Quedarse en la corteza
Crítica ★★☆☆☆ de «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», de José Luis Torres Leiva.
Chile, Argentina, Alemania, 2019. Título original: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Dirección: José Luis Torres Leiva. Guion: José Luis Torres Leiva. Producción: Catalina Vergara (Globo Rojo Films), Constanza Sanz Palacios, Paulo De Carvalho (Autentika Films). Fotografía: Cristian Soto. Montaje: Andrea Chignoli, José Luis Torres Leiva. Reparto: Amparo Noguera, Julieta Figueroa. Duración: 89 minutos.
En 1986 David Lynch ponía de manifiesto la necesidad de trasladar el imaginario de lo cotidiano –en su caso, la cara más positivista del sueño americano– hacia terrenos más oscuros, orgánicos e irracionales. Demostraba, con un simple movimiento de cámara en Terciopelo azul, que bajo el impecable jardín del estadounidense medio yacía un universo inexplorado, cuyas leyes son las fuerzas atávicas de una naturaleza que iría invadiendo el estrato superior de la existencia. Ocho años después, en Sátántangó, Béla Tarr volvía a recurrir al travelling como gesto de traspaso entre la realidad de sus esperpénticos personajes y un paisaje natural despiadado e inasible que se acababa posando por encima de la tambaleante convivencia que entre ellos podía generarse. En 2008, al otro extremo del globo, José Luis Torres Leiva recuperaba en su debut El cielo, la tierra y la lluvia el movimiento de la cámara como mecanismo para el traspaso, ahora desde los códigos del drama verista más festivalero, traspasado por un imaginario definitivamente más próximo a un Romanticismo existencialista que al retrato contenido. Con el establecimiento de este diálogo entre escalas –una cósmica y la otra íntima–, incluso cercano a una cierta espiritualidad à la Malick, Torres Leiva ponía la primera piedra para la película que, once años más tarde, hoy nos ocupa. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos sigue el patrón de ese sorprendente debut, esta vez con una propuesta que mira afuera, a la naturaleza y las historias que en ella se gestan, para resolverse entre la cándida emoción y el pavor existencial.
En la película, Julieta Figueroa y Amparo Noguera se ponen en la piel de dos mujeres que han compartido toda una vida juntas y que, ante el anuncio de la enfermedad terminal de una de ellas (María, el personaje de Figueroa), deciden refugiarse en una pequeña casa en el bosque para esperar allí la inminente llegada de la muerte. Durante los días que seguirán, la enferma se dedicará a leer en voz alta historias que de alguna forma pueden relacionarse con su propio miedo al final: el cuento de una niña salvaje a quien una anciana acoge en su casa, el relato de un encuentro sexual espontáneo entre su tío y otro hombre... Así, la que en sus inicios es una película sobre una inaplazable despedida pronto se ve multiplicada en dos capas de la narración: la vida superficial e inmediata (el desarrollo de la enfermedad, la relación en pareja), superpuesta al mundo del cuento, de la metáfora.
El núcleo duro de la cinta, por lo tanto, se desarrolla en el traspaso entre estratos, en el deambular de la cámara entre dos realidades a priori antitéticas y, sin embargo, colindantes. En la orilla de lo cotidiano, un drama arraigado en la búsqueda del primer plano, terreno que sabemos fértil para el trabajo sobre el rostro de las actrices. Una apuesta que rinde homenaje a la planificación que Ingmar Bergman consolidó durante toda su carrera y sobre la cual Torres Leiva poco aporta, a pesar de que tanto Figueroa (ya habitual en sus películas) como Noguera esgrimen un destacable dominio sobre su propia expresividad, sobre todo en los momentos de comunión emocional –desde la alegría se saberse en buenas manos al volante de un coche hasta encuentros que vibran con el más profundo resentimiento, fruto de meses de cuidados estrictos. Aun así, ni el trabajo de las actrices puede salvar a la película de caer en los grandes lugares comunes del subgénero de parejas terminales (el desplomo emocional, la bella casa en el campo, un final seco y agridulce…), emitiendo aquel runrún de historia ya muy vista –lo cual es un auténtico «mérito», considerando incluso la poca trama que realmente «hay» en la cinta.
▼ Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, José Luis Torres Leiva.
Sección oficial a competición del Festival de San Sebastián.
Sección oficial a competición del Festival de San Sebastián.
«Sí hay momentos en que algo oscuro invade la cotidianidad... O escenas en que, de repente, la ausencia se apodera de la acción, como si efectivamente la muerte ya hubiese llegado, solo que sin llamar a ninguna puerta. Pero estos son solo destellos de genio en una cinta que, en general, anda demasiado ajetreada abriendo puertas-metáfora a su universo llano como para entrar en alguna de ellas».
Pareciera, pues, que el valor de la propuesta recae en aquel traspaso que la vertebra y que la cuestiona en dos (quizás tres) grandes digresiones argumentales. Pero en Vendrá la muerte y tendrá tus ojos no queda brizna alguna de aquella originalidad que en 2008 sí logró apuntalar un paso más en la tradición de cineastas como Lynch o Tarr. Once años más tarde, el gesto de traslado o caída al mundo del cuento sigue siendo literalmente idéntico a la planificación que Torres Leiva proponía en aquel entonces –majestuosos zooms hacia el bosque con un tétrico diseño de sonido de fondo, travellings desde la acción al detalle de la corteza de un árbol, el vaivén entre el primer plano y el opulento gran plano general–, como si el realizador solo pudiese referenciar su propio cine como motor para los engranajes de su «nueva» película. Una historia hilada, al fin y al cabo, a partir de constantes referencias visuales al latir del corazón de una naturaleza oscura, que se da a un cierto espíritu animista y que, si la tomamos literalmente, acaba por asociar la cotidianidad de las mujeres protagonistas con un simple «misterio» cósmico. Una relación que –por su radical simplicidad a pesar de sus aires de sofisticación– no deja de resultar problemática: ¿Las mujeres son misteriosas porque son lesbianas o solo porque son mujeres? Corramos un tupido velo.
Abandonada la baza de un gesto repetitivo y frívolo, en nuestra mano no queda más que explorar el contenido de las historias hacia las que este deriva: el encuentro entre la abuela y la salvaje (interprétese vagamente como alegoría dicotómica entre cuidado y libertad), seguido por el boy meets boy sexual de dos desconocidos a la orilla de un lago (léase como referencia a lo puro y pasional del primer amor, enfrentado a la decadencia de un cuerpo y una pasión moribundos). Más interesante que estos dos tropos –que ya huelen a viejo–, escondido en un segundo término y pronto olvidado, queda el poema homónimo de Cesare Pavese: «Tus ojos / serán una palabra hueca, / un grito ahogado, / un silencio». La sombra de la muerte, sin embargo, solo cruzará la mirada de María unas pocas veces, retrasando lo funesto de su anuncio a base de digresiones y guardando solo algunas escenas sugerentes para rendir homenaje al que se suponía que era el tema de la película: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Aunque, a decir verdad, sí hay momentos en que algo oscuro invade la cotidianidad, como cuando la moribunda, en trance, recita los versos apocalípticos de Pavese en medio de una partida de dominó. O escenas en que, de repente, la ausencia se apodera de la acción –quede en nuestra memoria ese tractor abandonado a su suerte en medio del campo–, como si efectivamente la muerte ya hubiese llegado, solo que sin llamar a ninguna puerta. Pero estos son solo destellos de genio en una cinta que, en general, anda demasiado ajetreada abriendo puertas-metáfora a su universo llano como para entrar en alguna de ellas | ★★☆☆☆
© Revista EAM / Festival de San Sebastián