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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crónica de la 67ª edición del Festival de San Sebastián (+ tops 10)

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    Análisis de la 67ª edición del Donostia Zinemaldia & tops 10 de nuestros redactores.

    Tenemos que hablar de Joker. El tema es algo tangencial para empezar con él una crónica del Zinemaldia, pero define demasiado bien ciertas fisuras del mundillo de los festivales como para pasarlo por alto. La apuesta de la cinta de Todd Phillips parece clara y recoge algún intento fallido previo como el de Fox con Logan: presentar una peli de superhéroes que sea pueda ser percibida con la etiqueta de cine de calidad. Es decir, sin dejar de aprovechar las ventajas del género —el tirón comercial de su universo narrativo— darle al asunto un aura de respetabilidad propia del cine de festivales. No es, quede claro, el primer filme de superhéroes que juega a la gravedad, a ese tono discursivo de quien habla de temas profundos e importantes. Pero sí busca ser el primero que consagre esa apuesta entrando en la carrera de premios como una contendiente principal. Joker, digámoslo claro, quiere estar en los Oscar. Quizá como forma de compensar la delantera que Marvel en su vertiente cinematográfica lleva a DC no solo en resultados financieros, sino en simpatías del gran público. La productora parece haber tomado buena nota de lo mucho que están convergiendo los discursos de la carrera de premios y el circuito de festivales, y se ha apuntado un primer tanto llevando a competición la película en Venecia y cosechando nada menos que el León de Oro. La forma del agua y Roma, anteriores ganadoras del certamen italiano, obtuvieron enormes réditos de cara al Oscar de este primer impulso. Venecia, pues, es una nueva puerta de entrada a ese leviatán en el que se ha convertido la «carrera de premios», que desde casi medio año antes de la ceremonia de los Oscar ya determina la recepción de la mayoría de películas americanas —y algunas pocas extranjeras que consiguen entrar en el juego—. El festival europeo más longevo y los premios de la Academia de EE.UU. firman así una curiosa convergencia.

    Lo avisábamos, el asunto era algo tangencial. La cosa es que San Sebastián ha aportado su granito de arena a la maniobra programando Joker como la «película sorpresa» de esta edición —sorpresa relativa, puesto que se destapó oficialmente cinco días antes del pase. En su nota de prensa, el certamen titulaba: «El Festival de San Sebastián realizará por primera vez una proyección de forma simultánea en seis ciudades». Indirectamente, estas palabras desvelan lo que hay detrás: un preestreno inflado. La proyección de marras se hizo solo seis días antes del estreno de la película en todos los cines de España, y podía haber funcionado como cualquier otro preestreno si no fuera porque se ha buscado darle la «respetabilidad» de formar parte de la programación de un viejo festival europeo. Donostia, como Venecia, ha accedido a contribuir a la campaña de marketing, a aportar su empujoncito a un hype tan bien diseñado. Con éxito, podríamos añadir, basándonos en una simple observación: de todos los pases de prensa de San Sebastián este año, el que más colas ha generado con mucha diferencia ha sido el de Joker. Una película, insistimos, que iba a poder verse en cualquier cine de nuestra geografía seis días después. La frase hecha de que a San Sebastián —o a los festivales, en general— se va a ver un tipo de cine que es más difícil de encontrar en salas se nos tambalea un poco.

    Pero antes de que esto parezca una diatriba elitista contra el gran público, ese término que apenas significa nada, vale la pena que nos preguntemos: ¿se puede culpar a la concurrencia del festival por acudir en masa a Joker después de nueve días de planos fijos eternos, historias socialmente comprometidas y demás modismos de autor importante a razón de tres o cuatro al día (y eso los menos espartanos)? O, dicho de otro modo, ¿ese «cine que no llega a las salas» que muestra un festival como San Sebastián da por sí mismo los suficientes elementos de disfrute como para que uno no acabe rogando por alguna película en la que la que pasen cosas a cierto ritmo? Atendiendo a la sección oficial que ha ofrecido el Zinemaldia este año, tenemos la respuesta clara. No. Ni de lejos. Comenzamos a despacharla.

    ▼ «A Dark-Dark Man», de Adilkhan Yerzhanov; «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», de José Luis Torres Leiva;
    «Blackbird» de Roger Michell; «Patrick» de Gonçalo Waddington.


