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    Cine Alemán Siglo XXI

    Invasión (Hugo Santiago, 1969)

    Glosa

    «Invasión», dirigida por Hugo Santiago.

    Argentina, 1969. Título original: Invasión. Director: Hugo Santiago. Guión: Hugo Santiago, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares. Compañía productora: Proartel S. A. Presentación oficial: Festival de Cannes 1969. Productor: Hugo Santiago. Fotografía: Ricardo Aronovich. Montaje: Oscar Montauti. Diseño sonoro: Edgardo Cantón. Reparto: Olga Zubarry, Lautaro Murúa, Juan Carlos Paz, Martín Adjemián, Daniel Fernández. Duración: 123 minutos.

    Después de proyectarse por vez primera en el Festival de Cannes de 1969, y tras su buen paso por distintos certámenes alrededor del mundo, Invasión llegó a las pantallas de Buenos Aires el 16 de octubre de ese mismo año. Días antes de su estreno se habían pegado letreros promocionales en diferentes coordenadas de la ciudad anunciando el advenimiento de una próxima invasión. La idea era genial: crear la incertidumbre de no saber qué, quiénes ni por qué motivo vendrían a ocupar la capital argentina. La película no tuvo una buena recepción, quizá porque los espectadores salían de la función sin resolver aquellas interrogantes. Ahora, con la distancia, sabemos que esa intriga es la razón de su trascendencia. Más tarde, en 1978, durante la dictadura militar, fueron extraídas de un laboratorio varias bobinas del negativo original, un acto de censura que derivó en una lectura sobre la película con un claro sentido político. Por muchos años se contó con apenas algunas copias deterioradas en 16mm, y más adelante circulaba una versión VHS en malas condiciones. Finalmente, a inicios del presente siglo, se halló una copia en 35mm que concretó su restauración y posterior redescubrimiento por la cinefilia reciente. Ya sea en su orden material o poético, interno o externo, lo cierto es que Invasión es una película que resiste a rendir sus secretos, al permanecer como un objeto preciado para exegetas y amantes del ciframiento exacerbado.

    Una caracterización muy fructífera es la del investigador Gonzalo Aguilar que mecaniza los factores de Invasión en una partida de ajedrez. Hay un enfrentamiento entre los invasores (vestidos de blanco), que tienen sitiada la ciudad, hacen uso de aparatos tecnológicos, métodos de tortura, tienden a cierta frialdad y son autoritarios; y aquellos defensores (con ropa negra), amistosos, íntimos, que gozan del tango, la milonga, la lectura y se mueven bajo la consigna de la clandestinidad; son coordinados por un viejo de bigote áspero llamado don Porfirio (Juan Carlos Paz) que a menudo dialoga con su gato negro, como si el silencio del felino hiciera parte importante de sus certezas. Todas las piezas del tablero están distribuidas de modo binario y con cierta abstracción, dando pie a llenarlas de contenido y darles un valor según su uso, aunque el contexto del momento inclina cualquier interpretación en un sentido muy claro. Recordemos que, entre la fecha en que se sitúa la acción —1959—, y la fecha en que fue estrenada la película, hubo un periodo de mucha agitación internacional: la Revolución cubana, las revueltas estudiantiles y sindicales, las guerras en curso, los distintos procesos de descolonización en el continente africano… y en Argentina, la dictadura del general Onganía. En 1968 sale a la luz La hora de los hornos, de Fernando «Pino» Solanas y Octavio Getino (integrantes del Grupo de Cine Liberación), como una respuesta frontal a esta mezcla de represión y utopías, apelando, entre otras cosas, a anular la propia institución del cine en favor de la acción directa y la militancia de los espectadores.

    Invasión, Hugo Santiago.
    La obra culmen de Hugo Santiago cumple 50 años.

    «La ficción en clave fantástica, que históricamente le ha pertenecido a Europa, es en Invasión un modelo de realidad, fuera de la agenda estrictamente militante pero también de la agenda oficialista. En su aparente despreocupación, la ficción resulta un procedimiento de variación e imaginación para afrontar los horizontes acotados de todo panorama fascista».


