Cómo hacer crac
Crítica ★★★★☆ de «El crack cero», de José Luis Garci.
España, 2019. Dirección: José Luis Garci. Guion: José Luis Garci, Javier Muñoz. Productoras: Nickel Odeon Dos, Areta Investigación A.I.E. Música: Jesús Gluck. Fotografía: Luis Ángel Pérez. Montaje: xx. Producción: José Luis Garci, José A. Sánchez, Anna Hapenko. Reparto: Carlos Santos, Miguel Ángel Muñoz, Luisa Gavasa, Patricia Vico, Pedro Casablanc, María Cantuel, Macarena Gómez, Belén López, Raúl Mérida, Cayetana Guillén Cuervo, Luis Varela, Ramón Langa, Andoni Ferreño, Alfonso Delgado, Jacobo Dicenta, Samuel Miró, Susana Paz, Jero García, Daniel Huarte. Duración: 122 minutos.
Primera imagen, exterior nocturno de una gasolinera de autovía. Pasamos al interior de un bar de carretera, a una partida de mus y a una situación que se tensa por dos personajes que entran a escena. Ahí tenemos al siempre imperturbable Germán Areta (Carlos Santos), inmerso en su jugada hasta que decide tomar cartas en el otro asunto. Con unos pocos planos, ya hemos vuelto al universo de El crack (1981), casi cuarenta años después o seis años antes según atendamos al tiempo externo o al interno. Las dos mediciones son igual de relevantes. El crack cero, desde estas primeras imágenes, nos plantea un recomienzo que tiene que ver tanto con volver a insuflar vida al noir español por excelencia como con arrojar nueva luz sobre el ya conocido personaje de Alfredo Landa. Respecto a lo primero, la secuencia inicial desliza una autocita clara, que hace destacar precisamente las diferencias. No solo el blanco y negro frente a los colores sucios, algo desnaturalizados, de las dos cintas originales; sobre todo los cambios atmosféricos. En El crack, un Areta solitario y parco en palabras («Bareta, dame el mechero o te quemo los huevos» y «¿Qué tiene de postre?»: dos sentencias que bastaban para convertir a Landa en detective hard boilded) despachaba a la pareja de quinquis atracadores, y su salida del bar de carretera se puntuaba con una larga sucesión de estampas de carreteras radiales. Areta apenas despegaba los labios, pero su conducción bajo las luces de la M-30 y las avenidas madrileñas enunciaba un soliloquio potentísimo. El del detective definido por los márgenes urbanos, por la noche y por el deambular. El investigador privado, expolicía, autoexiliado de los centros de poder corruptos e insondables que despertaban los primeros desengaños con la Transición.
El Areta de Santos, aunque ya taciturno, aún se deja ver dicharachero, al calor de la compañía de sus compadres de mus en un bar animado. Este es un Areta que ya ha dejado el cuerpo de policía, pero que está por afrontar su auténtico crac interior. De ahí que los interludios a base de paisajes urbanos del Madrid de la época —tomados en este caso, por cierto, del archivo personal de Garci— tiendan aquí a la concisión, al leve punteo: nuestro protagonista aún no tiene un vacío al que dar cuerpo en esos espacios. A este Areta le conocemos una cercanía insólita en una escena en la que concede una apertura emocional ante su chica, mientras los ojos de Santos brillan más que nunca. Y uno no puede evitar volver a recordar aquel Areta que, en El crack dos (1983), no era siquiera capaz de dejar escrito sobre la pizarra de su casa un mensaje amoroso («Eres lo mejor que tengo») al personaje de María Casanova. En perfecta consecuencia, la imagen final de El crack cero nos lleva a la transición, en minúsculas: la de su protagonista. Ya marcado por el dolor que le define de cara a su versión futura (o pasada) encarnada por Landa, Garci nos lo presenta antes de los títulos de crédito en absoluto silencio. De paso, en unos de los finales más poderosos que vamos a encontrar en mucho tiempo, el cineasta demuestra un dominio absoluto de los tiempos y los modos del cine clásico americano que tanto le ha moldeado. Observen cómo Garci comienza a definir la secuencia por la mera acción de entrar de su personaje; cómo destapa poco a poco la revelación emocional en forma de LP envuelto para regalo; cómo la cámara se mueve con absoluta precisión, de las piernas de Areta sobre el tocadiscos que emite las notas de Cole Porter, para enseguida subir al personaje que reconoce el noqueo, retrocediendo y dejándose caer sobre un sillón; y cómo la iluminación tan contrastada alterna entre las luces y las sombras sobre sus ojos y rostro. La penumbra sobre Areta nos adelanta las sombras bajo los neones tenues, imagen esencial de los cracks ochenteros.
▼ El crack cero, Jose Luis Garci.
Filmax estrena la vuelta del gran clásico del cine español.
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«Los modos de Garci pueden parecer ya muy vistos hasta que el director se concede el tiempo necesario para que cada escena los despliegue en todo su potencial. Entonces se nos desvela su precisión en los encuadres y composiciones, el equilibrio entre las figuras enfrentadas y, sobre todo, la majestuosidad que hay en filmar una mirada».
Más allá de sus autorreferencias, El crack cero es también una maravillosa rara avis en la cartelera actual, una cinta que combina los recursos del clásico americano con un trabajo en la depuración formal: Garci rueda a base de planos-contraplanos, de escasos pero significativos movimientos de cámara, de abundantes encadenados y fundidos, de iluminaciones artificiales y medidas. A la vez, estos recursos se disponen sobre una puesta en escena a base de interiores y secuencias de conversación. Como Paul Thomas Anderson en Puro vicio, en un paralelismo un tanto exótico, Garci parece entender aquí que el cogollo del noir está en los diálogos, y que estos no sirven tanto para avanzar la investigación como para sentarse junto a los personajes. No hablamos solo de su contenido, que Garci aproxima más al recital y siembra de referencias literarias y cinéfilas personales, sino de la forma que tiene de filmarlos. Los modos de Garci pueden parecer ya muy vistos hasta que el director se concede el tiempo necesario para que cada escena los despliegue en todo su potencial. Entonces se nos desvela su precisión en los encuadres y composiciones, el equilibrio entre las figuras enfrentadas y, sobre todo, la majestuosidad que hay en filmar una mirada. Con algo tan sencillo como la afinación de los raccords, en El crack cero emerge algo tan elemental como la fuerza de un rostro, de unos ojos, de una luz sobre ellos y (por último y menos importante) la fuerza de las palabras que expresan. En este sentido, el blanco y negro contribuye a la misma depuración al hacer abstractas las formas de los ya de por sí minimalistas interiores. Que al cine de Garci se le tienda a percibir hoy en día como algo viejo o apolillado habla, más que nada, de un fracaso del cine. De un olvido de que, por encima de despliegues de grandilocuencia visual, escenografías recargadas y demás trucos de lucimiento, este es un arte que se puede reducir a la luz y las miradas. Y películas que las rueden tan bien como El crack cero ya hay pocas | ★★★★☆
© Revista EAM / Madrid