El pequeño soldado
Crítica ★★★★☆ de «Sinónimos», dirigida por Nadav Lapid.
Francia, 2019. Título original: Synonymes. Director: Nadav Lapid. Intérpretes: Tom Mercier, Quentin Dolmaire, Louise Chevillotte, Uria Hayik, Olivier Loustau, Yehuda Almagor, Gal Amitai, Gaya Von Schwarze. Guion: Nadav Lapid, Haim Lapid. Productores: Saïd Ben Said, Maren Ade. Productoras: SBS Films, Pie Films, Arte France Cinema. Fotografía: Shai Goldman. Montaje: Neta Braun, Era Lapid, François Gedigier. Diseño de producción: Christine Duchier, Marianne Germain. Diseño de vestuario: Khadija Zeggai. Departamento musical: Elise Luguern. Dirección Arte: Thomas Laporte.
Accedemos a la imagen desde el plano subjetivo a través de una cámara nerviosa, que al hombro persigue de cerca al protagonista. Los movimientos acelerados, a contrapié, concitan en el espectador la sensación de nerviosismo, de asistir a una fuga en primera persona. La realización activa dramáticamente la sensación de celeridad, de huida hacía delante. Podemos tomarlo como una melodía cuya métrica sonora es el pulso y respiración de un hombre que escapa, no solo de un país sino de sí mismo. La cámara pone música a sus pasos marcándolos en compases entrecortados, pegándose a su piel, sin que podamos abrirnos a un lugar o a un enemigo concreto. En la toma posterior, la cámara se detiene abruptamente, adoptando la quietud momentánea y dejándole al protagonista cierta distancia con respecto a nosotros. Mientras sube la escalera de un edificio percibimos el lugar como un nuevo espacio habitable. En solo dos tomas la cinta marca una distensión, pasando del exterior, caótico, móvil, embarrado, al interior, en este caso de un piso abandonado. Las estancias se irán abriendo a la luz que entra desde fuera, penetrando con ello en la vida de ese hombre, que asume mirarlo con asombro, como un extraterrestre. Nuestra mirada adoptará el control sobre los espacios. Sin darnos cuenta hemos pasado de la huida al recogimiento. La idea de Nadav Lapid en Sinónimos funciona poniéndonos en la perspectiva del joven soldado Yoav (Tom Mercier), que viene huyendo desde Israel. El abandono intencionado de su país, del que reniega, es mostrado en esos primeros minutos de película.
En el ámbito de la puesta en escena se dan las principales simbologías del relato. Yoav huye despavorido entrando a hurtadillas, casi a escondidas en un piso abandonado, que representa en primera instancia su nuevo mundo. Un mundo por amueblar. Deja atrás todo lo conocido, país, amigos, familia, aventurándose en una nación que lo acoge fríamente. Sin embargo, su fuerte deseo de pertenencia, y de forjar una nueva identidad en un país distinto, es superior, a la cruda realidad. Su pasado militar le hace tomarse las cosas con severa disciplina, ejerciendo un duro desgaste de su cuerpo. No es baladí que en estos primeros pasos el director le despoje de cualquier vínculo con su pasado, incluso robándole la ropa y dejándolo desnudo, sin nada a lo que aferrarse. Yoav ejerce la voluntad de recién nacido. Francia, o en este caso París, es ahora su madre, la cual adopta a una criatura que el propio Lapid dibuja con trazos animados, condicionando su atuendo—el abrigo amarillo que más tarde Emille y Caroline le proporcionan— a la imagen icónica de un integrante de la comedia del arte, una performance en la que su cuerpo es objeto y radar central de la escena. Una especie de niño grande que debe arreglárselas en su viaje, eligiendo siempre el camino más difícil de todos. El palíndromo de su puesta en escena se cumple en el tramo final, en el que volvemos sobre los pasos del inicio. El mismo recorrido solo que ahora la cámara en vez de temblar le sigue fijada a sus espaldas de forma pausada. El corte, o ese cambio de toma, ya no mostrará espacios abiertos o vacíos sino una puerta cerrada. Por mucho que golpees deseoso de acceder el mundo nuevo no se abrirá. Será entonces cuando definitivamente esa nación de acogida te expulse, devolviéndote al punto de partida, y mandándote fuera robando cualquier atisbo identitario. Yoav lucha con demonios del pasado y se enfrenta como el héroe de sus novelas griegas a un demonio quizás más fuerte y poderoso. Mata al padre (metafóricamente), reniega de su propia lengua de origen, vende su cuerpo y se prostituye. Se autoinflinge un correctivo como si siguiera dentro de un régimen militar. Los ecos y sombras de su país le acompañan pese a negarlos constantemente y al final se topa con barreras aún más peligrosas y escurridizas.
