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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Les enfants d'Isadora

    De la vivencia al gesto

    Crítica ★★★★☆ de Les enfants d'Isadora, de Damien Manivel.

    Francia, Corea del Sur, 2019. Título original: «Les enfants d’Isadora». Dirección: Damien Manivel. Guion: Damien Manivel, Julien Dieudonné. Producción: Martin Bertier, Damien Manivel (MLD Films). Fotografía: Noé Bach. Montaje: Dounia Sichov. Reparto: Agathe Bonitzer, Manon Carpentier, Marika Rizzy, Elsa Wolliaston. Duración: 84 minutos.

    Les enfants d’Isadora, «los hijos de Isadora», aquellos niños que en 1913 encontraron la muerte en el fondo del Sena. Su madre, también la madre de la danza moderna, idearía diez años después del suceso una sencilla coreografía, de nombre Mother, que pondría en movimiento el derrumbe emocional que había vivido como una forma de terapia. La nueva película de Damien Manivel (Le Parc) constituye su centro gravitacional alrededor de cómo el baile, a través de los gestos que lo componen, reclama siempre hablar de sí mismo para, en base a su carácter atemporal y anti-identitario, transformar la creación en un acto de empatía y libertad. De la vivencia personal al gesto democrático, argüiremos, solo hay un paso.

    Como en el resto de su filmografía, la historia que de la trama se puede deducir es mínima. Estructurada en forma de tríptico, la cinta propone tres acercamientos diferentes a la Mother de Duncan: el de una joven bailarina (Agathe Bonitzer) que investiga sobre la vida y obra de la coreógrafa para aprehender hasta el más mínimo detalle de la pieza –mente y cuerpo a la par–; el de Manon (Manon Carpentier), una preadolescente con síndrome de Down que ensaya esta danza junto a su profesora particular (Marika Rizzy); y, finalmente, el de una señora ya muy mayor (Elsa Wolliaston) que, habiendo asistido a la representación de Manon, recoge y reinterpreta su propia visión del dolor maternal. Tres (o cuatro) caracteres muy diferentes para un solo hilo conductor, una danza que se replica y que extiende el fantasma trágico de Isadora más allá del espacio y del tiempo. Será en el mismo baile donde se labrará la gran búsqueda de la cinta: ¿Cómo puede una coreografía de raíz tan personal, cuyo motor es eminentemente concreto y localizable (niños, Sena, 1913), transformarse y amoldarse a la experiencia vital de cada una de estas mujeres?

    Una cuestión que lleva meciéndose en la teoría de la danza prácticamente desde que esta existe; el eterno dilema, al fin y al cabo, entre el componente biográfico e innato de aquello que llamamos «expresión personal», casi como si de una propiedad se tratara, y una cierta noción de «estilo», que reclama una gestualidad de base universal e inmutable para poder reconstruirse variablemente a lo largo del tiempo. La autografía contra la alografía: dos polos que tensan la calidad imagística (de significación) del gesto –que es la unidad mínima en cualquier baile–, poniéndola contra las cuerdas. Así es que, si bien todo gesto admite una interpretación convencional (acariciar a los niños, decirles adiós), no hay en él ningún «significado» más allá de su propia existencia. Por ello, a pesar de que podamos «leer» un suave movimiento como el triste abrazo de una madre huérfana de hijos, a falta de comprender nada más allá de la convención, lo gestual en la danza acaba siempre reclamando hablar de sí mismo y, por lo tanto, de los mecanismos de significación y apropiación. En palabras del filósofo Giorgio Agamben: «El gesto es la visualización de una mediación, el descubrimiento de un medio como tal». Más allá, solo veremos su propio reflejo. ¿Dónde queda, pues, el dolor de Isadora y sus enfants?

    Les enfants d'Isadora, Damien Manivel.
    La última joya de Manivel compitió en Zabaltegi del 67SSIFF.

    «La película de Manivel va encontrando detalles, pequeños gestos que nos trasladan a un universo compartido y reconocible, a la vez que abren pequeños senderos a historias aún por desentrañar. Todos ellos, trazos del carácter docupoético de un cineasta francés –bailarín de formación– que, a pesar de su constante interés por los escondrijos de la realidad, ha recurrido al propio acto de creación artística para explicar algo tan sencillo como una mirada, una caricia o un abrazo roto».