    Invasión, por su parte, es igualmente una reacción, pero en un tenor distinto y con otro entendimiento del papel que tiene el cine en el orden político. Hay varias pistas en esa dirección: uno de los personajes centrales de la película, don Porfirio, es una emulación del propio escritor argentino Macedonio Fernández (iniciador de una tradición literaria que se manifiesta en Invasión); en diversas ocasiones vemos a los defensores compartiendo música, conversaciones y libros (leen «El milagro secreto», de Jorge Luis Borges, uno de los guionistas de Invasión junto a Adolfo Bioy Casares y el propio Hugo Santiago). Por el contrario, los invasores actúan bajo el sentido de serialidad. La oposición es de temperaturas, subjetividades y modos de relación: los de negro luchan contra lo canónico y la homogeneización; por un uso del espacio, de la conversación y el intercambio; contra la muerte y por la vida. Es claro que, para Hugo Santiago, el arte es un potente campo de acción, tal como lo demuestran los esfuerzos del autoritarismo por silenciarlo. (Por ejemplo, en los centros de detención de la dictadura argentina de Jorge Rafael Videla —que Invasión de algún modo presagiaba—, estaba terminantemente prohibido escribir.) La ficción en clave fantástica, que históricamente le ha pertenecido a Europa, es en Invasión un modelo de realidad, fuera de la agenda estrictamente militante pero también de la agenda oficialista. En su aparente despreocupación, la ficción resulta un procedimiento de variación e imaginación para afrontar los horizontes acotados de todo panorama fascista. Es quizá a todos esos esfuerzos creativos que desbordan la individualidad a los que refiere don Porfirio en uno de los diálogos más emblemáticos de la película: «La ciudad es más que sus habitantes». Finalmente, una ciudad, y más si es invisible (como las diseñadas por Italo Calvino), se convierte en un territorio agreste.

    Invasión, Hugo Santiago.
    El gran clásico de la sci-fi en Sudamérica.

    «El sonido más recurrente a lo largo del metraje es el de los pasos: ellos definen una forma de lectura de la ciudad, tal como el subrayado determina la apropiación de un libro. Puede ser que, en un mecanismo que gustaba a Borges, el subrayado termine por ser más amplio que el libro, los pasos más sinuosos que la ciudad, Aquilea más ancha que Buenos Aires, e Invasión la más duradera de las partidas de ajedrez».


    Un letrero que aparece sobre una imagen de Buenos Aires al comienzo de la película anuncia que el espacio dramático se llama Aquilea. Aquilea es la marginalia de Buenos Aires, una réplica elocuente que difiere ligeramente del original pero que necesita de él para existir. No sabemos el sistema territorial ni político al que pertenece, ¿será Aquilea capital de un país parecido a la Argentina? Mejor aún: ¿estará Aquilea cimentada del conjunto de relatos que murmuran simultáneamente los porteños?, ¿será un espejo, un agujero negro o únicamente el boceto que una escritora materializa en su libreta? Posiblemente su existencia dependa de la mirada de un exiliado sobre su tierra de origen, tal como Hugo Santiago volvió a Buenos Aires para filmar Invasión después de estar una vida en París (donde por cierto fue discípulo de Robert Bresson). Lo cierto es que este lugar existe en la pantalla, y depende también de la cámara que, alineada a los pasos del tango, filma en diagonales, geométricamente, y con una pequeña pero rigurosa fuerza de inclinación. Con el paso del tiempo, y a pesar del señalamiento de sus coordenadas, Aquilea es cada vez una ciudad más secreta: no por sus demarcaciones físicas sino por los recorridos de los personajes, que anudan el espacio con sus movimientos. El sonido más recurrente a lo largo del metraje es el de los pasos: ellos definen una forma de lectura de la ciudad, tal como el subrayado determina la apropiación de un libro. Puede ser que, en un mecanismo que gustaba a Borges, el subrayado termine por ser más amplio que el libro, los pasos más sinuosos que la ciudad, Aquilea más ancha que Buenos Aires, e Invasión la más duradera de las partidas de ajedrez, jugada infinitamente en espera de encontrar por uso un catálogo secreto de nuevos órdenes posibles, acaso tan libres como lo permiten las reglas de la invención.


    Rafael Guilhem |
    © Revista EAM / Madrid


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