    A menudo, ante el cine más abiertamente de género, uno suele estar más atento a tópicos narrativos o visuales y no tarda en señalarlos como defectos cuando no funcionan de forma orgánica. Pero quizá tendríamos que empezar a hablar de las convenciones del cine de festivales, que darían hasta para publicar un manual. Porque no es normal la manera en la que una película como Patrick (Gonçalo Waddington, Portugal) abusa de los planos eternos del rostro impávido de su protagonista, que se toma todo el tiempo del mundo para meditar antes de contestar con monosílabos a las preguntas más sencillas: «—¿Tienes hambre? [primer plano de un minuto del protagonista] —No». Dicho protagonista, habría que aclarar, sufre un estrés postraumático tras años de secuestro que lo ha convertido en ese spleen andante, por lo que el presente comentario se puede entender como una frivolidad. Lo asumimos. Pero, como comentaremos algo más adelante, hay casos en los que el trabajo con el plano fijo y los silencios se trabaja de forma coherente con el relato y no se aferra a un trasfondo traumático que, por sí solo, debería despertarnos la empatía o al menos su simulacro. A los planos prolongados hasta la extenuación se abonan otras películas de autorismo manierista como Mano de obra (David Zonana, México), A Dark-Dark Man (Adilkhan Yerzhanov, Kazajistán) o Lhamo and Skalbe (Sonthar Gyal, China), esta última además la quintaesencia de otro rasgo típico: los continuos desenfoques y reenfoques de los planos, a menudo para alternar voces en una conversación, que maquillan la pereza en la construcción de la profundidad de campo o el raccord de miradas en los planos-contraplanos —qué difícil es ya encontrar, si nos disculpan la digresión, una película que sepa filmar bien las miradas—.

    Cada una de las tres citadas, además, usa el plano largo como manera de alcanzar otro tic de «película de festival». Mano de obra se compone a base de estrictos planos fijos, a modo de retablos, que sirven para recalcar su condición de obra de tesis: ese cine que pone todos sus elementos al servicio de una idea teórica (las dinámicas entre poderosos y sometidos, en este caso) y nada más. Sus retablos inertes, de una puesta en escena sobrediseñada, resultan así hasta lógicos en una obra en la que todo nace muerto ante la cámara. Lhamo and Skalbe los combina con los mentados desenfoques, mucha cámara en mano y tomas desde el interior de vehículos sin rumbo discernible que harían llorar a Abbas Kiarostami —nos conformaríamos con que, al menos, hubieran limpiado el parabrisas para poder ver los paisajes—. En su caso, no tenemos muy claro qué pretendía conseguir más allá de funcionar como folleto turístico mal editado sobre las costumbres del Tibet. A Dark-Dark Man también se esmera en planos fijos y alguna que otra panorámica lenta, en su caso más atentos a los desolados paisajes que rodean a la trama policiaca. Y esta es la que más nos duele, puesto que de esta inercia monótona llegan a brotar ramalazos de violencia y comedia absurda que se diluyen entre el montón de nada. Como si hubiera en su interior una buena película peleando por salir. La de Yerzhanov, al menos, se asegura con ese estilo visual uno de los comentarios mitigadores más recurrentes que se pueden escuchar entre la concurrencia del festival a la salida de las salas: que, bueno, al menos tiene una fotografía bonita.

    ▼ «Y llovieron pájaros (Il pleuvait des oiseaux)», de Louise Archambault; «Mano de obra», de David Zonana;
    «Thalasso» de Guillaume Nicloux; «Pacificado» de Paxton Winters.


    Lo mismo ocurre con otra cinta mucho más indefendible: The Other Lamb (Małgorzata Szumowska, Bélgica-Irlanda-Polonia). Todo un ejemplo del complejo de algunos aspirantes a autor importante ante la posibilidad de que el público pueda percibir que han hecho cine de género. En su base argumental hay una película de terror sobre sectas —una comunidad rural de chicas adolescentes liderada por un pastor, ya se imaginarán con qué fines no precisamente religiosos— que se ahoga entre continuos simbolismos visuales, visiones oníricas aleatorias y todo iluminado encuadrado con mucha exquisitez y parsimonia. Szumowska se convierte aquí en ese estereotipo del director intelectual que no concibe una película sin al menos dos metáforas por plano. Pero, ya saben, la fotografía es bonita.

