It’s just a shot away
Crítica ★★★★☆ de «El faro», de Robert Eggers.
Estados Unidos, 2019. Título original: The Lighthouse. Director: Robert Eggers. Guion: Robert Eggers, Max Eggers. Montaje: Louise Ford. Fotografía: Jarin Blaschke. Música: Mark Korven. Duración: 110 minutos. Productora: New Regency Pictures / RT Features. Distribuida por A24. Diseño de producción: Craig Lathrop. Diseño de vestuario: Linda Muir. Intérpretes: Willem Dafoe, Robert Pattinson. Presentación oficial: Festival de Cannes 2019.
Con la llegada de la revolución industrial, las artes clásicas, que hasta entonces habían ignorado a la población media y se habían posicionado sin contemplaciones del lado de la burguesía, sufren un proceso de massmediatización por el cual, las esferas dominantes, comienzan a realizar obras adaptándose a las exigencias de un público mucho menos erudito, pero considerablemente más rentable. La masificación del producto originó la posibilidad de una cultura mucho más asequible y directa que no temía al descaro o a la aspereza de su trazo, sino que más bien lo abrazaban como una forma más de progreso. El cine, al igual que el resto de las artes modernas, nace ya como producto de esta coyuntura massmediática, por lo que no existe el agravio comparativo al no haber sido nunca creado para un público más específico que el masivo. Sin embargo, sí es verdad que, a lo largo del siglo XX, el cine consiguió escapar de la medianía y posicionarse dentro de lo que se denomina alta cultura, gracias al trabajo de Dreyer, Bergman y algún otro director que ignoró las corrientes de pensamiento popular y se atrevió a desafiar a la todopoderosa superproducción. Sin embargo, entre las películas de Dreyer y, por ejemplo, las de Steven Spielberg, existen otras que buscan enmascarar la futilidad de su mensaje con recursos de ornamentación desmedidos. Este es el caso del último filme de Robert Eggers, The Lighthouse; una obra que se ciñe a los típicos esquemas de la Midcult, con su lenguaje intencionadamente artificioso y tendente al lirismo, su inclinación a presentar personajes "universales", pero de universalidad alegórica y manierista, y la mimetización de fuentes vanguardistas de éxito. De este último punto nos daremos cuenta en los primeros compases de la película, cuando atendamos al abigarramiento de algunos primeros planos que muestran rostros desencajados de tonalidades inauditas que ni tan siquiera el blanco y negro es capaz de disimular. Con esta apariencia de cine expresionista alemán, Eggers inicia su arduo recorrido para tratar de falsear el mensaje por medio de la estética y así obtener una alta cultura corrupta o, al menos, simplificada para el gran público.
Antes de continuar, es necesario dejar claro que, en pleno siglo XXI, ni la massculture ni la midculture son términos que respondan a características denigrantes, en cualquier caso, ni mucho menos es lo que tratamos de exponer con esta crítica. Lo que es innegable es que el director no pretendía realizar una película de la complejidad o la profundidad de su ópera prima, The Witch, solo hay que echar un vistazo al reparto para darse cuenta de ello; Robert Pattinson, pese a que realiza una interpretación majestuosa, es lo que podríamos llamar un reclamo de masas en sí mismo. De esta forma, el director es capaz de presentar un producto aparentemente complejo, destinado a una audiencia privilegiada, pero entendible y disfrutable por cualquier consumidor. La premisa es simple, y parte de las consecuencias de encerrar a dos hombres en un lugar recóndito, desprovistos de cualquier contacto con el exterior, durante un período de tiempo prolongado. Así, Eggers examina las relaciones y emociones de estos dos hombres cuyo vínculo, marcado por constantes retos de dominación y masculinidad, irá involucionando de lo lacónico a lo ridículo, de lo apático a lo grotesco, aunque en ese tránsito hacia el esperpento, surgirán como pequeños refugios afectivos largas noches al abrigo de una botella, compartiendo el calor de su licor y la frialdad de su cristal, abrazados a ella en una suerte de religión sintoísta mientras Thomas Wake, el farero más experimentado en el desamparo y la soledad, contagia la corrupción de su mente y su alma a su nuevo ayudante, Ephraim Winslow. Lo que en manos de cualquiera de los directores antes citados podría haberse convertido en un banquete filosófico sobre la soledad y la perversión, Eggers lo desdramatiza por medio de una banalización de la vanguardia clásica y la reducción de ésta en un elemento de consumo. Ostentando una ineludible dignidad estilística exterior, la cinta da en el blanco posicionándose como un producto de gran salida comercial que es consciente de su posmodernismo. Así, esta revisión de lo clásico y lo erudito, al inscribirse ahora en un círculo más amplio y permitir su asimilación en nuevos contextos, no sólo está adquiriendo una nueva función narrativa, sino que también está trasladando a las nuevas generaciones y al público medio la posibilidad de acercarse a fuentes culturales que hasta ahora le resultaban inabarcables.