    Parece que Manivel lo tiene claro, cuando coloca a sus personajes alumbrando paulatinamente los detalles de una tragedia que pronto descubrirán como suya. Ruega la profesora a Manon: «Cada gesto tiene un significado. Necesito que esta historia esté presente en ti, que exista, que te sumerjas en ella». Con ello, evidencia no solo que la significación no es inherente a ningún significante (gestual) –por lo que hay que realizar un ejercicio consciente de asimilación y transmisión para dotarlo–, sino que además un gesto, retomando las palabras de Agamben, es eminentemente anti-identitario, contrapuesto por naturaleza a cualquier noción de propiedad o biografía. Por ello, a pesar de lo compleja que es la formación necesaria para leer y ejecutar sus partituras (auténticos jeroglíficos para los desconocedores), Mother sobrevive al paso del tiempo; es lo que tiene estar compuesta del lenguaje más democrático del mundo: el gesto, hecho por y para todos, extendido de forma natural a lo largo del globo y desconocedor de clase o raza alguna.

    Al final, todo retornará a Isadora. Una artista que en sus ocho años de absoluta depresión no pudo crear nada, una mujer que un solo año después de su pérdida quiso tener otro hijo, muriendo este justo después de nacer. Si seguimos una visión barthesiana de la creación artística, entenderemos como «dar luz» a una obra es, en el fondo, desarraigarla de uno mismo, separarla de la experiencia personal y dejarla a merced del mundo, renunciando a cualquier relación de dominio sobre un tema del todo íntimo. Así, la coreógrafa, desde un punto de vista creativo, solo consigue superar su bloqueo artístico cuando despersonaliza su gesto traumático; cuando es capaz de externalizarlo, de hacerlo «público»; solamente entonces «el dolor se convierte en belleza». A la vez, transformar este gesto eminentemente vivencial (autográfico) en algo replicable (alográfico) implica, cómo no, abrirlo a la experiencia ajena; atemporalizarlo para, como ya hizo Muybridge con sus estudios gestuales –de hecho, Isadora aparece en alguna de sus sesiones–, deconstruirlo, preservarlo y actualizarlo. Otro gran proceso de alienación tiene lugar en el ámbito de lo corporal: muy destacable resulta, en este sentido, la fascinación que siente Manivel por las modelos no-normativas, en una parábola que va desde el carácter grácil, cuasi etéreo, de la chica de la academia hasta lo aparentemente tosco y anticanónico de la danza de Manon. El suyo, igual que el de la señora negra –vieja, obesa, jadeante (una gran dama de la danza norteamericana en la vida real)–, es una carcasa del todo diferente de la de Duncan y, sin embargo, vibra con la misma intensidad que de los lejanos pasos de la coreógrafa emanaba.

    Empodera saber que, a través de la creación artística, un suceso dramático puede extirparse y ser tratado fuera de uno mismo, transmitido y reformulado en una especie de cadena terapéutica que encuentra su último eslabón en el espectador. Por ello, quizás uno de los más bellos planos de la película es un travelling que recordaría a esa Shirin (Abbas Kiarostami, 2008), donde las mujeres eran a la vez sujeto y objeto de mirada, en una propuesta que tomaba toda su fuerza del espacio vacío entre ellas y nosotros, sentados al otro lado de la pantalla. La gestualidad de Mother, al fin y al cabo, conecta con el espectador por su capacidad de apelar a un imaginario común (convencional) relacionado con un sufrimiento atávico. De la misma forma, la película de Manivel va encontrando detalles, pequeños gestos que nos trasladan a un universo compartido y reconocible (la chica bostezando, Manon comiéndose un bocadillo con ahínco, los arduos pasos de la señora), a la vez que abren pequeños senderos a historias aún por desentrañar (quién es el compañero de la bailarina y por qué ese aire penumbroso, con quién discute airada la profesora de la niña por teléfono). Todos ellos, trazos del carácter docupoético de un cineasta francés –bailarín de formación– que, a pesar de su constante interés por los escondrijos de la realidad, ha recurrido al propio acto de creación artística para explicar algo tan sencillo como una mirada, una caricia o un abrazo roto | ★★★★☆


    Mariona Borrull |
    © Revista EAM / Festival de San Sebastián


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