    Tampoco podemos pasar por alto otro clásico como el cine de compromiso social. En la sección Perlas hemos tenido a un decano en estas lides como Ken Loach, mientras que por sección oficial ha desfilado una posible seguidora de su escuela: la también británica Sarah Gavron, directora de Rocks. Y uno, con un poco de malicia, se imagina a la cineasta acercándose, embutida en una sudadera, a un grupo de chavales que hacen botellón en alguna callejuela de Tottenham para hacerles saber, señal de shaka mediante, que ella los entiende. Porque Rocks es básicamente eso, una película con todos los tics de director que comprende a la juventud. Planos temblorosos de adolescentes gritando y moviéndose mucho, cambios a formato vertical que imitan los vídeos de Instagram y mucho hip-hop en la banda sonora. El problema radica en que solo con eso no se construye una estética que sostenga a todo un largometraje, y aquí la cosa se queda en una historia sobre dos hermanos abandonados por su madre que no propone mucho más que seguirlos haciendo cosas de chavales de extrarradio. Por menesteres parecidos se mueve la brasileña Pacificado, ganadora de la Concha de Oro. La película de Paxton Winters, eso sí, es más mesurada en su dispositivo formal y algo más convencional en su narrativa: la historia sigue el regreso a una favela de su antiguo jefe mafioso, una vez que el gobierno ha relajado la vigilancia policial tras los Juegos Olímpicos de Rio. Aunque desliza las tensiones que esta vuelta genera con el nuevo jefe, más joven y desquiciado, es sobre todo el relato de una paternidad tardía que descubre este protagonista con su hija preadolescente. Se agradece el tono pedestre de Winters, que rueda en la auténtica favela desde su cercanía personal, pero no hay mucho más donde rascar. El trabajo visual resulta plano y el guion termina echando mano de alguna que otra trampa, y se resiente de su indeterminación entre la acción y el intimismo.

    Ahí tenemos otro problema habitual de las programaciones: que con intentos poco sutiles de autorismo se combinan películas cuyo trabajo puramente cinematográfico se limita a poco más que poner la cámara en alguna parte y juntar los planos de cualquier manera. Es el caso de Proxima (Alice Winocour, Francia) o Y llovieron pájaros (Louise Archambault, Canadá), películas que mitigan su impersonalidad visual mediante algún «tema importante» que pueda alejar las sospechas de telefilme. La primera lo hace con la historia de una mujer astronauta y la inevitable subtrama de empoderamiento, la segunda con una historia en torno a personajes ancianos que no se deja un tema candente por tocar: el abandono en las residencias, la eutanasia, el sexo... Son cuestiones, eso sí, algo incidentales en películas que en el fondo van a historias más vistas. Proxima se centra en la relación maternofilial, Y llovieron pájaros en la cuestión de las segundas oportunidades.


    ▲ De izqda a dcha: «Zeroville» de James Franco; «Lhamo and Skalbe» de Sonthar Gyal;
    «Proxima» de Alice Winocour; «The Other Lamb» de Malgorzata Szumowska.

    San Sebastián también ha disminuido este año sus concesiones al cine de género, la gran cuenta pendiente de los festivales de cabecera europeos. Lo más parecido es The Audition (Ina Weisse, Alemania), que podemos imaginarnos como lo que habría salido de Whiplash si Damien Chazelle fuera un director intelectual europeo. Aquí, lo sabemos, nosotros mismos hemos tirado de tópico y ni siquiera hemos sido originales, puesto que Weisse rechazó la misma comparación cuando se la plantearon. Pero como idea general nos vale, puesto que la temática no anda muy lejos: la relación cada vez más viciada entre una profesora de violín y su alumno por la alta exigencia de la primera. The Audition es una película formalmente más sólida, aunque un poco limitada al efectismo. No busca mucho más que explotar la tensión entre unos personajes de difícil simpatía, marcados por su adicción al trabajo o los estudios y sus caracteres perfeccionistas. Y lo consigue, pero a los pocos días uno se descubre incapaz de recordar alguna de sus imágenes. Más difícil de encasillar en tics festivaleros es Vendrá la muerte y tendrá sus ojos (José Luis Torres Leiva, Chile), que también se abona a los planos prolongados pero por momentos logra fascinar en las derivas que se toma de su relato, en torno a una pareja de mujeres que encaja la enfermedad terminal de una de ellas. En varias ocasiones, Torres Leiva se fuga de este argumento mediante meandros narrativos y planos ensimismados en la textura de los cuerpos o los bosques. Tenemos poco más que decir de ella de momento, porque nos limita otro clásico de los festivales: la somnolencia que asalta en las sesiones de las cuatro de la tarde, con varias películas ya acumuladas, pocas horas de descanso y el estómago lleno. Al menos, y no es poco, nos emplaza al revisionado.

