se gana la confianza de la adolescente y de su madre, consiguiendo engañarlas para que contraten a su hermana como psicoterapeuta artística, a su padre como chófer privado, y a su madre como asistenta del hogar. El plan maquiavélico de la familia ha dado sus frutos, pues todos ellos han conseguido un puesto de trabajo cómodo y muy bien pagado, fingiendo ser los más especializados profesionales de dichas disciplinas, sin siquiera tener unas nociones mínimas de lo que están haciendo. En cualquier caso, a simple vista podríamos calificar esta estrategia como un recurso moralmente reprochable pero, a fin de cuentas, inofensivo, pues parece que pese a su nula preparación no se desenvuelven mal en el desempeño de sus tareas, con la excepción de la hermana de Ki-woo pues parece que su intervención sí podría estar dañando la estabilidad del niño pequeño a quien ofrece soporte psicológico. Sin embargo, una vez que llega la lluvia, toda la farsa será puesta a prueba y la familia tendrá que encontrar un plan alternativo que, en principio, no resultará tan inocente. La hilarante comicidad inicial dará paso a la gravedad más descarnada en un desenlace que no se anda con contemplaciones. Si bien al metraje le cuesta en los compases finales aguantar el elevadísimo ritmo con el que se presentó, es cierto que el director logra mantener la intensidad de la película en todo momento gracias a una tensión creciente que rellenará los espacios narrativos dejados un poco en segundo plano. Fantástica cinta con la que el festival nos sigue regalando momentos de indiscutible calidad artística y entretenimiento | Alberto Sáez | CRÍTICA COMPLETA

    Corea del Sur, 2019. Título original: Gisaengchung. Director: Joon-ho Bong. Guion: Dae-hwan Kim, Joon-ho Bong, Jin Won Han (Manga: Hitoshi Iwaaki. Cómic: Hitoshi Iwaaki). Montaje: Jinmo Yang. Fotografía: Kyung-Pyo Hong. Música: Jaeil Jung. Duración: 132 minutos. Productora: Barunson / CJ Entertainment / Frontier Works Comic / CJ E&M Film Financing & Investment Entertainment & Comics. Diseño de producción: Ha-jun Lee. Diseño de vestuario: Se-yeon Choi. Intérpretes: Song Kang-ho, Lee Seon-gyun, Jang Hye-jin, Cho Yeo-jeong, Choi Woo-sik, Park So-dam, Yeo-Jeong Cho. Presentación oficial: Festival de Cannes 2019.


    01| EL LIBRO DE IMÁGENES

    Le Livre d'image, Jean-Luc Godard, Francia, 2018, 195 puntos.

    Godard está retomando ese discurso finisecular en torno a la «muerte del cine», o lo que en términos menos apocalípticos se ha llamado su «mutación». Los medios de supervivencia de los que habla, aventuramos, serían la concepción industrial-artesanal del cine propia de sus etapas clásicas, unida a temas que siguen siendo objeto de discusión como su soporte material o su espacio de visionado. La carrera del francés comenzó cuando ese estado artesanal del cine estaba en fase de desmoronamiento y se ha prolongado hasta que la exclusividad de los viejos rollos de película ha ido dando paso a imágenes cada vez más reproducibles, apropiables y mutables. Las Histoire(s) du cinéma, cuyo eco se deja sentir sobre todo en los cuatro primeros capítulos de El libro de imágenes, tanteaban este estado cambiante de la imagen fílmica mediante esa lógica de reproducción, apropiación y mutación. Lo que hace esta película, dos décadas después, es radicalizarla extremando las posibilidades de manipulación que ofrece lo digital. Sobresaturaciones, sobreexposiciones, bandeados, pixelaciones, glitches o cambios de ratio de un mismo plano sirven para que Godard pueda desnudar la imagen del nuevo siglo, o exponer la posibilidad de su descomposición en pequeñas unidades geométricas de color precisamente como forma de señalar su extrañeza frente a la imagen física del celuloide.