▼ The Lighthouse, Robert Eggers.
La confirmación de Eggers con una de las sensaciones de la pasada Quincena de Realizadores de Cannes.
La confirmación de Eggers con una de las sensaciones de la pasada Quincena de Realizadores de Cannes.
«The Lighthouse, con su nebulosa apariencia, el desagradable hedor que nos llega de las incontrolables flatulencias de Thomas Wake y la magistral compenetración de dos actores en un escenario reducido y simplificado hasta la más mínima expresión, consigue insertarse en nuestra memoria y permanecer en el recuerdo como una experiencia cinematográfica de primer orden».
En este proceso de reformulación cultural, Eggers toma prestados procedimientos del expresionismo y el humanismo y los adapta para trazar un mensaje comprensible y, sobre todo, disfrutable por todos. Estos procedimientos, pese a que ya son notorios y sobradamente divulgados, emanan un aire de innovación gracias al cambio de contexto en el que han sido aplicados. De este modo, el clásico enfrentamiento maniqueo y los conflictos morales, en la dramatización de Dafoe y Pattinson, resultan novedosos, por lo que pueden ser entendidos como una provocación de efectos y, en consecuencia, como nueva forma de expresión artística, originando una satisfacción inmediata en el espectador al quedar convencido de haber obtenido el conocimiento necesario para un encuentro con la cultura.
El realizador se consagra como narrador de historias al obtener un mensaje tan convincente con un producto tan simple, y lo hace gracias a un estilo muy utilizado por los grandes maestros de la literatura del siglo XX, usando diálogos cortos, con la simplificación de las palabras en los temas más comprometidos y situaciones de confrontación planteadas a través de comportamientos extremos. No existen los espacios entre ideas, la lógica verborreica de los protagonistas es escupida, más que razonada con serenidad, mientras se solapan los conceptos y se transmiten ideas erróneas que aclaran la metáfora principal. Es por ello que existe un gran número de conectores entre frases, y el polisíndeton se convierte en la principal figura retórica de aquellos momentos de descontrol etílico en los que ambos personajes terminan perdiendo el conocimiento después de una larga noche de desinhibición sentimental, desnudándose sin pudor ante el extraño con el que se despertarán a la mañana siguiente. Y así es como The Lighthouse, con su nebulosa apariencia, el desagradable hedor que nos llega de las incontrolables flatulencias de Thomas Wake y la magistral compenetración de dos actores en un escenario reducido y simplificado hasta la más mínima expresión, consigue insertarse en nuestra memoria y permanecer en el recuerdo como una experiencia cinematográfica de primer orden, todo ello sin tener que recurrir a manidas comparaciones con el capitán Ahab o cualquier otra sensación literaria, pues Eggers se encarga de que su obra ya disponga de la suficiente relevancia mediática para hacer de sus personajes inolvidables | ★★★★☆
© Revista EAM / Festival de Cannes