    Vale la pena señalar que también ha habido algunas concesiones al desenfado. La primera es la francesa Thalasso (Guillaume Nicloux), rodada con la pericia visual de un youtuber que hace sketches pero que logra grandes golpes de disparate a base de juntar a Michel Houllebecq y Gérard Depardieu haciendo de sí mismos. Nicloux juega a representar a la vez que ridiculizar la conocida «incorrección política» que este dúo suele presentar como una suerte de rebeldía contra el sistema: los dos la ejercen en Thalasso, pero su objetivo no es alguna ideología dominante en Francia, sino las normas de comportamiento de un balneario en el que están internados. Esta presteza al ridículo se remata con un falso cameo final del que no diremos más que coquetea (felizmente) con el trolleo. Zeroville (James Franco, Estados Unidos) también se presta al ridículo o al autosabotaje. Pero lo hace con tanta dedicación, en un salto sin red, que se hace difícil definirla como estupidez o genialidad. El hecho de que nos lo sigamos planteando al escribir estas líneas habla, creeemos, bien de ella. Aunque lo más comentado ha sido un tema ajeno a sus imágenes: la de Franco estaba en sección oficial a concurso hasta que su distribuidora rusa decidió estrenarla en salas comerciales el mismo viernes que se inauguraba el festival. Como las normas para festivales de clase A dictan que toda película a competición debe ser, al menos, una primicia continental, hubo que retirarla a última hora. Lo maravilloso de la chapuza es que viene a prolongar esa sensación ambivalente sobre la película, ese baile sobre el límite del desastre que Zeroville ha conseguido hasta sacar de la pantalla.


    ▲ «Audition (Das Vorspiel)», de Ina Weisse.
    Concha de Plata a la mejor interpretación femenina para un clásico de la cinematográfia germana: Nina Hoss.

    Por último, hay que dar cuenta de la representación española, con tres películas a concurso. Mientras dure la guerra (Alejandro Amenábar), La trinchera infinita (Jon Garaño, Aitor Arregi y Jose Mari Goenaga) y La hija de un ladrón (Belén Funes). De la de Amenábar lo más interesante, que no bueno, estriba en su manera de poner a convivir dos momentos históricos a distintos niveles fílmicos: el inicio de la guerra civil en su relato, el biopic de los noventa en sus maneras. Es algo paradójico que Amenábar quiera traer a la actualidad la cuestión histórica empleando unas formas que ya en su momento nacieron viejas. Asimismo, es curioso que estas formas, puestas en relación con las constantes de «cine de festival» que enumerábamos antes, nos ilustren también cómo el academicismo ha evolucionado en las últimas décadas. Hemos pasado de la pulcritud excesiva de películas como Mientras dure la guerra (que, pese a hablar de la guerra, destaca por lo limpitos que tienden a estar sus decorados y vestuario) a un cine más entregado a la suciedad en todas sus acepciones. En este sentido, La trinchera infinita encuentra un buen punto de equilibrio: sabe hablar de la ranciedad, y sabe rodarla. La trinchera que evoca el título es metafórica pero también muy física: se refiere al escaso metro y medio de falsa pared en la que su protagonista, un concejal de un pueblo andaluz durante la Segunda República, pasa encerrado casi treinta años para ocultarse de la represión franquista. Una trinchera que debe oler a sudor, a orina y a rancio. El trío vasco insiste, como en Handia, en jugar con las temporalidades amplias. Pero aquí compensan la dispersión de aquella con la acotación espacial que impone este escenario doméstico. Lo que no evita que, con todo, la película se resienta de tanto salto temporal y brille más en sus juegos entre interior y exterior, en la manera de rodar las miradas del protagonista, sus ojos ocultos en la oscuridad y su perspectiva entre la poca visibilidad que dan los huecos de la pared.