    Acumulación, choque y descomposición, en fin, conforman el proceso creativo del libro godardiano de (la) imagen. Libro que, no olvidemos, no hace otra cosa que situarse en un momento de «muerte» de la imagen, o de una manera de entenderla, tratando de comprender la imagen nueva mediante la apropiación (canonización) de la vieja. Ahora bien, el quinto capítulo es también una manera de trascender esta concepción de El libro de imágenes como una secuela radicalizada de las Histoire(s) du cinéma y crear un punto de fuga, una génesis final que tiene algo de reversión del canon bíblico, puesto que el planteamiento de la película —como también sucedía de forma muy clara en Nuestra música— incorpora el Apocalipsis como una realidad inicial expresada en las imágenes de violencia cinematográficas, televisivas y domésticas que pone a la par. A lo largo del capítulo va emergiendo, a ráfagas entre la vorágine de destrucción que cuenta la cadena de citas, algo insólito en el resto del metraje: una narración. A partir de las reflexiones sobre el mundo árabe que dan cuerpo al capítulo, Godard incorpora la historia de Une ambition dans le désert, una novela de Albert Cossery que se inventa un pequeño emirato llamado Dofa que consigue librarse de las intrigas geopolíticas de la región gracias a su carencia total de petróleo u otro tipo de recurso que atraiga ambiciones extranjeras. 

    Junto a la presencia creciente de esta narración, y entre fragmentos tomados del cine árabe, Godard va insertando una serie de planos, quizá los más misteriosos del metraje, de un pueblo muy humilde situado junto al mar. El primero de ellos tiene superpuestas una fecha, hora y el título de archivo informático. El ángulo de la imagen está aberrado y los colores, como el verde del mar o el azul de las persianas y el cielo, tienen la misma cualidad fauvista que apunta al retoque digital. El plano, pese a estos desajustes de composición y saturación, da la réplica a la mayoría de imágenes «violentadas» mediante su nitidez. No hay rastro, pese a que es el único que explicita su origen de archivo digital, de descomposición visual alguna. La historia de Une ambition dans le désert tiene ciertos ecos de la historia revolucionaria del siglo XX de la que Godard fue parte tan activa. El primer ministro de Dofa, intentando obtener una posición dominante ante el resto de potencias, trata de extender la revolución por toda la zona fingiendo atentados terroristas de un grupo inexistente como forma de ganarse la simpatía de los movimientos revolucionarios internacionales. El proyecto del jeque termina por quedar en nada, pero Godard, frente a ello, parece disponer estas imágenes nítidas de la costa, su Dofa particular, como réplica al fin de la ambición revolucionaria. Esa ambición se ha ido, pero en las ruinas humildes del pueblo junto al mar queda el germen de una auténtica revolución, la liberación radical de las ataduras del capitalismo que —atendiendo a las palabras en off— ve a la pobreza como una bendición. Lo más parecido a una imagen restauradora, frente a las imágenes fantasmales del cine y a las violentas de los noticiarios con las que Godard construye los cuatro primeros capítulos, es la imagen sin dueño de esa Dofa evocada por El libro de imágenes, el sueño godardiano de una nueva Arabia como la «región central» de un posible nuevo mundo, que comienza a dotarse de nuevas imágenes que completen su transición de lo sagrado a lo realmente democrático. Si se quiere reducir el «mensaje» de un Godard con seis décadas de cine a sus espaldas, un Godard con más palabras e imágenes a cuestas que nunca: todo se ha hecho, pero todo está por hacer | Miguel Muñoz | CRÍTICA COMPLETA

    Suiza, 2018. Título original: «Le livre d’image». Dirección: Jean-Luc Godard. Guion: Jean-Luc Godard. Compañías productoras: Casa Azul, Ecran Noir. Producción: Fabrice Aragno, Mitra Farahani. Fotografía: Fabrice Aragno. Montaje: Jean-Luc Godard. Duración: 84 minutos.

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    Redactores que han participado en la votación: Aarón Rodríguez Serrano, Juan José Ontiveros, Ignacio Navarro Mejía, Miguel Muñoz Garnica, Víctor Blanes Picó, José Martín León, Emilio M. Luna, Juan Roures, David Tejero Nogales, Rafael Guilhem, Rubén Seca Carol, Miguel Martín Maestro y Mariona Borrull.


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