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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Proxima

    No te vayas mamá

    Crítica ★★★☆☆ de «Proxima», de Alice Winocour.

    Francia y Alemania, 2019. Título original: «Proxima». Dirección: Alice Winocour. Guion: Alice Winocour, Jean-Stéphane Bron. Producción: Isabelle Madelaine (Dharamsala), Emilie Tisné (Darius Films), Nina Frese (Pandora Film). Música: Ryuichi Sakamoto. Fotografía: George Lechaptois. Montaje: Julien Lacheray. Dirección artística: Anja Fromm. Reparto: Eva Green, Matt Dillon, Zélie Boulant-Lemesle, Sandra Hüller. Duración: 107 minutos.

    «Entonces, ¿cuándo viene la parte en que flotas?», pregunta una voz infantil a su madre. Sobre fondo negro, ella le habla sobre el despegue de esa nave que la llevará al espacio al cabo de unos meses. Su relato, entre la ilusión y el torpe atropello, acaba con una cuenta atrás que suena a niño ante sus regalos de Navidad: seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. Justo después, vemos a Sarah (Eva Green, la madre) procediendo metódica pero apresuradamente a apagar un incendio en unas instalaciones, seguida por una cámara, que la persigue enganchada a su cuerpo. Entre el sueño y el peligro, la claustrofobia, ha habido solo un corte. Una decisión de montaje que establece desde el primer minuto la intención polarizadora de la cinta: todo lo que puede haber entre intimidad familiar y responsabilidad corporativa es un corte. Alice Winocour, que ya había trabajado sobre esta tensión entre cargo y afecto en Disorder: El protector (2015) vuelve para indagar en la imposibilidad (o no) de compaginar la maternidad con los logros profesionales, en una cinta que se mueve constantemente entre la reflexión y el manifiesto.

    Para ello, parte del personaje de Sarah, una astronauta francesa que se entrena en la Agencia Espacial Europea en Colonia. Siendo la única mujer del programa, no solo se siente presionada y subestimada por sus compañeros –entre ellos, Mike Shanon (Matt Dillon), altivo, condescendiente–, sino también por su propia conciencia: va a estar un año separada de su hija Stella, a quien dejará a cargo de su exmarido cuando parta en unos meses a bordo de una expedición a Marte. A pesar de que ese viaje ha sido el sueño de Sarah durante toda su vida, las dificultades de compaginar su tiempo en familia con su carrera la dividen: o es madre, o es astronauta. Pero, ¿qué supone la cinta que es «ser madre»? Para empezar, madre es una, pues en ningún instante vemos que Eva se apoye en nadie para ayudarla cuidar a su hija –cuando la deja con Wendy (Sandra Hüller), una especie de gestora/secretaria/«alguien» de la Agencia, lo hace a regañadientes. Nadie está calificado para «el puesto» de cuidador máximo, ni siquiera su exmarido (Lars Eidinger), que pasa a encargarse de la custodia completa… «aunque no sea lo mismo», como dice la propia niña.

    Además ser madre, para la cinta de Winocour, es algo bastante inquietante. Entre Sarah y Stella hay tal dependencia que, cuando Sarah habla con su hija y esta le da a entender que no ha hecho amigos en su primer día en una escuela nueva, la mujer se derrumba física y mentalmente, volviéndose incapaz de mantener el ritmo que hasta el momento había llevado. Bastante creepy es que solo pueda estar bien consigo misma cuando la pequeña empieza a acomodarse a su nuevo entorno (que la pequeña le diga que va bien en mates parece más un permiso para su autorrealización que un motivo de alegría genuino) y que, para cumplir su sueño, haya que disponer del perdón de una niña que en ocasiones actúa más como adulta. Por eso, cuando Mike –ese macho 100% americano que ha dejado a sus hijos al cuidado total de su esposa– le pide a Sarah que «corte el cordón», de alguna forma, lo más sensato es ponerse de su parte. La película, consciente de ello, construye el personaje de Sarah a partir de situaciones en las que la mujer se entrega completamente a «algo», pues en ese darse constantemente a los demás reside el gran conflicto sin resolver de tanto la maternidad como la realización profesional.

    Es en este punto donde la película se mete en territorios pantanosos: los del sacrificio profesional. Porque a mi parecer no puedo escribir en propiedad desde un punto de vista materno, pero mi generación –entre los millenial y los Z– sí ha crecido guiada por ideales laborales como los que representa la protagonista de la cinta de Winocour: «darlo todo por tu sueño», «convertir tu pasión en trabajo». Todas ellas, ideas arraigadas en nuestro inconsciente colectivo, que nos incitan a entregarnos a la gran maquinaria del capitalismo. Así es que Sarah, en su entrenamiento, sufre y sufre, y no solo por ser mujer o nueva en el programa (que también), ya que Mike, ahora confiado y arrogante, confiesa en privado que también sufrió lo suyo preparándose. Pero –eso sí– la meta lo valió. Winocour, aquí, no deja margen de duda: el trabajo, que en ocasiones se acerca más a una tortura física, bien vale el ver tu rostro en un imán, el convertirte en una estrella, figurada y literalmente (el plano del cohete despegando lo deja bastante claro). Merece la pena, sencillamente porque sí. Por eso, el final de la película, lejos de ser esperanzador, lanza una idea inquietante al aire: en una escena muy bucólica, muy manida, la joven Stella ve a unos caballos correr por el campo y –lo sabemos– vive una epifanía vocacional. He aquí el pez que se muerde la cola: en una cinta que, por lo demás, tiene un guion que admite los grises, la moraleja final es que, en lugar de cuestionar los mecanismos del sistema, para curar el luto por la pérdida de su madre, la pequeña deberá encontrar (y entregarse) ella también a su sueño. «Sueño»: una palabra que a estas alturas ya tiene un sabor amargo.

    Ya a nivel visual, la película parece interesarse mucho más por venideros más alejados de la exploitation laboral y emocional de su protagonista. De hecho, argüiría que la clave de la propuesta de Winocour reside justamente en su carácter netamente epidérmico, experiencial, movido por un interés constante por arraigar la trama a una cotidianidad que como espectadores podamos asir, comprender. Para lograrlo, yendo más allá de algunos fragmentos sacados del puro lugar común (que los hay, y no son pocos), la directora recurre a la imagen en bruto, incorporando material grabado en dispositivos móviles y una pequeña cámara digital para handicamizar (¿por qué no implantamos ya esta expresión en la crítica contemporánea?) la experiencia de Sarah, quien se siente intrusa en un mundo absolutamente alienante. Para reflejar este despegue (literal) de la realidad terrestre, tangible y a escala humana, la cinta de Winocour recurre a la imagen digital –como, por otro lado, tantas otras han hecho antes– para descubrir en su textura de handycam un asidero familiar para una experiencia a la que Sarah es cada vez más ajena: desde los cambios de apartamento (cada vez más grandes y vacíos) hasta la entrada a la monstruosa nave espacial, pasando por momentos que aunque ahora resulten cercanos, en doce meses le serán totalmente extraños (el tacto de la hierba debajo de unos pies descalzos). La imagen bruta contra el blanco esterilizado de la Agencia Espacial, lo cotidiano contra lo trascendental, y una niña que espera impaciente que su madre le cuente cuándo viene «la parte en la que flotas», al fin y al cabo, un ruego ante la partida inevitable de una madre ya casi extraterrestre | ★★★☆☆


    Mariona Borrull |
    © Revista EAM / Festival de San Sebastián


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