    Aun así, La trinchera infinita se erige como lo más salvable de esta sección oficial junto con La hija de un ladrón, ambas las más celebradas por la crítica. Esta última, además, ha contado con el factor sorpresa al ser el primer largometraje de una directora de la que apenas teníamos referencias. No estamos seguros de si el que una opera prima salve la sección de cabecera de un festival es algo que habla bien o mal de este. Pero ahí está la cinta de Funes brillando en algo que echábamos en falta en casi todas las demás: coherencia. La propuesta formal no está tan lejos de algunos dispositivos festivaleros como la cámara en mano, el componente social o los planos de cogotes. La diferencia es que aquí hay una fidelidad que lo arrastra todo, una fidelidad a una maniobra tan sencilla como insistir en la mirada. La hija de un ladrón no deja de perseguir a su protagonista, una humilde madre soltera que lidia con su padre, expresidiario, los cuidados de su hermano y su propio hijo y un novio más bien ausente. No deja, por tanto, de pedirnos que sigamos mirándola. De modo que lo que en un principio parece otra entrega de realismo a pie de calle se convierte en una cercanía adquirida con el personaje, en una afirmación de que vale la pena estar con ella. Su mayor logro, en definitiva, es que cuando la película se cierra con una frase de ella en off y la pantalla en negro, esa oscuridad nos duela.


    ▲ «La hija de un ladrón», de Belén Funes.
    Una de las buenas noticias de esta edición.

    Nos permitirán que, además de despachar la sección oficial, alarguemos un poco más esta crónica pese a lo mucho que nos hemos quejado de los alargamientos innecesarios. Meternos en todas las secciones paralelas sería demasiado, pero sí que queremos hablar de la tendencia del Zinemaldia, como la de Zeroville, al autosabotaje. Se ha repetido mil veces la idea de que la sección Perlas, que recopila lo mejor que ha pasado por otros festivales, es un agravio comparativo que el certamen se crea a sí mismo. Perlas se suele defender como la sección del público, pero vale la pena darle la vuelta a esta afirmación. No es tanto eso como la sección en la que el equipo de programadores elabora su visión de lo que puede gustarle al público general que va a festivales. No solo es relevante lo que se escoge, sino lo que se omite: la particularidad de Perlas es que cada película obtiene una media numérica de votaciones, por lo que incluir alguna propuesta especialmente heterodoxa puede generar un suspenso y el consiguiente agravio al director. Así que digámoslo de otra manera. Perlas es un gran medidor de los próximos éxitos del «cine de señoras». Este año, por su parrilla han pasado títulos de enorme consenso crítico como Parásitos (Bong Joon-ho) —Palma de Oro en Cannes—, Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma) o Hasta siempre, hijo mío (Wang Xiaoshuai). Pero la ganadora ha sido Especiales, la nueva entrega de algo que ya está por convertirse en género propio: las películas con el «de los directores de Intocable» en el cartel. Nakache y Toledano, sus artífices, no son precisamente los favoritos de la crítica. Pero saben tocar la fibra, con buen rollo y sin molestar, para la ocasión con una historia de niños autistas. La segunda más votada ha sido Sorry We Missed You, nueva obra de Ken Loach, que tampoco es conocido por su sutileza. Loach, más desde que ha formado tándem con Paul Laverty, entrega historias sobre el sufrimiento de la clase obrera que disfrazan su maniqueísmo de militancia. Y que, en el fondo, no pueden tener un mejor escenario para proyectarse que el que les ofrece San Sebastián: el teatro Victoria Eugenia, fruto arquitectónico del auge de la ciudad como el lugar de veraneo de la aristocracia, lleno de puños en alto emitiendo sus votos con alguna lágrima todavía por secar. Aquí la contradicción no es exclusiva del festival, pero se condensa muy bien.