▼ Synonymes, Nadav Lapid.
Oso de Oro del Festival de Berlín que estrenará en España La Aventura.
Oso de Oro del Festival de Berlín que estrenará en España La Aventura.
«Pese a que Sinónimos no deja de poseer una dimensión godardiana, en la que las citas al director francés son constantes y directas, queda traspuesta una hermosa relación con el cine de Bernardo Bertolucci; concretamente a la etapa finita sumida en la poética de un filme de alta espectacularidad como Soñadores (2003)».
Pese a que Sinónimos no deja de poseer una dimensión godardiana, en la que las citas al director francés son constantes y directas, queda traspuesta una hermosa relación con el cine de Bernardo Bertolucci; concretamente a la etapa finita sumida en la poética de un filme de alta espectacularidad como Soñadores (2003). Bertolucci, obra tras obra, fue dejándose llevar por un cine clásico que bebía de fuentes estéticas muy distintas de la modernidad de Godard. Aunque Lapid cite al padre, y lo haga asumiendo la política maoísta del cine social de los sesenta, no evita relacionarse con un sentido del cine mucho más teatral. Toda la primera parte está condicionada al encierro, en donde los jóvenes vecinos que acogen y ayudan al protagonista se convierten en el refugio de alguien que no tiene nada. Las relaciones que se dan entre los tres, evocan a la comunión de la amistad sagrada, sanguina, que se daba en Soñadores, y que rompía cualquier barrera ideológica ciñéndose exclusivamente a un espacio cerrado. Afuera, en la calle, el país queda al descubierto y sus carencias sistémicas van de la mano. Preferimos evitar la crisis sumiéndonos en la confortabilidad del calor humano. Esto choca con la segunda parte del filme en donde la cruda realidad engulle a Yoav. El convulso exterior arrampla con el entorno idílico del principio, llevando al declive. La acción toma partido, y sus consecuencias, en tonos y estilos, resultan mucho más depredadoras.
La cinta hace valer el carácter autobiográfico de lo que se cuenta. El personaje de ficción dialoga y mantiene conversaciones con Lapid proyectándolo en el relato como juego de espejos, en un ejercicio de expurgo en el que verse y medirse. De hecho, el director de Policía en Israel (2011) o La profesora de parvulario (2014) lo refleja potenciando el lado irreal de la historia, sin caer en el grado documental o realista, coqueteando con la fantasía. De esos cimientos edifica el maremágnum de ideas solapadas, hilando una vida con otra. De su mirada emergen brillantes primeros planos, sesgados, cortados, mutilados por partes, filmados con varias cámaras a la vez. Los paseos por el Sena o Saint Michel, las escenas de lucha, o de sexo, así como los bailes en las discotecas, sienten el cuerpo de Yoav como detonante. El cuerpo trasciende a la débil condición del hombre, por lo cual vemos el sacrificio al que se expone el protagonista. Un cuerpo que no cede o deja de moverse. Un cuerpo extraviado que anhela pertenecer a una causa. La peligrosa obsesión por borrar la memoria de un mundo para revertirla en otro distinto penetra en el discurso de una película de fondo triste y desolador. Mueres una y otra vez para renacer, pero por el camino las idas y venidas no hacen más que potenciar los traumas que arrastramos. Llamamos a puertas que para nosotros jamás estarán abiertas | ★★★★☆
© Revista EAM / Festival de Sevilla