Toxicidad humana
Crítica ★★★☆☆ de Quien a hierro mata de Paco Plaza.
España, 2019. Dirección: Paco Plaza. Guion: Juan Galiñanes y Jorge Gerricaechevarría. Productoras: Atresmedia Cine / Film Constellation / Playtime / Vaca Films. Fotografía: Pablo Rosso. Montaje: David Gallart. Música: Maika Makovski. Dirección artística: Javier Albariño. Vestuario: Vinyet Escobar. Reparto: Luis Tosar, María Vázquez, Xan Cejudo, Enric Auquer, Ismael Martínez. Duración: 107 minutos.
El mundo del narcotráfico ha inspirado relatos de lo más atractivos para un público por lo general bastante ajeno a los que los protagonizan. De ahí que las operaciones de compra y venta de estupefacientes, los preparativos y las secuelas de tan arriesgadas maniobras y el saldo vital que suele cobrarse aparezcan a menudo representadas, no solo con su lógica condena moral, sino también con un aire de elevado suspense más propio de una narración de espías internacionales u otros profesionales con los que el espectador de a pie tampoco suele estar familiarizado. Pero, y este es el dilema, los percibe a todos ellos como personas de una categoría superior por inalcanzable, pues se mueven más allá de las normas comunes o directamente al margen de la ley. En pocas palabras, y centrándonos propiamente en el cine, este por naturaleza nos cuenta estas historias de tal manera que casi siempre nos sintamos atraídos por ellas aunque se presenten hechos censurables, y tanto mayor será esa atracción cuanto más lejana, geográfica o culturalmente, sea la historia en cuestión, porque entonces se verá difuminado el potencial sentimiento de culpabilidad o rechazo que nos pueda suscitar. En cambio si aparece como un relato cercano, será mayor nuestra capacidad de identificación con los personajes pero paradójicamente podremos tener menos simpatía con ellos, pues cuanto más se aproximen a nuestros vecinos más posibilidades tendremos de juzgarles.
Paco Plaza parece ser muy consciente de este contexto en su última película, Quien a hierro mata. Después de la trilogía de Rec y la sugestiva Verónica, enmarcada igualmente en el género de terror, el director valenciano se desplaza a Galicia para situar en tierra tan idónea una nueva historia de sujetos tan terroríficos como son los narcotraficantes. Sin embargo el foco está solo parcialmente puesto en ellos, y en consecuencia el género es asimismo distinto, aunque entonces este padece cierta indefinición. Por un lado, Plaza supera en gran parte las cuestiones que hemos planteado antes porque el protagonismo recae en el enfermero encarnado por Luis Tosar, de nombre Mario, individuo al que nos resulta muy difícil juzgar por mucho que sus rasgos nos puedan resultar cómplices, al igual que pueda serlo su profesión. Trabaja concretamente en una residencia de ancianos, en la que es internado un tal Antonio Padín (Xan Cejudo), el capo de la zona, afectado por una enfermedad degenerativa, para cuyo cuidado prefiere instalarse en dicha residencia a volver a casa con sus dos conflictivos hijos. Estos pretenden llevar a cabo una operación en la que van a participar narcos colombianos y traficantes chinos, para la que necesitan el beneplácito y financiación del patriarca, que se niega a concederlos, por lo que aquellos la organizan por su cuenta. Huelga decir que a partir de ahí las cosas se tuercen, pero como adelantábamos la narración principal se centra en Mario y su relación con Padín, así como con su esposa embarazada (María Vázquez), contactos paralelos de los que también adivinamos su inevitable choque.
«Se trata por tanto de un suspense más propio de un thriller familiar, en el que se acentúa el carácter sangriento de algunos golpes de efecto pero sin ampliar la perspectiva de la violencia más allá de unas pocas relaciones de afinidad o parentesco, esbozadas con un realismo crudo».
Se trata por tanto de un suspense más propio de un thriller familiar, en el que se acentúa el carácter sangriento de algunos golpes de efecto pero sin ampliar la perspectiva de la violencia más allá de unas pocas relaciones de afinidad o parentesco, esbozadas con un realismo crudo. De ahí que esa violencia no sea propia del terror, que tiene un origen más trascendente o psíquico, y a la vez un mal más claramente identificable, pero tampoco se desarrolla en el marco habitual que comentábamos al principio, y por ello decíamos que aunque la premisa y la localización sean propias del susodicho subgénero, su núcleo no lo es ni se aplican por tanto sus parámetros tan característicos. En cualquier caso el metraje arranca con una escena muy típica suya, con uno de los hijos de Padín, Kike (Enric Auquer), torturando a un hombre hasta la muerte por ahogamiento, encerrado en una jaula sumergida en el mar. La secuencia se escenifica inicialmente con un solo plano que augura un relato intenso y dinámico, y al desplazarse al entorno de Mario nos lo muestra con una planificación más pacífica, relajada, apoyándose así en el lógico contraste entre dos mundos adyacentes que luego van a enfrentarse y resquebrajarse el uno al otro. El problema es que previamente, como vamos sabiendo a través de sus confesiones y unos esporádicos y pertinentes flashbacks, Mario ya está afectado por ese otro mundo, de tal forma que no es solo potencial víctima sino también inherente pecador. En este sentido el principal conflicto es interno y tiene que ver con su evolución personal, pero entonces la película va desaprovechando la intensidad que podrían proporcionar elementos externos, como hace esa primera secuencia. En cambio después presta poca atención, por ejemplo, al escenario carcelario, y no incide quizá de forma suficiente en la propia localización gallega, cuyo permanente cielo plomizo y en general naturaleza grisácea podría haber remarcado en mayor medida la atmósfera siniestra. Hay pues un conjunto de elementos algo desaprovechados que intentan compensarse con un final donde se suceden varias acciones, pero al extrapolar así el conflicto del marco interno al externo surgen algunas incoherencias narrativas en dicho desenlace, especialmente en torno al testamento tardío de Padín, así como algunos paralelismos de trazo grueso, como esa mano del moribundo asida a su cama contrapuesta a la mano de la mujer que está dando a luz. Queda eso sí el saber hacer de un siempre fiable Luis Tosar y de todo un elenco, con trabajos igualmente memorables de Xan Cejudo o Enric Auquer, que dotan de gran credibilidad a los sufrimientos de sus respectivos personajes, enmarcados en suma por un relato algo cojo pero inicialmente bien planteado y no falto de alicientes ni de talento | ★★★☆☆
Ignacio Navarro Mejía
© Revista EAM / Madrid