    En realidad, si queremos escoger una sección con la que el Zinemaldia se condene a los agravios comparativos, esa es Zabaltegi. Hasta hace poco funcionaba como el cajón de sastre del festival, pero sus nuevos criterios de programación le han dado una consistencia admirable. Es la sección del cine radical, exigente con sus propias formas y siempre abierto a abrir los caminos expresivos. Después de tantos autorismos de imitación, uno encuentra en ella una obra tan monumental como Estaba en casa, pero... (Angela Schanelec). Una obra que emplea los mismos recursos expresivos —planos fijos, largos silencios y hermetismo— pero no los convierte en fines en sí mismos, sino en parte del trabajo riguroso de una película que habla de y desde la lucidez, de cómo vivir y observar al mundo desde el dolor y la consciencia de la muerte. O bien se encuentra algo como First Love (Takashi Miike), una película de género sin complejos y ante cuyo tratamiento del espacio, el montaje y el movimiento palidecen casi todas las demás. El problema es que, como Perlas, Zabaltegi es una sección recopilatoria. Todo lo que pasa por ella ya se ha presentado en otros festivales. Eso afecta a sus posibilidades de iniciar la recepción de las películas y por tanto ganar relevancia, pero también, sumado a la ausencia de cortapisas del público y las votaciones, rompe sus limitaciones. Zabaltegi elige sin la obligación de conseguir cintas inéditas o con facilidad para agradar, y con ese criterio sí que consigue lo que deberíamos esperar de un festival: películas más complicadas de encontrar en salas comerciales, que despliegan un auténtico trabajo con las formas fílmicas y que pueden resultar apasionantes. Nos queda esperar a que San Sebastián haga eso mismo con su sección principal.

    Las diez mejores películas de...


    ——Miguel Muñoz Garnica——

    1. Estaba en casa, pero... (Angela Schanelec)
    2. First Love (Takashi Miike)
    3. El lago del ganso salvaje (Diao Yinan)
    4. Atlantique (Mati Diop)
    5. Hasta siempre, hijo mío (Wang Xiaoshuai)
    6. Répertoire des villes disparues (Denis Côté)
    7. La hija de un ladrón (Belén Funes)
    8. Zeroville (James Franco)
    9. Scattered Night (Kim Sol & Lee Ji-hyoung)
    10. Luz de mi vida (Casey Affleck)

    ——Rubén Seca——

    1. Hasta siempre, hijo mío (Wang Xiaoshuai)
    2. El faro (Robert Eggers)
    3. Parásitos (Bong Joon-ho)
    4. Lo que arde (Oliver Laxe)
    5. La hija de un ladrón (Belén Funes)
    6. Sorry we missed you (Ken Loach)
    7. La trinchera infinita (Arregi, Garaño y Goenaga)
    8. First love (Takashi Miike)
    9. Mientras dure la guerra (Alejandro Amenábar)
    10. The Audition (Ina Weisse)

    ——Mariona Borrull——

    1. Les enfants d'Isadora (Damien Manivel)
    2. Zombi Child (Bertand Bonello)
    3. Parásitos (Bong Joon-ho)
    4. Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma)
    5. Lo que arde (Oliver Laxe)
    6. Estaba en casa, pero... (Angela Schanelec)
    7. Ema (Pablo Larraín)
    8. Hasta siempre, hijo mío (Wang Xiaoshuai)
    9. Répertoire des villes disparues (Denis Côté)
    10. Amazing Grace (Alan Elliott & Sydney Pollack)

    ——Germán Rubio (A positivar)——

    1. Lo que arde (Oliver Laxe)
    2. Parásitos (Bong Joon-ho)
    3. Una gran mujer (Kantemir Balagov)
    4. La trinchera infinita (Arregi, Garaño y Goenaga)
    5. El faro (Robert Eggers)
    6. Joker (Todd Phillipps)
    7. La hija de un ladrón (Belén Funes)
    8. La verdad (Hirokazu Koreeda)
    9. Sorry we missed you (Ken Loach)
    10. Proxima (Alice Winocour)

    ——Juan Roures——

    1. Ema (Pablo Larraín)
    2. A Dark, Dark Man (Adilkhan Yerzhanov)
    3. Las buenas intenciones (Ana García Blaya)
    4. Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma)
    5. El lago del ganso salvaje (Diao Yinan)
    6. Nuestras madres (César Díaz)
    7. Weathering With You (Makoto Shinkai)
    8. Parásitos (Bong Joon-ho)
    9. La verdad (Hirokazu Koreeda)
    10. La inocencia (Lucía Alemany)

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